miércoles, 29 de mayo de 2013

Lo más importante es querer atravesar el fuego de sus ojos azules...

Quizás podríamos excusarnos diciendo que las relaciones son incomprensibles, que escapan a nuestro control. Sin embargo preferimos seguir abrazando el cinismo, el juego, asegurando que ninguno quiere tener una relación real, sólo divertirse de vez en cuando. Supongo que es lo mejor. Hay demasiadas asincronías entre nosotros. Demasiados problemas. Yo soy un alcohólico impenitente. Tú arrastras un trastorno de alimentación desde hace más de una década, la mayor parte de tu energía mental, entusiasmo y juventud queda inútilmente lastrada en calcular calorías y odiar la báscula, en analizar tu cuerpo en el espejo buscando fisuras. En la cama te cuesta disfrutar, te desconcentras, incluso te hieren los halagos porque piensas que te mienten.

También me dices que no quiere arrastrar a nadie a tus cambios de humor, a tu locura, a esas noches etílicas llenas de lagunas donde acabas echando un mal polvo entre dos coches, no sólo por la necesidad de sentirse deseada, sino también por esa ansiedad por mezclar tu cuerpo, tu piel, tu olor… como si así consiguieras dejar de ser, olvidarte de ti misma perdiéndote en la otredad. Y huyes de los “buenos” chicos, de los planes de verano, de ese maldito invento llamado romanticismo. El conflicto mecido por la negación. De todas formas el miedo, que es en realidad lo que nos atenaza a los dos, también nos llena de respeto: no intentamos cambiarnos, tenemos claro que somos unos indigentes emocionales, que no sabemos comportarnos de otra manera.


Sin embargo esta noche parece distinta. Nos lo estamos tomando con calma, no hemos ido directamente a la cama, de hecho estamos en la cocina, preparando la cena, hablando de banalidades. Te has puesto un piercing en el pezón derecho. Me cuentas que el primer día fue un infierno, pero que ahora te alegras de haberlo hecho porque lo notas más sensible. Cosas de esas. Al rato pones un plato enorme de pasta en mi lado y una escueta ensalada en el tuyo. Ninguno de los dos parece tener mucho apetito. Sigues hablando, de vez en cuando me preguntas que pienso. Apuro la copa. Me sirvo otra. La botella de vodka se está consumiendo demasiado deprisa. Te respondo que pensaba en la palabra bucólico, en que parece que nadie sabe usarla correctamente, como si sólo fuera apreciada por la estética que otorga a la frase en vez de por su significado real. Pero no soy sincero, mi mente está llena de ideas extrañas, ahora nos veo a los dos en una bañera llena de agua caliente, con un par de cuchillas, haciéndonos cortes en los antebrazos. Un poco de dolor y muerte. No tiene mucho sentido todo lo demás: comer, cagar, trabajar, ir de un lado para otro; incluso follar está demasiado sobredimensionado, estamos atrapados por el instinto, como el salmón del Pacifico, nadando contracorriente para desovar y morir. El dolor también es una forma de placer, un diferente punto de vista, otra forma de duelo ante la falta de significado de la vida. Pero esos pensamientos son lugares comunes, papel mojado. Guijarros en la corriente de tiempo.

Nos quedamos en silencio. Thom Yorke de fondo. No es un silencio incómodo, hemos conseguido crear algo de intimidad. Te observo. Noto un calambre. Tengo ganas de lamerte. De quemarme. Quiero convertirme en tu piercing, atravesar tu carne y quedarme enquistado en ella, como un virus, una infección que hay que limpiar. O amputar. En otras palabras: estoy cachondo. Y es normal, a pesar de tus idioteces (oh, sí) tienes un cuerpo magnifico. Tengo treinta y cinco, nos separa más de una década, quizás por eso soy capaz de apreciar más tu juventud, tu coño prieto, esos pezones llenos de sadismo, tu culo virgen. La botella de vodka yace vacía en medio de la mesa. El último brindis es como un aullido, un gong golpeado por un mazo, sinapsis chisporroteando, colapsando en eléctrica excitación.

Me levanto y empiezo a manosear con cierto desprecio tus pechos. Tengo ganas de golpear nuestros cuerpos. Mi polla resurge entre la neblina del alcohol. Te llevo a la cama y te quito el sujetador. Sí, me gusta tu mirada preñada de ansiedad, esa indecencia en el fondo de tus ojos. Me siento a un lado de la cama y te hago una indicación. Te resistes. Me pone furioso. El presente bosteza: necesitas una lección. Te cojo del pelo y te tumbo sobre mí. Bajo con rudeza tus pantalones y te inmovilizo con una mano. Acaricio tu precioso culo. Ninguna palabra. La mano rígida desciende. Un azote. Gimes. El calor se extiende. Te acaricio. La mano aumenta el recorrido y vuelve a caer con fuerza. Dos veces. El sonido nos excita. Te muerdo el culo. Vuelves a gemir. Te ordeno silencio. Aparto el tanga, recorro con mis dedos tu coño: estás mojada. Tres azotes y ya estás entregada. Jodida enferma. Subo la mano, sigo azotándote. Uno. Dos. Tres. Cinco. Diez. El culo rojo. Lo acaricio. Un dedo resbala dentro de ti. Bien. Bien. Bien… Me suplicas que te meta otro. “¿Eres mía?”Sí, soy tuya” Palabras atávicas de posesividad mal vistas en una sociedad patriarcal de hipócritas y reprimidos.

Te quito el resto de la ropa. Te cubres con un gesto. Aparto tu mano y te miro con dureza. Separas las piernas. Buena chica. Me gusta tenerte así, me gusta mirarte, me excita esa mezcla de timidez y ansiedad. Mi cuerpo te acaricia con su peso, presiono y entro lentamente. Coño prieto. Este es el mejor momento. Avanzo lentamente. Poco a poco. Centímetro a centímetro. Mi polla palpita de emoción. Tu cuerpo reacciona, empieza a acogerme. Tus manos recorren mi espalda, empujan mi culo para que te penetre totalmente. Eso es lo que te gusta, no el típico vaivén dentro-fuera, lo que necesitas es sentirme dentro presionando contra ti, intentando atravesarte. Me empiezo a mover.
Podría preguntarte pero sería una torpeza, sé que lo quieres todo: el desasimiento, el te quiero mientras te follo fuerte y duro, la palabra sórdida… la ira la pones tú, atrapándome entre tus piernas, arañándome la espalda, mordiéndome el labio hasta que sangra.

Me gusta follarte con los tacones puestos. Te hago incorporarte y ponerte de espaldas contra la pared, arqueando tu culo frente a mí, abriéndote con los dedos. Te da vergüenza pero me obedeces. Separo más tus piernas, me gusta verte tan abierta. Coloco tus manos en la pared y te empiezo a masturbar. Pero no puedo resistir más. Empellón. Embestida. Mi polla abriéndose paso de nuevo, mis manos ebrias rodeando tus pechos, golpeando tu clítoris, desvirgando tu mente.

Estamos así cinco, diez minutos. Pero me canso. La saco y me tumbo en la cama. Tienes escrúpulos, tuerces el gesto, pero te cojo del largo pelo pelirrojo y te obligo a bajar la cabeza hasta mi polla. Y es ahí cuando el mundo para de girar: tu cabeza bombeando sobre mí, tu mano acariciando mis cojones… Bella imagen, hemos transformado la trampa mortal de la naturaleza en simple placer hedonista, en comunicación y arte en movimiento. Gimo con fuerza eyaculando la ponzoña blanca en tu boca. Sonríes, el semen huye por la comisura de tus labios. Aprietas mis huevos, mantienes la postura. Y luego, como una bella princesita, me das un beso profundo para compartirme.

Y pensando que quizás nuestra derrota nos haría invencibles -a pesar incluso de nosotros mismos-, me rendí a la belleza implícita de este réquiem de sentimientos y cerré los ojos.

Rebel Yell by Billy Idol on Grooveshark

lunes, 20 de mayo de 2013

Epílogo 2 - Cisternas de la memoria (Mario)

Ana lleva un mes conmigo. No ha funcionado. Quizás sea el punzón de hielo debajo de la almohada. La veleidad intrínseca. La falta de afinidad con la vida. ¿Por qué no me atraen las mujeres normales? Ana habla de Alicia. De su promiscuidad disociada de orgasmos. De Peter. Escucho su cascada de cenizas. Nos despedimos. Es doloroso. Vuelvo al ordenador y escribo.

Voy a ocultarme en el lenguaje, ¿por qué? Tengo miedo. Pregúntale al viento. Aquí sólo hay estatuas y muñecas rotas. Un jardín prohibido. Un instante de éxtasis. La noche con su excelsa sapiencia de la oscuro abriga las risas del interior de las paredes. Mis muñecas transfiguran la luz con un eco de sangre negra. El silencio del templo de papel que sólo sirve para preservar pensamientos de gente muerta.

Madrid hiede. Es una ciudad de nadie, una puta sifilítica que te lo hace gratis si cierras los ojos. En Madrid no hay primavera, solo manchas de sangre, lodo y zapatos viejos. Madrid es un corazón que late de mentira, una flor cubierta de hollín, una anciana tocando el violín en la boca de metro apartada a empujones, un grito eterno que nadie escucha. Madrid es la sombra del ahorcado, unos ojos de serrucho, dientes manchados de carmín, un osario de almas grises sin tiempo.

Me gustaría construir una estación de tren en el párrafo, no puedo, por ello, rozar con sutileza el teclado: debo desnudarme, emborracharme, vomitar mis vísceras en el silencio, empalarme buscando ese hogar, esa patria, ese sentido que se aleja de mí junto al segundero.


Hay palabras con manos que acechan tu corazón, hay palabras de todo tipo, con ecos de cárcel o vetusta ternura, palabras que se escriben como si el silencio fuera una pared y estuvieran ahí para golpearla hasta el derribo. Hay palabras que buscan tus ojos, que son huecos llenos de gritos, palabras que resuenan en un callejón peligroso. Hay palabras que bailan en la boca del mudo, palabras que se alimentan de relojes, que bailan en el alfeizar con mi locura, palabras que se escriben como si fueras una vela a punto de apagarse, que recrean un corazón con forma de jardín de escombros y arboles de vidrio, que evocan el juguete favorito de un niño desdichado. Las palabras son un interior, cisternas de la memoria, rastros de paraíso perdido.

Escalo tu recuerdo, como madreselva en el muro de la doncella. Tu desnudez iluminándome, tus huesos arqueándose como flores en la oscuridad ardiente. Nuestros cuerpos buscando placer ocultaban el vuelo de los cuervos.

Mis ojos de herrumbre, como barcos en un mar de piedra, tatuando el aire de imberbe tristeza. Grieta en el techo de la almohada. Peonías rompiéndose bajo el yugo de la clepsidra, ese amargo reloj de agua que digiere nuestras emociones como el borracho que mira el ojo negro de la botella. El cuervo grazna impaciente. La hormiga se come el feto del escorpión. Estoy solo. De nuevo.

Kirk maúlla demasiado fuerte. Elijo el lugar de la herida. Y voy muriendo. Liturgia pura. Aurora de dedos negros que quieren beber de mi cadáver. La muerte me llama con su corazón de espejos. No hablamos de lapidas, solo de lluvia. La sangre en círculos de sumidero. Un último brindis mientras se desliga de mí.

El resto es silencio.

Fin Epílogo 2. 

The Death of Arthur by Trevor Jones on Grooveshark

sábado, 18 de mayo de 2013

Epílogo 1 - Obituario. (Mario)

Ese punto de fuga donde el mundo se detiene, la mente se abre y nos evadimos; el arrebato cuando descubres una canción, una obra de arte de tres minutos y medio, y quedas extasiado, sin poder respirar, con agonía absorta y expectativa. En la niñez ocurre con nostálgica simpleza. Por eso el paso del tiempo es un enemigo para todos aquellos buscadores constantes de ese punto de fuga, de esa emoción.


Sentado en el sofá, la televisión de fondo, tu cabeza silueteada por su luz de ruido blanco, el carmín rojo alzándose ante mí, envolviéndolo todo. Carmín color pasión, violación, penetración, fascinación, perversión. Huellas de vida en la copa de vino. Da igual donde mire: el mundo se ha transformado en unos ojos cobrizos incendiados por el deseo, en un infierno carmesí, en una herida abierta que supura ausencia y lo ahoga todo. ¿Virgo granate, rubor escarlata? El mar es violado por un atardecer de cuervos.



Habitemos lo evitable. Podríamos bailar, nunca estarías sola, vigilo tus sueños a la sombra de tus pestañas. Mariposas de saliva brotan de tu coño y se posan en mis dedos antes de morir. La poesía es una habitación que huele a sexo y sudor. Sombras chinescas de placer. Charcos. Templos con forma de manos. Canicas. Fulares. Insomnio. Laberintos emocionales que llenan la boca y despellejan rodillas. Piel Demolida. Cigarros llenos de cipreses que lloran al viento. Como un revolver cargado sin determinación. Tinta derramada. Corpiños de silencio. La conjetura. El pasillo embrujado sin retorno que oculta un tú dentro de un yo.

I've been waiting for a guide to come and take me by the hand
Could these sensations make me feel the pleasures of a normal man?
New sensations bear the innocence, leave them for another day
I've got the spirit, lose the feeling, take the shock away

Disorder by Joy Division on Grooveshark

jueves, 16 de mayo de 2013

Capítulo 32 - No hay pasión sin cierta crueldad. (Mario)

Llaman a la puerta. Antes de abrir ya sé quien es: Ana. Hago un gesto de invitación. Ella ni siquiera me saluda, mira al interior, hace una pausa y al final se decide a entrar. Se sienta en el sillón del salón y enciende un cigarro. Me acomodo a su lado mientras espero a que se enfríe mi té verde. La miro. Está preciosa, estilo gótico sin estridencias, maquillaje suave, falda corta, blusa gris escotada que permite vislumbrar un tatuaje cerca de la clavícula. Y sus ojos de subyugante y sempiterna tristeza, dos pozos de cristal sucio celeste. Suspiro. Joder, ¿por qué me siento tan nervioso? Tengo que tomar la iniciativa.

Mario: Ya sé que tú asesinaste a Peter. De hecho Alicia ha descubierto que la mujer que te sirve de coartada fue amante tuya. Lo tenías todo calculado desde el principio…
Ana: ¿Quieres un cigarro? (Niego con la cabeza) Quizás. O tal vez no. ¿Es importante para ti? (pausa) Yo… he venido a disculparme por mi comportamiento…
Mario: Ah, es cierto, he de reconocer que pensaba que pagarías mis dotes de anfitrión de otra manera, fuera de un contexto de cuerdas y drogas. La resaca, debo añadir, no fue demasiado agradable.
Ana: Me sorprende verte tan calmado. Pensé que me odiarías, que no me dejarías ni siquiera entrar en tu casa.
Mario: Pequeñas afinidades, la química de mi cerebro también falla de vez en cuando. Además, tengo curiosidad, ¿cómo conseguiste desaparecer en tu performance? Fue algo increíble.
Ana: Si fueras un niño me pedirías que lo repitiera, ellos todavía creen en la magia, no buscan el truco.
Mario: Cuando era un niño estaba obsesionado con Sherlock Holmes, siempre he buscado la lógica en todo. Responde al menos a una pregunta, ¿por qué volviste a mi casa?
Ana: (Sonrisa maliciosa, da una última calada y aplasta el cigarrillo en el cenicero) Podría justificarlo diciendo que tenía que recoger algo incriminatorio. Pero no sería cierto: ya tenía coartada. De hecho hubiera sido perfecto que descubrieran el cadáver cuando estábamos en Valencia. (Pausa) Simplemente quería volver a verte. Desde que te vi en Londres estaba…
Mario: (Extrañado) Disculpa, ¿Londres?

Ana: La realidad no es decepcionante, sólo desangelada, gris. No me reconociste, lo noté en cuanto te vi en el portal. Por eso no hablé contigo, había pensando tantas veces en ese momento que al darme cuenta de tu tibieza comprendí que todo había estado –de nuevo- sólo en mi cabeza. No, no me mires así, deja que me explique. Fue hace unos meses. A pesar de todo lo que me hacía estaba totalmente enganchada a Peter. Había miedo, pero también otras cosas. Esa noche me había dejado en la calle. Sin llaves, documentación o dinero. Estaba desesperada. Y de pronto te vi, ahí, en un banco, discutiendo con esa chica.
Mario: Joder. Sí, Laura, hace tres meses. Una ex. Fui a verla. Masoquismo sentimental.
Ana: No sabía los detalles de vuestra historia, pero era como tantas otras. Y cuando te alejaste y ella se echó a llorar pensé que todo había acabado ahí. Por lo que pude entender ella ya estaba con otro. Todo se reducía a un recambio. Sin embargo tú no te fuiste, sacaste el móvil y la llamaste.
Mario: Seguía enamorado, no quería que todo se redujera a esa despedida, quería tener un buen recuerdo. No podía dejar que todo acabase así.
Ana: Estabais a cinco metros hablando por el móvil. Escuché lo que decías, como la prometiste que la recordarías siempre porque era especial, magnifica…
Mario: Los decadentes somos así, nos terminamos creyendo nuestra propia impostura. Somos unos necios amantes de la nostalgia.
Ana: Quizás. Pero me gustó tu forma de perder. Tus palabras. Los dados a veces se equivocan, es difícil respirar cuando intentas escapar a través de los sueños.
Mario: O tal vez la sensación de impotencia debilita hasta el grado de denigrarte. Es lo que tiene tener poca autoestima. Y algún trauma.
Ana: Todos tenemos algún trauma, ¿sabes por qué seguía con Peter a pesar de todo? Llevaba años sin tener un orgasmo. Desde los diecisiete años. Y de pronto, casi sin esperarlo, tuve uno con él. Con dolor. Imagina lo trastornada que me dejó esa idea. Desde la universidad he estado con muchos hombres. He idealizado. He usado. Y al final, cuando ya me conformaba, de pronto sucedió con un hombre que me pegaba.

Mario: Joder, la sexualidad de las mujeres es… un momento… ¡ya te recuerdo! Pero es normal que no te reconociera, estás muy cambiada, en aquel momento parecías enferma, demasiado delgada, tus ojeras, tu ropa…
Ana: (Sonríe) Me salvaste y ni siquiera te diste cuenta. Te seguí después hasta aquel bar. Vi como bebías solo. Quería entrar, hablar contigo. Pero no me atrevía. No sabía como abordarte. Era la una de la madrugada cuando saliste tambaleándote. Y me quedé en blanco, estaba ahí, en medio de la calle, tú acercándote y no sabía que decirte. Entonces, justo cuando estabas a mi altura te pregunté: “¿Dónde está la salida?” Me sentí estúpida, dudaba incluso que me hubieras escuchado. Pero tú te paraste, me miraste fijamente durante unos segundos, y no sé cómo, pero comprendiste lo que quería decir. Y me diste un abrazo. Un largo y cálido abrazo. Había pasado tanto tiempo desde que la última vez que alguien me había abrazado... Luego me sonreíste y seguiste tu camino. Pero de alguna forma… me despertaste. No hay otra palabra para expresarlo. Dejé a Peter. Volví a Madrid. Y de pronto, justo tres meses después, volví a encontrarte en aquel portal sin ni siquiera pretenderlo…

***

Es tímida y viciosa, como si hubiera dos mujeres en su interior empujando en direcciones opuestas. Acaricia y luego muerde hasta hacerme sangrar. Mis dedos de pianista recorren el vórtice de sus caderas, desbrozando su ropa interior. Lujuria. Desesperación. Poesía gastada, como un gesto de galantería en la primera cita. Me araña la espalda. Intenso someterla. Desollamos nuestros labios. Calor. Sudor. Flujos mezclándose, descendiendo por sus muslos. Salvaje penetración de violador. Caricias llenas de cínico romanticismo.

La anorgasmia sobrevuela sobre nosotros, pero me siento ajeno a los retos. Los detesto. Me separo de ella, deslizo los dedos por su cuerpo recorriéndolo, penetrándola. Gime. Se arquea. Reacciona a los estímulos, todo sigue adelante, in crescendo. Pero justo antes de llegar, una puerta en su cabeza se cierra, la frustración empaña sus ojos. Oh, mi pequeña y jodida muñeca rota.

Empieza a chuparme la polla. Alargo la mano, abro un cajón de la mesita de noche y saco la petaca. Bebo con rabia. Todo ese pelo encrespado subiendo y bajando, como una maldición griega sobre mi cuerpo, devorando con avidez al monstruo purpura, quedándose sin resuello. Su coño lubrica siguiendo el guión establecido, pero ella no lo conseguirá. El dolor y el placer indisociables. Sigo bebiendo.

La pongo a cuatro patas. Separo sus labios y se la meto sin contemplaciones. La cojo del pelo con saña, enredándolo en mi muñeca, y aumento el ritmo. Su culo se mueve con lucidez. Afilo la petaca. Sigo insistiendo sobre su cuerpo, me dejo llevar, sus pezones son punzones de hielo, me agarro a ellos en una caída de siglos. Muerdo su cuello, largo y elegante. Ahoga un gemido. La saco totalmente, acaricio la entrada de su coño y luego brutalmente se la hundo con fuerza. Abducir su boca con mi lengua, todo el peso de mi cuerpo inmovilizándola. Mis manos rodeando su cabeza, lubricando una mezcla espuria de lenguaje obsceno y frases de amor. Me rodea con sus piernas, usa las uñas. Intento sujetar su violencia. La cama hace demasiado ruido. Todo gira. La sed continúa. Mi polla es un hierro al rojo vivo que nos convulsiona. Las sinapsis crepitan, pavesas de lujuria cegando nuestros ojos. Quiero llenarla pero es un océano ilimitado.

Todo sigue, y sigue, y sigue. Una hora. Quizás dos. Sudor. Oscuridad. Calor. Amor. Odio. Dolor. Colisión. Abismo inescrutable. Cierta lucidez ilumina la escena justo antes del orgasmo, ese fugaz y turbador sosiego. Movimiento espasmódico de amor blanco que vierte encrucijadas genéticas en su interior. Nos separamos. Ana suspira débilmente. Al rato me acoge en un abrazo lleno de posdatas. Fingimos y cerramos los ojos.

Horas después el cuchillo atraviesa mi costado. No importa. El fracaso siempre fue mucho más doloroso.

Fin capítulo 32. 

We Ask You to Ride by Wooden Shjips on Grooveshark

Capítulo 31 - Vigas y Camafeo (Ana)

Siempre me he sentido culpable por ser débil. Camus escribió: “Sabes bien que nunca pienso, soy demasiado inteligente para hacerlo” Quizás ahí radique mi problema, ¿tengo ganas de vivir y ser feliz? Todo el mundo diría que sí, pero, ¿empieza el amor en una necesidad? ¿Dónde comienza la realidad y donde lo sugerido? ¿Qué es importante y que no? ¿Quien lo dictamina: la sociedad, la moral, o nuestras taras? ¿Cómo descubrirlo?

Cuando tenía quince años mi felicidad era Alicia. Nuestro cuento. Aún recuerdo la última vez que me lo contó. Las cigarras en el patio, el verano con su calor pegajoso e insoportable, mi madre obligándonos a dormir la siesta. Alicia siempre en la buhardilla, despierta, mirando fijamente las vigas.

Me tumbé a su lado, en la cama. Le pregunté –aunque ya lo sabía- que es lo que hacía. Contar las vigas del techo, contestó. Once, hay once vigas, once opciones. Son demasiadas. Habló sin pensar, apenas consciente de mi presencia. O muy pocas, contesté. A veces necesitas más para reunir el valor y hacerlo de verdad.
Me miró a los ojos sorprendida. Hubo un latido de afinidad, de cariño intenso cuando me cogió la mano. Pero no quería asustarla. Reí tontamente y le pedí que me volviera a contar el cuento de la princesa. Alicia cerró los ojos, empezó a hablar lentamente y la historia surgió de nuevo. Apretaba con fuerza su mano rezando para que continuara, para que no se percatara de mi respiración agitada, mi excitación, mi arrobamiento. Y fue entonces cuando me rendí a la evidencia: me había enamorado, sí, brutalmente, sin paliativos. Sentirla tan cerca, su perfume, el crisol de su voz envolviéndome con calidez, derritiendo los inviernos sentimentales que habían atenazado siempre mi cuerpo… sí, ahí estaba mi felicidad, en ese instante eterno.

Un par de días después Alicia volvió a mi casa. Toma, te he traído esto, cuando lo vi en un mercadillo me acordé de ti. Y puso un camafeo en la palma de mi mano. No podía creerlo, era como el del cuento, aunque solo tenía un pequeño espejo en el interior, en el lado izquierdo había un retrato muy antiguo: dos niños mirando con ojos de muerte desde otro siglo. Siempre me dieron miedo las fotos antiguas, caras vacías, sin gestos, sin sonrisas forzadas, mirando solemnes a la cámara…aunque quizás tú prefieras dejarlo.
Le pedí que me lo pusiera. Sonrió, echó mi pelo a un lado y rodeándome con sus brazos empezó a abrochármelo. Sus dedos rozaron mi nuca… estaba tan excitada. Quería abrazarla, decirle todo, que cuando estaba cerca no podía pensar, que sentía mi cuerpo ajeno, solo suyo. En un impulso me acerqué a esos labios, mi hogar, y la besé, mi primer beso, el beso más dulce que he dado en mi vida. Fue un segundo, quizás dos, pero sentí como Alicia me correspondía, como nuestros cuerpos se acercaban ansiosos. Pero entonces escuchamos la puerta abrirse. Maria había vuelto a casa. Nos separamos nerviosas. Sentí también algo más, incomodidad en su mirada. Corrí a mi habitación y no salí en toda la tarde.

¿Era lesbiana? No, me gustaban los hombres, sólo me sucedía con ella, con su físico, recordando su voz. Quizás era una exaltación sexual de la admiración que sientes en la adolescencia por alguna amiga. Quizás sufría por la distancia emocional que me imponía mi madre. No lo sé, intentaba en vano buscar una explicación coherente. Pero mis sentimientos tenían de todo menos coherencia. Nunca llegamos a hablar de ello, en parte porque ella se fue a la universidad y empezó a salir con hombres. Incluso se distanció de mi hermana, ya no había excusas para volver a vernos. Pero no volví a quitarme el camafeo jamás.

Sufrí obsesionada dos años más. Hasta que a los diecisiete conocí a Ángela. Era perfecta: el mismo pelo largo y castaño, ojos de ese verde extraño con motitas marrones. Cuando la besé con los ojos cerrados temblamos las dos. Le cedí mi cuerpo virgen, esa sensación de ser un punto anónimo suspendido en la nada, y ella me penetró con sus labios, con sus dedos arqueados, dibujando con saliva palabras de amor sobre mi piel.
Pero cuando moría en su cuello, cuando la mordía y apretaba su cuerpo contra el mío, en lo único que pensaba era en Alicia. Cuando entré en la universidad lo dejamos, no era justo para ella continuar así. No llegamos a perder el contacto, pero nunca más volvimos a acostarnos.

En la universidad lo intenté con varios chicos. Los quería, me excitaban, disfrutaba del sexo. Pero era como si algo se hubiera apagado en mi interior, como si fuera nieve que se derrite al sol de un recuerdo imborrable. Huellas en el desierto que se deshacen a si mismas. No era capaz de llegar al orgasmo. Me acostumbré a ello, siempre había pensado que había algo mal en mi interior, tampoco me sorprendía. Y aunque con Ángela si que había conseguido llegar, no volví a encontrarme con ninguna mujer que me excitase lo suficiente para querer intentarlo.

Años después, cuando regresé de Londres, volví a pensar en Ángela. Mi pobre y dulce amante. Ella lo sabía. Había visto la foto de Alicia en el camafeo cuando estábamos juntas. Incluso llegó a seguirla: quería fijarse en sus gestos, la inflexión de su voz, la ropa que usaba. Intentó parecerse a ella en todo. Pero era imposible. Sus ojos, esos ojos llenos de melancolía, vigas, dolor, llanto, de risa verde sobreponiéndose a todo, eran imposibles de copiar.

Ángela me mira ahora con una sonrisa amarga, triste. Es demasiado elegante para verbalizar su dolor. Pero sé lo que piensa: lo has vuelto a hacer, me has utilizado, sólo he sido para ti una sombra de pasión, algo prescindible, una coartada. Y tiene razón. Lo peor es que me ama. Siempre me ha amado.

La vida a veces es como un puzzle de sentimientos en el que todos perdemos y nadie consigue encajar. 

Fin capítulo 31.

Küss mich by In Extremo on Grooveshark

sábado, 11 de mayo de 2013

Capítulo 30 – El Cuento (Alicia)

Miguel: Cuéntame algo más de Ana, ¿fuisteis amigas en el colegio?
Alicia: Realmente no, era amiga de María, su hermana. Ana era tres años más joven que nosotras, cuando estaba a punto de entrar en el instituto nosotras ya pensábamos que íbamos a estudiar en la universidad, los chicos… otro tipo de cosas. Además a Ana le afectó la adolescencia, empezó a volverse más hermética, más irascible, a vestir de negro. Pero recuerdo que justo antes de entrar en el instituto, en verano, estuvimos las tres muy unidas. Yo tenía por aquel entonces ínfulas de escritora y convencí a María para crear un taller literario en su casa y convertirnos en las nuevas Brontë. El caso es que escribíamos durante horas y luego leíamos nuestros relatos o cuentos en voz alta. Ana siempre estaba por ahí con algún libro en la mano y era un publico perfecto. De hecho estaba obsesionada con mis cuentos, uno en particular le encantaba y siempre me suplicaba que se lo leyera. Yo siempre intentaba cambiar detalles, hacerlo vivo. Pero ella se enfadaba, decía que así estaba perfecto y que solo conseguía estropearlo. Era realmente divertido.
Miguel: (Sonriendo) ¿Escritora eh? Eres una caja de sorpresas. Podrías contármelo…
Alicia: No…ha pasado ya muchos años, apenas lo recuerdo…
Miguel: (Acariciándola) Por favor, no te hagas de rogar…
Alicia: (Suspiro) Esta bien…pero luego no quiero críticas negativas, ¿de acuerdo? Vamos a ver… ¿cómo empezaba…?

**

La princesa abrió los ojos. Estaba tumbada en su cama, pero la habitación no parecía la misma, era más colorida y luminosa. De pronto la puerta se abrió y entraron varios gnomos. Uno a uno se acercaron y le dieron un beso. El último, justo antes de besarla, le entregó un sobre. Despertó: allí no había nadie. Estaba sola como siempre, atrapada en su habitación, en el ala izquierda del enorme castillo. Su padre la mantenía encerrada porque temía que le pudiesen hacer daño, o que la raptasen para hacerle daño a él. Lo peor es que nunca estuvo segura de qué opción era la que más temía su padre. Vivía atemorizado por su propia seguridad y parecía que no le importaba demasiado lo que su hija sintiese.

Aquella princesa que vivía sola y veía el mundo a través de la ventana abrazó su almohada, y justo cuando se desbordaban sus lágrimas sus dedos tropezaron con un pequeño sobre. Tal vez no había sido un sueño. En el interior encontró una carta y una llave diminuta color cobre con dibujos grabados. La carta decía: esta es la llave que abre el baúl que contiene todas las cosas buenas que te esperan, tienes que buscarlo. Ve más allá de las montañas y disfruta del camino. Saltó de la cama entusiasmada, ¡Sí, por fin una aventura! Pero enseguida se desanimó, ¿cómo saldría de la habitación? Siempre estaba cerrada con llave, solo las doncellas tenían una copia. Pero, quizás… Probó con la llave de cobré y sorprendida comprobó que giraba con facilidad a pesar de ser demasiado pequeña. Al salir no se encontró con nadie en los pasillos. Quizás fuera demasiado temprano. Pero tampoco se cruzó con los guardias que vigilaban las puertas del castillo. ¿El gnomo había hechizado a todos? Sonrió feliz, empezaba a creer que la magia sí existía.

Cruzó el jardín y se encaminó al bosque que había al lado del castillo. Sólo lo había visto desde la ventana y al llegar le pareció enorme. Observaba todo fascinada: las piedras, el cuarzo brillando en el suelo… ¿o no era cuarzo? Había leído en algún libro que había una piedra que brillaba igual, pero no recordaba cómo se llamaba. Empezó a pensar que jamás había vivido: había estudiado el mundo, las cosas que lo componían, pero nunca las había sentido. Empezó a acariciar la corteza de los arboles, a sentir su tacto rugoso. Era tan distinto al tacto al que estaba acostumbrada, era tan diferente al tacto de la seda, del organdí de sus vestidos. Le pareció real, vivo, como si al tocar la corteza sintiera la historia de cada árbol. Las hojas crujían bajo sus pies y le pareció un sonido maravilloso, incluso más que las melodías que le hacía escuchar su padre. Siguió caminando y escuchó el sonido de un río sonreír a lo lejos. El aire olía a tierra húmeda. Se sintió libre.

En la orilla vio a una niña. Estaba asustada, ella nunca había hablado antes con otra niña. Se acercó y la saludo con la mano: Hola, ¿cómo te llamas? Yo… yo soy la princesa. La otra niña la miró maliciosa: ¿tú la princesa? Y empezó a reírse. Sin embargo se pusieron a jugar, porque los niños siempre saben jugar aunque no lo hayan hecho nunca antes. Inventaron juegos que no existían, rieron, cantaron… Pero de vez en cuando la otra niña se burlaba de ella y eso la entristecía. No entendía por qué tenía que hacerlo. Pasaron muchos días, era su amiga, y quería seguir jugando con ella, sonriendo, pero recordó que el gnomo había escrito que tenía que disfrutar del camino, así que intentó ser fuerte, se despidió de ella, y continuó hacia adelante.

El camino se empezó a tornar un poco más oscuro, no había tanta luz. La nieve se acumulaba en la copa de los arboles. Le gustaba el invierno, sentir la nieve derritiéndose entre sus dedos. Salió del bosque y pasó al lado de un huerto. ¿Dónde vas niña?, le preguntó un hombre. Voy a buscar un baúl, contestó.
¿Un baúl? Qué tontería, dijo el hombre. Quédate conmigo, mi hija se ha marchado y la echo de menos. Aquí tendrás una casa y comida, te enseñaré a cultivar y nos haremos compañía.
Necesitaba comer, refugiarse, así que aceptó. Aprendió a hacer pan, a cultivar, pero el hombre la trataba como si fuese una criada en vez de su hija. Ella era una princesa, ¿por qué no era capaz de verlo? Entonces recordó que ella también había tratado así a sus criadas, hastiada como estaba de estar encerrada en aquella habitación del castillo. Se arrepintió tanto…

Pero había cosas que le agradaban. Le gustaba barrer, como si al hacerlo también limpiase, ordenase su interior. También le gustaba ver el rocío en las hojas por la mañana, sobre todo en los tréboles de tres hojas. No le gustaban los tréboles de cuatro hojas, desconfiaba de su buena fortuna. Dos veces le había regalado su padre uno diciéndole que le traerían suerte, pero había sufrido una mala suerte infinita. Le gustaba ver las flores, observar las flores más pequeñas, esas que nadie apreciaba. Pero un día volvió de nuevo la sensación de que estaba perdiendo el tiempo. Aún tenía que buscar su baúl, descubrir las cosas buenas que tenían que ocurrirle. Dejó una nota: gracias por todo. Tengo que buscar mi baúl. Y partió temprano.

Olía a primavera, a flores. Los gamoncillos ya habían florecido. De repente vio una pequeña casa y sintió curiosidad. Se acercó y tocó a la puerta. ¡Qué sorpresa al ver que quien le abría era el gnomo! Has tardado un poco, ¿has disfrutado el camino?, le preguntó. Sí, he disfrutado, aunque también he estado a veces triste. Pero he aprendido mucho, y he visto mucha belleza, contestó ella. Si has aprendido cosas, has visto belleza y has disfrutando, entonces un poco de tristeza no está tan mal. Te ayuda a apreciar mejor la felicidad.

Tal vez el gnomo tuviera razón. Ven, pasa, tienes que descansar, el camino ha sido largo. Mañana te acompañaré. Tenemos que escalar aquella montaña. Al otro lado está la cueva donde se encuentra el baúl que guarda todas las cosas buenas que te esperan. Comieron, rieron. Al día siguiente partieron hacia la montaña. Escalaron, les costó trabajo. Pero el esfuerzo acumulado en las piernas no le pareció demasiado. Le molestaba el vestido, así que lo cortó. Total, ya estaba viejo y raído. Ahora no parecía una princesa. Pero sabía que seguía siendo aquella niña que disfrutaba con la música, con el tacto suave de sus vestidos, ¿qué más daba si ahora escalaba montañas con un gnomo? Ella en su interior se sentía una princesa.

Llegaron a lo alto de la montaña, bajaron con ayuda de unas cuerdas por una pared escarpada que había al otro lado y entraron en la cueva. Bajo la luz de la antorcha vieron aquel pequeño baúl de madera oscura. Era un baúl perfecto, único, con su nombre grabado. Con nerviosismo sacó la llave que había guardado durante todo el camino y lo abrió. Se sintió un poco decepcionada: en su interior solo había un pequeño camafeo. Al cogerlo se abrió, dentro tenía dos pequeños espejos.

Gnomo, me has engañado, ¿dónde están todas las cosas buenas que me esperan? Y el gnomo contestó: no sabes mirar todavía. Obsérvalo de nuevo. Y al abrirlo otra vez y verse reflejada en los dos espejos recordó todo su viaje y lo que había aprendido. Y se dio cuenta de la verdad: todas las cosas buenas que podían sucederle dependían sólo de ella, de la belleza que existía en su interior, y de la forma en que era capaz de percibir el mundo a través de esa misma belleza.

Y al entenderlo le sobrevino una alegría desconocida. Abrazó a su amigo, ese gnomo que todos tenemos y que siempre lleva razón, y juntos, cogidos de la mano, volvieron a bajar la montaña. Todavía había muchas aventuras que vivir.

Fin capítulo 30.

viernes, 10 de mayo de 2013

Capítulo 29 - No es tu sonrisa, es mi recuerdo (Ana)

Mi problema ha sido siempre la soledad. Es cierto que soy inmadura, cobarde, efímera, idiota, inestable, insegura, fervientemente egoísta. Soy muchas cosas. Pero también existe mucha soledad en mí, siempre me he sentido –a pesar de mi familia- aislada, ajena. La primera vez que empecé a sentirlo fue cuando perdí la fe. Estaba segura de que existía algo, sentía una presencia. No rezaba: hablaba con él por las noches, le contaba como había sido mi día. No siempre. A veces. Cuando lo necesitaba.

Pero una noche que estaba sola en casa –debía de tener nueve años-, tuve la necesidad de algo más tangible. Entonces fui a la habitación de mi hermana, que a pesar de tener tres años más que yo todavía conservaba sus osos de peluche, cogí uno, volví a mi cama y dormí abrazada a él. Y a la noche siguiente lo noté: silencio. Como si se hubiera orquestado una versión infantil del becerro de oro. Es una idiotez, todo mecido por la imaginación de mi mente infantil, pero más que comprender sentí que el amor de mi dios era como el de mis padres: mezquino, egoísta, supeditado a unas reglas. Quizás todo tuviera que ver con el hecho de que en ese momento estuvieran a punto de divorciarse. El típico chantaje emocional en que parece que los hijos son muebles, dividendos, algo que repartir.

Al final no se separaron y siguieron jugando a la familia feliz. En cuanto a mi fe, todavía quedaban rescoldos, pero a los dos años tuve que hacer la comunión y ahí desapareció del todo. A mí me gustaba ir a la iglesia los domingos, sí, había que levantarse y sentarse cada cierto tiempo y las historias del cura eran en su mayoría muy parecidas unas a las otras, pero era una iglesia de pueblo y si no eras muy ruidoso te dejaban jugar con libertad. Podías ir de un lado a otro, aspirando el olor a incienso, mirando los santos, tocando la madera del confesionario, de los asientos. 

Pero sobre todo lo que me gustaba era ir al margen del presbiterio y quedarme observando fascinada la mesa con las hileras de velas. El calor, la cera, el rito de mujeres enlutadas acercándose con manos artríticas encendiendo otra vela con la mecha de la anterior. Podía quedarme horas mirando los cirios consumiéndose. Como si hubiera algo más complejo que aún no podía comprender pero que de igual forma me serenaba.

Pero poco antes de hacer la comunión cambiaron todo eso por una consola llena de bombillas que se encendían al echar dinero, monedas, como una tragaperras. Me sentí horrorizada, y lo peor fue ver a esas mujeres haciendo lo mismo, como si nada hubiera cambiado. Fue desolador. Una semana después me confesé, comí con desagrado la hostia sagrada de pan ázimo y todo terminó. No volví a entrar en una iglesia nunca más.

No me había ido mal en la escuela. Pero luego las cosas cambiaron. Mi hermana empezó a ir al instituto y me quedé sola con el cambio de clase. Y por alguna razón, o quizás por ninguna en particular, un grupo de chicas empezó a hacerme la vida imposible. Me insultaban, me rompían los apuntes, me tiraban del pelo. Intenté pedir ayuda, pero los profesores no podían estar siempre ahí. Y mis padres tenían sus propias preocupaciones, no le dieron demasiada importancia. Fueron dos años. Y sé que suena a excusa, todos hemos tenido adolescencias jodidas. Quizás yo soy más débil. Pero sentí físicamente como me replegaba dentro de mí. La soledad cada vez más profunda. No sabía como reaccionar. Estaba cubierta de hielo y las heridas no resbalaban, se incrustaban conmigo dentro del frío.

Me refugié en la lectura, en mundos de ficción donde los protagonistas eran fuertes, sabían como actuar y qué decir en cada momento. Llevaban otra vida. Me volví una romántica. No sé, cultura pop, aquella frase de El Cuervo: “Las casas se queman, las personas mueren, pero el amor verdadero es para siempre” Releía Cumbres Borrascosas, diseccionaba Dirty Dancing. Pero no me atrevía a acercarme a ningún chico. Estaba en el instituto y me sentía invisible. Quizás lo fuera. Empecé a vestir de negro, me dejé el pelo largo para que me cubriera la cara. Empecé a leer compulsivamente cualquier cosa relacionada con vampiros. Y escribía relatos sobre ellos, naufragaba en deseos de vivir como una sombra inmortal, transformarme en una niebla que se elevase por encima de todos. Sublimaba mi ansiedad sexual, porque todo el mito del vampirismo se basa en liturgias eróticas: el cuello, la sangre, la entrega. Había una parte de mi cerebro que me llamaba inmadura. Pero me sentía feliz.

Fue divertido. Pero al final la Nada me consumió. No quería, no podía darle un nombre a la Emperatriz. Porque la magia no existía. Y sentía que para avanzar tenía que mutilar esa parte de mí. Y así lo hice.

Llegó la universidad. El sexo. Oh, sí. Al final abrirse de piernas resultó sencillo. Sencillo. Sencillo.

Pero hay algo que echo de menos, que solo he sentido parcialmente. Follar es genial. Maravilloso. Pero follar con quien amas y ser correspondida debe de ser el éxtasis. Porque no es solo la poesía de una voz en tu oído. No es convertir un ejercicio gimnástico en algo trascendente. Tampoco es dejarte llevar por la química fastuosa de tu cerebro. Ni un sentimiento de propiedad. Ni la Naturaleza reclamando su legado. Tampoco es buscar el desasimiento, la entrega brutal, la piel desgarrada. Tampoco es rozar un cuello lleno de empatía y pensar que su olor es el mejor perfume que existe. No. Es todo eso a la vez, multiplicado por mil. Estoy segura. Es la única fe que conservo. Algo que todavía no he vivido. Algo que todavía estoy buscando.

Fin capítulo 29.

Where the Wild Roses Grow (feat. Kylie Minogue) by Nick Cave & The Bad Seeds on Grooveshark

miércoles, 8 de mayo de 2013

Capítulo 28 – Dead Woman (Alicia)

Mientras espero en uno de los sillones del banco a que las pantallas me indiquen dónde ir observo al resto de personas que esperan: ancianos impacientes que se mantienen en pie, demasiado cerca de la persona a que están atendiendo, como si de esa forma fueran a terminar antes. Al final uno de ellos se sienta en un sillón bajo la mirada furiosa de una mujer a la que no solucionan un problema. Gente que resopla, no está la cosa para llegar tarde al trabajo por culpa de estos inútiles. B017, ya sólo faltan dos, pienso, mientras susurro B019, B019, como si así me fuesen a llamar más rápido. A002… Mierda, con esto no había contado, pueden haber cincuenta personas delante y nunca lo sabrías, supongo que por eso lo hacen.

Un hombre pasa por al lado de un cartel que anuncia que “regalan” una cafetera si ingresas a mil años treinta mil euros. El cartel es una gran taza de cartón. Al pasar el hombre desmonta sin querer con el codo el asa de la taza, que cae al suelo planeando silenciosa. La mira sorprendido y de una certera patada la manda debajo de los sillones mientras esboza una mueca parecida a una sonrisa iracunda. Supongo que todos necesitamos pequeños triunfos, imaginar al trabajador del banco buscando el asa bajo el sillón. Pequeños triunfos inútiles, de eso vivimos.

Salgo a la calle, camino por aceras cubiertas de cuerpos, cadáveres que piden limosna sin saber que ya están muertos. Tal vez ya lo estamos todos.

María me ha llamado. Ha venido a Madrid a hablar con Ana y quiere verme. Camino sin prisa hacia la cafetería en la que hemos quedado. Me gusta caminar a esa hora en la que todo parece posible, en la que el aire fresco y los barrenderos se afanan por hacer que la ciudad resucite. Al pasar al lado de un contenedor de escombros veo un cuerpo desnudo, restos de la estatua que había en la entrada de un club cercano. Lo estarán reformando, pienso. Estuve hace tiempo por un caso. Era uno de esos clubs que parecen haber estado siempre ahí, en los que el tiempo se ha detenido. Cuando se abría la puerta se respiraba oscuridad y sordidez. Terciopelo rojo ajado en los sillones, lámparas rojas, el resto pintado de negro. Mujeres un tanto decrépitas en la barra, sentadas en taburetes viendo cómo se les pasa la vida entre un polvo y otro…

Sí, necesitaba renovarse. Al pasar por la puerta veo que están montando las estanterías de una franquicia de una perfumería. Sonrío al ver las paredes pintadas de rojo con sombras de flores en negro, impidiéndole desprenderse del todo de su antigua personalidad. Joder, hasta a las putas les ha afectado la crisis…

María me recibe con la mirada triste. Algo no va bien.
María: Ayer vi a Ana. Llamó a mis padres para tranquilizarles. Alicia, les llamó a ellos…
Alicia: ¿No habló primero contigo? Que extraño, siempre ha recurrido a ti, nunca a ellos. (Pausa) ¿De qué habéis hablado, te ha aclarado algo?
María: Estaba muy calmada, displicente incluso, como si hablar de ello fuera una molestia innecesaria. Me ha asegurado que ha sido todo un malentendido, que la última vez que vio a Peter fue en Londres. Alicia… es mentira. Conoces la relación que tenemos, somos hermanas, pero también hemos sido amigas, confidentes, ha cambiado mucho en estos ocho meses pero aún sé cuando miente. Lo hizo ella. Sé que lo hizo.
Alicia: (Bajando la voz) ¿Vas a hablar con la policía?
María: Es mi hermana, no puedo. Y en cuanto a Peter… es difícil decir esto en voz alta, pero viste su ficha policía: era un monstruo, ha salvado a otras mujeres de pasar por ese infierno. Pero ya no la conozco, no sé de qué es capaz, ¿podrías seguirla durante un tiempo, investigar en qué está metida?
Alicia: María…
María: Lo sé, ¿crees que no me cuesta pedírtelo? Mis padres ni siquiera se han percatado, han vuelto a Valencia ajenos a todo, satisfechos por el deber cumplido. Pero… ¿te acuerdas de aquél cuento que te inventaste cuándo éramos pequeñas? Ella estaba obsesionada y te hacía contárselo una y otra vez. Joder Alicia, es Ana, nuestra Ana. Algo le ha sucedido. Ayúdanos.
Alicia: (Pausa) De acuerdo. 

Fin capítulo 28.

Dead Man, Acoustic Theme by Neil Young on Grooveshark

lunes, 6 de mayo de 2013

Capítulo 27 – La Fiesta (Mario)

Aún no he terminado de vestirme cuando Alicia llega a mi casa. Le invito a que suba y le sirvo una copa de vino. Lleva una chaqueta de algodón negro con hebillas frontales y lazada. Hago un gesto. Con un suspiro entreabre la tela: está exultante, top imitando un corsé negro, falda escasísima, botas altas, esposas a modo de cinturón. Yo no me he molestado demasiado, pantalón de cuero, camisa negra de escarola… lo importante es el collar con cadena que llevo en el cuello y que marca mi condición de sumiso. Tengo sentimientos encontrados, pero es la mejor forma de pasar inadvertido.

Alicia: Estoy nerviosa…
Mario: No te preocupes, no esperes ver parejas follando, fisting, lluvia dorada... Todo es mucho más elegante, como un local normal pero con más de un cuarto oscuro. Quédate arriba, en la zona de baile, yo me encargaré de bajar abajo, a la mazmorra.
Alicia: ¿Mazmorra? (suspiro) Prefiero no conocer más detalles. Cojamos un taxi, no quiero estar con esta ropa en la calle más tiempo del necesario.

Una lástima, está tremendamente atractiva. Miguel es un hombre con suerte. Cogemos ese taxi. Nada más llegar vemos a Natalia en la puerta. Está vibrante, una autentica dominatrix. Todavía ejerce influencia sobre mí, no creo que eso desaparezca nunca. Nos da unos pases y entramos. Deciden ir juntas y buscar algún conocido de Ana en la planta de arriba.

Miro a mí alrededor y sonrío, quizás sean reminiscencias de mi etapa gótica adolescente pero me encanta la estética BDSM, resulta perturbador ver a tantas mujeres desbrozando su rol de sumisión o dominación con unas botas altas, un uniforme, llevando solo ropa interior por exigencia de su Amo. Imagino el sonido del azote, como se humedecen ante el dolor posesivo de la fusta o el látigo pequeño recorriendo su cuerpo, azotando piernas, pechos, sexo, consiguiendo que lleguen al orgasmo sólo con eso. Esa clase de poder me fascina.

Suspiro. Concéntrate. Bajo las escaleras, voy a la zona de juegos, al jardín de tortura como les gusta llamarlo aquí. Abro la puerta que da al interior. Sí… ese olor a cuero, sudor, sexo, almizcle, lo echaba de menos. Es pronto pero ya hay varios grupos divirtiéndose, esclavas cedidas a otros Amos, la cera caliente cayendo sobre sus cuerpos, sus pezones atrapados por unas pinzas con cadena. Avanzo lentamente contaminando la mirada, enfebrecido, queriendo unirme. Alicia me manda un whatsApp escandalizada: arriba están haciendo una subasta con varias chicas. Le respondo que es un juego normal, ellas también disfrutan, todo está consensuado. Me responde con un emoticón de perplejidad.

Una joven Domina me mira con arrogancia mientras practica trampling con su sumiso, clavándole sus tacones rojos en la entrepierna y el estómago. Un juego intenso. Supongo que estar rodeado de este atrezzo de cruces de San Andrés, jaulas y látigos provoca que resulte más fácil dejarte llevar. Al fondo dos dominantes someten a su desnuda sumisa. Antes la han exhibido por todo el local con un cepo en el cuello y las manos. Dejan su culo expuesto sobre una especie de potro moderno o silla de spanking y empiezan a azotarla con fuerza. Pequeños gritos. Piel encarnada.

El pitido del móvil me saca del sopor: Alicia ha encontrado a Ana. Subo lo más rápido que puedo. Cuando llego han apagado las luces, en un pequeño escenario están cubriendo con cuerdas y nudos a una chica: van a alzarla, una performance de bondage de suspensión. Las cuerdas son de algodón, teñidas de un rojo agrio. Hace juego con la pintura que cubre su cuerpo, cicatrices, lágrimas de sangre que recorren su cara, sus pechos y se pierden entre los muslos. Reconozco a la mujer: Ana.

Alicia se pone a mi lado, de momento no podemos hacer nada. Terminan los nudos: profesionales, clásica posición hogtied, aseguran la cintura y el torso con manos y pies y la alzan desde un solo punto. Poleas. Música de fondo, ¿Carmina Burana? Flashes. Sube un metro, dos… Se alza por encima de todos nosotros, el pelo cubriéndole la cara, las manos a la espalda, las piernas formando un ángulo recto, su cuerpo convertido en arte. La música in crescendo, gira en el aire y se pone boca abajo. Abre los ojos y me mira fijamente, a mí, como si fuera consiente de mi presencia desde que entré en la sala. Sonríe. La música nos cabalga. Su cuerpo sigue girando. Hay varios focos iluminándola. Estamos todos extasiados. Hasta Alicia está impactada por la belleza del momento. De pronto la música se agrieta, los focos se apagan, sólo queda uno a ras de suelo golpeándola con una intensa luz roja, iluminando el maquillaje visceral de su rostro mientras gira cada vez más deprisa. Pasan unos segundos y va poco a poco apagándose. Fin. Murmullos. Alicia intenta acercarse al escenario. Se encienden las luces de improviso cegándonos: no hay nadie en el escenario. Es imposible, no hay ninguna salida, ni siquiera una ventana. La gente sale de su aturdimiento y empieza a aplaudir.

Alicia: Joder, ¿dónde está?

Natalia habla con el responsable de la fiesta. Se muestra hermético: Ana le envió unos vídeos con la performance para participar. Aparte de eso no sabe nada de ella. Es como un fantasma de la red que aparece en cualquier evento europeo, participa y luego desaparece. Alicia está desquiciada. Justo cuando empieza a subir el tono de la conversación recibe una llamada de Miguel.

Alicia: No es un buen momento, Ana ha estado aquí y nadie quiere ayudarnos…
Miguel: No importa. Acabo de hablar con la policía: han retirado los cargos. Ana se presentó esta mañana en comisaria y tiene una coartada solida. Habló desde allí con sus padres, locuaz y alegre al parecer. Estamos fuera. Ya no hay caso. 

Fin capítulo 27.

II. Fortune plango vulnera (Fortuna Imperatrix Mundi) by Carmina Burana on Grooveshark

domingo, 5 de mayo de 2013

Capítulo 26 – Falda Airada (Mario)

No sé por qué le he dicho eso a Alicia, realmente nunca me he movido mucho en ese ambiente, yo solo quería estar con Natalia, lo demás no me importaba. Nunca iba con ella a fiestas, la esperaba en casa y poco más. Ella me lo permitía, era condescendiente, supongo que sabía que no era realmente sumiso, solo dependiente. En aquella época estaba totalmente perdido, necesitaba un ancla, alguien que tomase las decisiones por mí. Y Natalia me ayudó mucho. Mucho.

Busco algo de ropa en el armario, cuero, látex, atrezzo. Supongo que si Alicia viste como le he insinuado no tendremos problemas en entrar. Tanteo el estante de arriba. Kirk maúlla. Es un aviso, ese cabrón de ojos verdes en el fondo me aprecia. Pero necesito mirar en ese estante, ahí guardo todo eso. Saco un par de mantas, las dejo en el suelo y vuelvo a subirme a la silla. Sonrío al ver la cámara de vídeo, no lo recordaba, y también una bolsa llena de esas pequeñas cintas mini dv tan farragosas de pasar a dvd... Me siento tentado de sacarla y conectarla al televisor. Ver ese viaje a Ferrol que hice hace cinco años, cuando tenía planes y parecía que el tiempo no era un enemigo tan voraz.

Kirk vuelve a maullar, ronronea a mis pies, me mira estático. Ah, claro: al fondo está la caja de fetiches, llena de postales, cartas, billetes de avión, entradas de cine, conciertos, teatro; las cartas de Alba: tinta azul sobre papel rojo, hablando sobre el amor y el futuro. Y también alguna mía, devuelta ya sin mérito. Trémula mano tanteando el pasado. Cojo una postal, la imagen corresponde a la Ciudadela de Barcelona, detrás hay escrito algo con mi letra ruinosa:

Querida Laura:
Empezó a llover. La gente corría a sus casas y me quedé solo, extrañamente feliz.
Siempre estás conmigo.
Tuyo, M.

Enamorarte agudiza tus sentidos, el mundo se transforma en algo más bello y complejo, las cosas prosaicas se vuelven íntimas, alargas la mano, apartas el mechón rebelde que tapa sus ojos celestes, sonríes al silencio.

Ana… No se lo he dicho a Alicia pero recibo páginas de su diario, acrósticos, la fecha tachada. Tiene una letra bonita, ligeramente inclinada a la derecha. Es otra mujer de puntos suspensivos. Me fascina. Pero no quiero ir a esa fiesta. Quiero olvidarme de todo, buscar trabajo, pagar el alquiler, comprar otra botella de vino. No quiero complicaciones. Luego solo quedan estos fetiches, estas postales, muescas en el tiempo, la saudade, esa palabra que significa soledad, melancolía, nostalgia por la distancia que te separa de algo amado, algo cuya añoranza nunca vas a poder resolver. Solo queda la falda airada, el golpe de viento, la estela blanca en el cielo, la sombra desnuda en las sabanas, el salitre manchando las mejillas, el otoño, los alisios, billetes de vuelta a portales con sabor a Satie y Pessoa. El universo no conspira: bosteza hostil ante tus ilusiones.

Me quedo un rato mirando la postal. Un rato largo. Luego me levanto y voy a la cocina. La meto dentro de la lavadora. La enciendo y me veo girar ahí dentro. Girar y girar. Desintegrarme.

Fin capítulo 26.

Meaning by Cascadeur on Grooveshark

Capítulo 25 – Petricor (Ana)

Extracto del diario

Retuerces mi alma llena de costuras, sodomizas con tu sonrisa los extramuros del tiempo
El vértigo, como una vieja enredadera, lamiendo cada centímetro de piel
Corazón arqueándose con mutilada belleza, sombras chinescas, orgasmo esquizoide
Usas tu lengua, lluvia de gasolina sobre la balaustrada del viejo dolor, precipicio del sexo
El deseo efímero es una granada de mano, ¿nos follamos el abismo en un último gesto de canibalismo?
Recorre el secreto del cuervo, abre mis cicatrices y déjalas gotear sobre tus ojos cerrados
Dulce profeta del fracaso y la locura, ¿acaso eres tú el protagonista de cuentos y pesadillas?
Acaricia entonces a tu muñeca de nieve y ceniza, escalón de carne cosificada
Mira las ulceras de mis dedos, penetra, rompe con fuerza el poema de mi carne, ahórcame con tus dados trucados
Elígeme. Soy tuya. Tu flor de saliva y dolor. Haz que el mundo explote entre mis piernas. Mátame.

Fin Capítulo 25.

Merry Christmas Mr. Lawrence by Alva Noto + Ryuichi Sakamoto on Grooveshark

sábado, 4 de mayo de 2013

Capítulo 24 - Las vías del tren (Miguel)

Miguel creció en una pequeña ciudad del extrarradio. Su infancia fue normal, relativamente feliz. Pero siempre le faltó algo, siempre esa leve sensación de vacío. Puedes vivir con gente que te quiere y no sentirte querido.

Le atraían las vías del tren. Al principio sólo se sentaba a observar cómo se alejaban los trenes, soñando con huir. Los imaginaba poblados de vidas vividas. Nunca había subido en tren, así que los pensaba antiguos, con bancos de madera y literas donde dormitar.

Poco a poco se fue acercando. Le gustaba el riesgo de sentir el viento azotándole la cara con el paso veloz de los vagones, sentir las vibraciones en el suelo, primero en los pies, después estremeciéndole por dentro. Le gustaba el riesgo de ver acercarse los trenes mientras cruzaba las vías, sentir cómo el corazón se aceleraba.

Sentir. Eso era todo. Quería sentir algo, un poco de eso que contaban los demás. Sentirse vivo.

Su madre, católica convencida le hablaba de la alegría de vivir, de creer. Él sólo veía sufrimiento, tristeza.

¿Crees que es justo?, le preguntaba constantemente cuando veía a la gente sufrir. Y ella contestaba que había que aceptar el sufrimiento, que Dios tiene métodos que no entendemos, que los hombres provocan todo ese sufrimiento. Había que asumirlo y confiar, verlo como pruebas a superar. Dios aprieta pero no ahoga, decía.

Pero él veía cómo se ahogaba su vecina cada vez que tenía que llamar desesperada a la policía porque a su hijo drogadicto se le iba la mano en pleno mono. Era muy buen chico, repetía, era muy buen chico.

O escuchaba cómo se ahogaba el señor Pepe, el vecino del quinto, buen hombre, creyente, siempre amable, ahogado ahora en el cáncer que se aferraba a sus pulmones. Me muero, le dijo un día sin lágrimas en los ojos. Ni un puto cigarro en mi vida. Siempre me he cuidado, he hecho todo lo que se supone que debía hacer. He sido recto, buen cristiano. Pero me muero sin ver crecer a mis hijas, sin saber si serán felices, sin llevarlas del brazo a la iglesia cuando se casen. Después recuperó la compostura y volvió a su papel de hombre dócil.

Miguel no encontraba sentido a nada. Sólo cuando la adrenalina inundaba su cuerpo pensaba con claridad, y todo encontraba su lugar.

Mientras, su padre dormitaba en el sillón, de vuelta de la fábrica donde quemaba sus días.

Tenía que haber algo más. Aquello no podía ser todo.

Creció, se metió en algún lío. Buscó adrenalina en lugares poco adecuados. Buscó que alguien decidiese, que alguien le guiase. Al final descubrió que el sexo le proporcionaba la adrenalina que en otro tiempo conseguía cruzando vías. Pero era algo demasiado fugaz. Conseguir conquistar a alguien, sexo, fin.

Veía a la gente enamorarse, cometer locuras por aquello que sentían y les envidiaba. Pero no era capaz de sentir nada parecido. El interés no duraba más allá del orgasmo. Sexo, sólo eso, después nada, la nada absoluta. Después sólo ganas de ducharse y alejarse, buscar otro cuerpo, sentirse vivo otro segundo.

Entonces conoció a Alicia. Ella buscaba a alguien, le dijo. Él era una de sus pistas. Había compartido diez minutos en un baño con aquella desconocida a la que ahora buscaban, no sabía nada más de ella. No le importaba. Pero cuando Alicia preguntó hubiese querido saber cada detalle de la vida de aquella desconocida del baño, sólo para poder seguir hablando con Alicia.

Toma mi teléfono, le dijo, por si recuerdas algo. Y la vio alejarse.

A los dos días la llamó, fingiendo interés por aquella chica… ¿Marta? Creía que ese era el nombre que había usado Alicia.

Alicia parecía siempre segura, pero en el fondo de sus ojos vivía una niña asustada, él la había visto. Sentía ganas de protegerla, de abrazarla. ¿Cómo puedes estar haciendo tanto el tonto?, se preguntaba. Debe ser esto lo que sienten los demás, sí, debe ser esto.

Había recordado algo, le dijo. Cuando quedaron a tomar un café le explicó que Marta había recibido una llamada, y se había subido los vaqueros con prisa, torpe de repente, con cara de asustada. Le había escuchado llamarle. ¿Javier? Sí, ese era el nombre. Lo recordaba bien, era el nombre de su hermano. ¿Cuánto hace que no le llamo?, pensó de repente.

Recordaba todo desde el principio, pero sabía que necesitaría una excusa para ese café.

Se ofreció a echarle una mano. Conozco el infierno, le dijo. Y Alicia recordó la pequeña Taberna del Infierno, el lugar al que solía ir con su amiga María, y sonrió. No la imaginaba sonriendo. Pero se descubrió pensando cómo volver a hacerla sonreír. Era todo absurdo, pensaba.

Conocía a la peor gente de Madrid, o a la mejor, según se mire. Así que Alicia aceptó la ayuda. Era su primer caso allí y necesitaba alguien que la guiase.

Trabajaron juntos. Sólo eso. Ella nunca pareció ver a Miguel de otra forma. Una caña después de un día duro, un tequila si había sido jodido de verdad. Nada más.

Y luego tuvo que buscar a Hugo. Nunca le contó qué le unía a ese chico perdido, pero sabía que aquel caso era especial. Cuando apareció descalza aquella mañana, con olor a vertedero y cara de haberse perdido para siempre, supo que aquello lo cambiaría todo. La cuidó. Nunca la había visto desnuda. Pero aquella no era la forma, no lo era. La duchó, acarició con cariño su cuerpo hasta que empezó a dejar de temblar bajo el agua. La secó, la vistió, y la abrazó hasta que se durmió, y después. Cuando despertó, Alicia había desaparecido. No supo nada más de ella. Su número de móvil ya no existía. Podría haberla buscado, pero no tenía sentido, ella se había ido, sin dejar una nota. ¿Para qué buscarla? 

Miguel volvió a su búsqueda de la felicidad en las bragas de desconocidas que no le importaban, que ya no le hacían sentir ni la mitad de lo que sentía antes. Pero algo era algo. Sentirse vivo. No echarla de menos. Se mentía pensando que lo había conseguido, hasta que escuchó su voz al otro lado del teléfono y su vida convulsionó.

Fin Capítulo 24.

De las dudas infinitas by Supersubmarina on Grooveshark

viernes, 3 de mayo de 2013

Capítulo 23 - Acróstico (Ana)

Extracto del diario.

Arrugas en la pared por el terremoto de emociones
Y descubres que lo que creías libertad sólo era codicia
Unos ojos desnudos de muebles, carámbanos de hielo en el cerebro
Dame el dolor de la carótida masacrada de ingenuidad
Alacena tatuada, el silencio nos da la espalda
Masturbándose las alas
Escote de nube anoréxica, compartimos un cigarro para evitar la caricia

Arlequín de guiño bipolar, figuras de tiza, cuervos graznando

Voraz ajenjo, luna de papel, halita de niebla
Observo como las mariposas juegan a construir aeropuertos entre las pavesas
La sangre brotando de la llaga del sexo, inundándolo todo
Absenta macerando la bayoneta de tu recuerdo
Ryuichi Sakamoto y peonías. Plath me invita a galletas. Prefiero seguir escuchando el piano.

Fin capítulo 23.

Divenire, for piano~Primavera by Ludovico Einaudi on Grooveshark

miércoles, 1 de mayo de 2013

Capítulo 22 – Mariposas y Pezones (Alicia)

Después de estar varias horas hablando con Natalia y Mario no hemos conseguido llegar a ninguna conclusión. Me duele la cabeza de pensar en ello, es como un puzzle al que le faltan demasiadas piezas y resulta ya imposible completar.

Por un lado tenemos a la Ana que yo conozco, una chica tímida, callada, tal vez algo excéntrica, muy discreta con sus relaciones. La misma imagen apocada que tienen sus padres, la misma mujer que conoció Natalia en el hospital, y Mario aquel primer fin de semana.

Luego está la otra, la sospechosa de asesinato. La policía ha encontrado sus huellas en la habitación donde murió Peter, de hecho la vieron subir sola con total normalidad a esa misma habitación la tarde anterior. Peter fue encontrado desnudo, atado a la cama: había muerto asfixiado. ¿Fue un accidente, entró otra persona en la habitación? Aunque hubiera sido ella, ¿por qué no entregarse? Cualquier jurado se mostraría clemente una vez se conocieran los detalles del caso, desaparecer es contraproducente. Y ella no es estúpida. Y siguiendo esa línea de razonamiento, ¿por qué no ha contactado con sus padres? ¿Está retenida, secuestrada? No, tampoco resulta coherente, ayer paseaba con Mario por el centro de Madrid con total tranquilidad.

Y volviendo a eso, ¿por qué venir a su casa y drogarlo? ¿Había dejado algo importante escondido y necesitaba recuperarlo? Según Mario esa noche parecía una mujer totalmente distinta: la conversación, los gestos, la ropa, el maquillaje, la forma de moverse... Todo. Quizás la experiencia en Londres sacó a la luz un trastorno de identidad disociativo, la hizo desarrollar otra personalidad más agresiva que surge en momentos de estrés o miedo.

Lo que ninguno menciona -y es lo que más temo-, es que tal vez esta sea la verdadera Ana. Me siento frustrada, inútil. No tenemos ninguna pista.

Antes de irnos Natalia habla de una fiesta fetish que se va a celebrar este viernes en Madrid, cita ineludible para los amantes del BDSM porque es la única que se celebra en España. Ana siempre se ha relacionado por internet con mucha gente amante del fetichismo, si asistimos quizás podamos descubrir algo, encontrar a alguien que sepa algo de ella. Mario se ofrece a ir conmigo pero me advierte con una sonrisa que hay un estricto código de vestuario: corsés, látex, uniformes… maldita sea, esta vez los tacones no van a ser suficiente.

Llegamos a casa de Miguel ya de noche. Estoy agotada. El dolor de cabeza se mantiene. Miguel hace un mohín pero no quiero cenar, solo quiero irme a la cama y acostarme. Nada más taparme con la manta –es un abril extraño- caigo dormida.

(…)

Me despierto asustada. No sé cuantas horas han pasado. Miguel está a mi lado, parece que he gritado en sueños y le he despertado. Le miro sin conseguir despojarme del todo de la pesadilla. A veces son tan reales... despierto sintiendo todavía el temblor bajo mis pies, los golpes de los cascotes, el cuchillo frio en mi garganta. Le abrazo. Siento su respiración agitada, su corazón latiendo cada vez más deprisa. Le miro. Hay tanta ternura en sus ojos... No estoy acostumbrada. Algo se remueve en mi interior. Ignoro a mi parte racional gritando que es una pésima idea y me dejo llevar. Le beso. Un simple roce.

Pero mi cuerpo reacciona ansioso: necesito más, hace demasiado tiempo que no noto un cuerpo estremeciéndose entre mis brazos, el calor inundándolo todo. Le vuelvo a besar, esta vez apasionadamente, le muerdo el labio, nuestras lenguas inician un baile frenético. Noto su peso encima de mí, rodeo su cintura con mis piernas desnudas. Me quita la camiseta y empieza a acariciarme, miles de terminaciones nerviosas despiertan como faros de luna en la tormenta. Han estado dormidas toda una vida. Cuando se acerca a mis pezones siento que voy a morir, que podría morir justo en ese instante. Entonces se detiene. No pares, suplico. Le miro mientras sonríe. Supongo que tener cierto poder a estas alturas le excita. Pellizca mis pezones con su aliento mientras me acaricia con la mano el arco que ha formado mi espalda, puente perfecto para dejarse llevar y caer. Su mano sigue bajando y me arranca febrilmente las bragas, sus dedos se pierden dentro de mí…

Miguel: (Sonríe) Estas inundada…

Desliza sus dedos clitorianos y los saca brillantes, los chupa, los vuelve a deslizar y me los da a probar. Me besa, y el sabor un poco salado se mezcla con nuestra saliva. Joder, me excita tanto sentir mi propio sabor… Sigue mordiéndome los pezones y las heridas desaparecen, las cicatrices se difuminan, el pasado es un vago recuerdo que se desvanece arrastrado por nuestro sudor. Todo vuelve a cobrar sentido.

Su lengua entra en mí, el clítoris se hincha alrededor de sus dedos, dedos largos que me penetran junto a su lengua como si fueran raíces buscando agua. El escenario alzándose sobre el mundo, altar hedonista de carne, mi orgasmo naciendo y muriendo en tu boca, llegando media vida tarde a su primera cita con él.

Sube y me lame el cuello, se entretiene en los lóbulos de las orejas. Le muerdo en el hombro derecho y se acerca aun más. Sin quitarse los pantalones empieza a empujar, el roce de su polla dura a través de la tela me excita. Me hace esperar, hasta que ansiosa suplico. Quítate los pantalones, susurro. Se los quita y me penetra. Noto un latigazo que va desde la nuca hasta el punto que nos une, mis contracciones abrazan su polla hasta que somos casi uno. Sigue follándome, no pares. Dime que me quieres -casi ordena-, aunque sea mentira. Te quiero. Me sorprendo a mi misma convencida de que es cierto, de que en ese jodido instante perfecto le amo. El aire vibra con destellos de riesgo, me puebla, busca un hogar en mi coño y yo me arqueo totalmente a su pasión.

Se gira y me deja cabalgarle, que marque el ritmo. Me lo tomo con calma, quiero disfrutarlo, me siento ligera, alegre, poderosa, maravillada por el momento. Empiezo a acariciar la base de su polla con movimientos circulares. Noto como se estremece dentro de mí. Quiero tener un orgasmo lento y largo. Cuando llega acelero, mi espalda se curva, mi pelo acaricia sus hombros. Le suplico que me folle toda la vida, que practiquemos hasta que mi cuerpo sea el mapa que le guie, hasta que ame cada una de mis imperfecciones. Entonces me agarra las caderas, se aferra firme a mi culo, y ya no hay ni un milímetro que separe nuestros cuerpos, ya no caben ni las palabras, así que me las susurra al oído volviéndome loca. Nuestra carne humea incandescente, se funde en un perfecto y jodido milagro, en un puto guiño a los dioses paganos, como una bomba atómica explotando en el desierto, como un bucle de infinita obscenidad. Miles de descargas recorren mis piernas, no puedo mantenerme erguida.

Entonces sale completamente, me pone de espaldas, tumbada en la cama, agarra mis caderas y las eleva. Quedo a cuatro patas. Me penetra sin preliminares. Dolor. No. Placer. Y dolor. Me gusta ese dolor. Mis pechos asfixiados entre mi cuerpo y el colchón. Mi culo es suyo, le suplico que lo posea, que me lo folle con violencia. La saca y me la vuelve a meter sin avisar. Pego un pequeño grito y aprovecha para meterme los dedos en la boca. Juega con mi lengua, me penetra con ellos... los saboreo como si practicase una felación.

Sigue entrando y casi saliendo de mi cuerpo. Joder, me gusta demasiado. Gimo cada vez más fuerte. Eso le excita, mantiene el ritmo, follándome rápido y duro. Joder, me corro... Aumenta la fuerza de las embestidas, mis codos ceden en pleno orgasmo, mi cara se aplasta contra la almohada. Observo su mano ante mis ojos, el anillo en el pulgar. Me mete los dedos de nuevo en la boca. Chupo, muerdo. Escucho cómo cambia su respiración. Saca los dedos y me pellizca los pezones. Joder. Si me pellizcas los pezones seré tuya para siempre, gimo. Me besa el cuello, me mordisquea. Tengo otro orgasmo brutal, largo, dulce, de un placer desinhibido. Él también se corre, como si fuera un poema, un enorme océano de amor derrumbando sus olas sobre mí, llenándome de espuma mientras susurra “te quiero”. Se echa a un lado y me abraza.
Miguel: Ya las amo.
Alicia: ¿El qué?
Miguel: Tus imperfecciones…
Cierro los ojos, acaricio su pecho. Soy feliz.

Cuando despierto no está. Me levanto nerviosa. Joder, no se ha podido marchar, él no. Le encuentro en la cocina preparando café. No se gira a mirarme cuando entro.
Alicia: ¿Me evitas?
Miguel: Ahora es cuando desapareces, Alicia. 
Alicia: No, ahora es cuando desapareces tú.
Miguel: (Girándose y mirándome a los ojos) Yo no pienso ir a ningún sitio.

Fin Capítulo 22.

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