La identidad del vecino del cuarto es revelada, se llama
Rorschach, tiene problemas psiquiátricos y su medicación es totalmente
incompatible con el alcohol, lo que al final le hace mejor persona y mucho más
interesante que el 99% de la raza humana. Pero también tiene enemigos
naturales. Todo el mundo, recordemos, tiene su némesis. Si os apasionan los
comics –asumo que no, sois gente adulta con una vida real-, os serán conocidos personaje
como El Doctor Muerte, Lex Luthor, Magneto, Joker, Apocalipsis, Kang, Duende
Verde, Dientes De Sable. Concedo que son nombres ridículos. Más entrañables, Los
Daleks o Moriarty. Pero volviendo a la realidad, a veces aparece algún capullo
que siempre te lastra a un segundo puesto que te llena de bilis la garganta. A
veces es un amigo, otras un hermano, o un compañero de. En cualquier caso, en
esta sociedad presuntamente civilizada, suelen servir para templar nuestro carácter
y nuestra retórica.
Pero divago, lo que quería decir es que Rorschach tiene
como némesis al Parlamento De Conejos
Parlanchines. Son gigantes, de aspecto humanoide. Ha sido una guerra larga y cruel, con bajas y cicatrices en
ambos lados, pero ahora se ha establecido una especie de tregua y los tres
conejos supervivientes han colonizado una de las habitaciones de la zona sur.
Conejo A: Tiene que morir, hay que llegar hasta el final,
vengar a todos nuestros compañeros muertos. Miradle ahí, bebiendo, como si
fuera un reto mantenerse ebrio la mayor parte del tiempo, entendiendo mal las biografías
de sus escritores favoritos, corriendo alrededor de su campo de minas personal.
En serio, es un acto de piedad acabar con su vida.
Conejo B: Te metes demasiado en tu personaje, eres un
simple replicante con recuerdos implantados, solo somos productos de su
imaginación, un deliriums tremens literario. No tiene ningún sentido que queramos
formular decisiones, al final haremos lo que él nos indique. Solo existes si
existe tu libertad. Prefiero observar en silencio, el quietismo, no quiero
hacerle el trabajo sucio, sería ponérselo demasiado fácil.
Conejo A: No digas idioteces, ¿la sangre de tus compañeros
caídos no significa nada para ti, todo lo reduces a una simple cuestión
filosófica?, Esto es una guerra. O estás conmigo o contra mí, veremos donde
queda tu retórica cuando termine esta tregua estúpida y acabes en el horno con
una manzana en la boca.
Conejo B: Tú simbolizas su parte paranoide, mi
participación es más racional. Posiblemente sea un truco, una forma de alargar
el párrafo creando un conflicto, mientras piensa en segundo plano como cojones
seguir.
La conejita C -podríamos llamarla de momento Inés-, observa desde lejos la conversación. A pesar
de sus dientes y esas largas orejas que le llegan a la altura de las mejillas tiene
la belleza de un dibujo animado. Se maquilla, usa falda y suele hacerse la
encontradiza con Rorschach. Tiene sueños eróticos con él, y no le importaría traicionar
a sus dos compañeros si con ello pudiera violarle repetidamente durante semanas.
No le asusta el posible resultado de esa unión de especies y a despecho de la
imaginería de Cronenberg, cree que sus hijos conquistarían el mundo.
Rorschach se muestra ajeno a ese drama. Tiene el aspecto
de Jack Torrance delante de la pantalla. Está solo, su amigo del sur, Sansara,
ha caído en combate, no está acostumbrado a ese nivel de alcoholismo. Envejecer
es asumir las consecuencias de querer tocar fondo, pero no hay manera de sublimar esa decadencia con esos
conejos, inspirados en Donnie Darko, haciendo tanto ruido. Son las cuatro de la
mañana. Malditos. Pero enfrentarse a sus propias criaturas tiene muchos
peligros, ha visto Re-Animator, las tres partes, y sabe cómo suele terminar
todo.
De pronto aparece una bandera en forma de zanahoria
blanca. Los tres conejos se acercan a Rorschach.
Conejo B: Querido Shalafi, dejando aparte que no se estés
cumpliendo nuestras prerrogativas, como el hecho de que traigas gente a nuestro
sancta sanctórum sin consultarlo previamente, tenemos un problema añadido: ha
aparecido un fantasma en la habitación contigua y nos está jodiendo.
Rorschach: Está bien, maldita sea, no hay nada peor que
ser vuestro casero. Espero que no sea el fantasma de alguno de mis abuelos o,
peor aún, el del psicópata que ocupo esta casa hace años.
Los cuatro llegan a la habitación. Al entrar,
efectivamente, hay una mujer joven traslucida quejándose amargamente. Rorschach
la pide explicaciones.
Fantasma sollozando: Soy el fantasma que representa a
todas las mujeres que mueren vírgenes habiendo cumplido la mayoría de edad.
Rorschach: ¡Imposible! ¡Pensaba que el himen era un mito
en España desde hace décadas!
Fantasma: Desgraciadamente se dan casos: traumas,
religión, estupidez. Sea cual sea el problema, el himen nos impide salir del
purgatorio, es una especie de ancla en este plano astral. Hemos pedido ayuda a los
eternos, pero suelen ser impotentes o sus filias no incluyen penetración, solo coprofagia
y su propia sodomización con objetos punzantes. Pero por fin te hemos
encontrado, tu pene es como el campanario de Regreso al futuro, una especie de catalizador, de punto de energía
que existe en todo el multiverso capaz de follar con fantasmas y creaciones incorpóreas
de tu mente.
Rorschach: Joder, mi suerte está
cambiando. ¡Y ni siquiera será necesario utilizar condón!
En ese momento la conejita Inés, provista de un bagaje de
información que incluye las películas de Los
Cazafantasmas y El Exorcista, en
un acto irreflexivo de furia y celos empieza a arrojarle cocteles molotov de
agua bendita y shuriken de ostias sagradas. Hay una confusión en su ideario,
pero el fantasma desaparece quitando a Rorschach la oportunidad de tener sexo
por primera vez este año.
Antes de que Rorschach empiece a maldecir y amenazar con racionar
las zanahorias con forma de pene, vuelven los problemas. Desde la habitación de
la zona sudeste una expedición de ardillas zombies se acerca al salón. Es una
colonia bastante peligrosa, solo necesitan morder a su víctima o arrojarse como
kamikazes japoneses para propagar su enfermedad zombi por el mundo. Se necesita
un héroe con el poster de Ash y su sierra mecánica en la pared, alguien que no
le importe sacrificar su existencia para parar esa pandemia letal, alguien que quiera
dar un poco de tiempo y esperanza a la humanidad. Naturalmente Rorschach está
deseando que se larguen y acaben con todo de una vez, pero las putas ardillas
mutantes siguen sin querer salir a la calle, se quedan en su habitación viendo
la televisión y comiendo pistachos.
Al final, en un acto de paz y fraternidad, deciden
aprovechar la noche y ver una película en el salón todos juntos. Hay una breve discusión
pero al final se deciden por fragmentos de Fight
club, concretamente todas las escenas donde aparece Marla. Luego Tarantino
domina la pantalla con un duelo de katanas y el entrenamiento de Pai Mei. Todos
beben y beben, parecen una familia disfuncional pero feliz. Rorschach,
cometiendo un exceso, pone el final de The Empire Strikes Back, pero nadie se
queja. En un momento dado suena la banda sonora de Drive y, después de un baile
muy sensual, el fantasma y el conejo filósofo se van juntos a una habitación.
El conejo violento y las ardillas mutantes deciden ver la última de Rambo, con
esa empatía que nace de las ansias de apocalipsis.
A nuestro querido protagonista, Inés le resulta cada vez más
atractiva, quizás sea por culpa de la droga que la susodicha le ha echado en la
bebida. Recordad: una hembra enamorada es uno de los seres más peligrosos, sin
contar a dioses judeocristianos, de toda la existencia/literatura. Al final
acaban en la cama, todo resulta muy bonito, sórdido, mágico, surrealista, y
genuinamente enfermizo, culminando en un orgasmo particularmente intenso.
Y Rorschach, a pesar de todo su poder de cronista
demiurgo, no puede evitar pensar, mientras acaricia esas enormes orejas, que el
amor se presenta muchas veces con la forma más extraña y perfecta a la vez. Y
por primera vez en mucho tiempo, sonríe.
Que depresiva la última entrada. Los gusanos, como postulas de quietismo, resquebrajando mi cerebro en una hermosa metáfora. Como sentirte solo
a la cinco y media de la mañana mientras mis antebrazos eyaculan mediocridad
roja. Tres botellas de vino vacías, un elemento social extraño que grita entre
sueños entrecortados “No somos ordenadores” en la habitación contigua. Hay
profundidad en esa frase, pero el universo se resiste a tomar medidas.
La
sangre sigue salpicando el cemento de mi conciencia con un ritmo de tortura
incandescente. La música me hace el boca a boca, pero no hay luz al final del
túnel en esta mortaja de conciencia. Tampoco hay necesidad de ella. Acaricio mi
teléfono, pero en el fondo no quiero hablar. Es como mostrar una erección en
medio de un seppuku contagioso. Intentar encender un cigarrillo apestando a
gasolina. Éramos jóvenes y podíamos cometer errores, aunque solo fuera mera
animalidad agitando la batuta.
Sólo amar, robar el timón, matar las ratas que
roen tus entrañas. Y es verdad, cuando llevas bebiendo demasiado tiempo todo
pierde textura, no hay referencia ni punto de apoyo, los cortes de los
antebrazos –sí, es cierto- son un fidedigno almanaque de destrucción. Todo
vuelve al origen cuando mezclo mi sangre en la botella. La gente habla de
amor, pero prefiero pensar en el talento mientras Radiohead suena de fondo.
Morir es tan irreal como utilizar el blog como carta de suicidio. Sombras chinescas frente al teclado, una última copa alzándose mientras
la no-importancia reverbera delante de.
La madrugada se convierte en un cementerio de
elefantes buscando un párrafo en blanco donde morir, un estertor que busca la
mirada condescendiente de un público exasperado sin ganas de perdonar ¿Por qué morir?
¿Y la tectónica inversa? Porque vivir, amar, follar, existir, eyacular,
humedecer, idealizar, escribir, exponerse, drogarse, beber, amar a ese
imbécil que se corre en tu boca, irse a Londres, permanecer en Madrid, Granada,
Jaén, Barcelona, escuchar una canción deprimente en bucle, resistir,
masturbarse con algo que no existe, apagar el teléfono, hablar de Amélie,
follar sin condón, dar portazos, coquetear brutalmente cuando tienes novio, leer para mentir mejor, creerse especial cuando solo eres
una mota de polvo con el mismo simulacro de conciencia que una planta…
Mierda. Ya no hay más bebida. Todo acaba aquí,
de forma abrupta pero justificada. Mi problema siempre ha sido que no sé contar chistes. Y que la tengo excesivamente grande, claro.
Me llamo Casimiro
y he sobrevivido. Al menos la parte más importante y emotiva de mí anatomía: mi
pene. Todavía enhiesto, supurando pus y sangre por las últimas heridas,
maloliente e hinchado, pero deslumbrante con sus ocho centímetros de potencial
viril. Sólo quería vivir
una pequeña historia de amor. El anuncio podría resultar algo zafio, pero solo
pretendía dilucidar entre la superficie de mentes retrogradas alguna con ganas
de desvelar filias y cicatrices al unísono. Pero la tal Irene resultó un
fraude. De primeras se llamaba Primitiva, ¿quién cojones pone un nombre así a su
hija? ¿Era una crueldad, o quizás preveían un destino desagradable a ese feto
de meretriz y quisieron allanarle el camino eligiendo ya su nombre profesional?
Primitiva. Joder. Y luego no era una feladora vocacional, simplemente tenía
hambre. Tuve que matarla, naturalmente.
La música
aumentaba su volumen alzándose sobre nosotros, rápida, violenta, agresiva, obligándonos
a intercambiar fluidos con dolor, como auténticos cenobitas, a encharcarme con
la sangre de esa boca violada, a romper esos dientes afilados mientras anillaba
sus pezones con los míos, a penetrar sus oquedades, no las viejas, las nuevas
que abría con mi cuchillo en su costado, en sus mejillas. El dolor me volvía
loco -el ajeno y el propio-, el réquiem que sonaba en mi cabeza alcanzaba el
crescendo mientras intentaba lobotomizarla con mi polla, follarme literalmente
su masa encefálica. Estaba sumergido en estas ocupaciones cuando aporrearon la
puerta. Era la policía. Dos tipos duros, también sin cerebro, como es menester
para el cargo. Les dije que solo estábamos jugando, que podría bajar la música,
pero que tenía derecho a hacerla gritar todo lo que quisiera. Uno de ellos, en
un gesto reflejo, tocó ligeramente la culata de su pistola y me sonrió. Sí, es
genial vivir en un estado fascista, la violencia nos une sin remordimientos, es
como hablar de futbol, o del PP en Madrid. En otras circunstancias hubieran
entrado y me hubieran ayudado, pero tenían que meter una paliza a algún
inmigrante o simplemente toquetear a alguna niña que estuviera de botellón. Basado
en hechos reales. Se van y sigo con la matanza. Casi siento tener que acabar. Introduzco
los pedazos útiles de su cuerpo en el congelador y meto los restantes en bolsas
de basura. Dejo una firma de sangre en el techo, soy un artista.
Reflexiono. El
anuncio me ha traído algo inesperado, la red está llena de locura, de
fijaciones, filias, frustraciones, de gente pidiendo cosas que repudia por el
día, cuando intentan no quedarse dormidos en la torre de vigilancia de su campo
de concentración. Amo a las mujeres que saben chupar una polla, que saben
masturbarla en sus pechos, con sus pequeñas y débiles manos. Nosotros nunca aprenderemos
a comerles un coño. Pobres. Pobre. Pobres. Me masturbo demasiado, demasiada
presión en mi mano, demasiado ritmo sin lubricante, demasiados videos sórdidos
enquistándose. Solo disfruto cuando violo el culo de alguna puta sin
preliminares. Ya ni siquiera me gustan las vaginas. Solo me atrae la
cosificación, pechos de cirugía, caras desdibujadas por el carmín y el
maquillaje roto, la posesión brutal que termina en un squirting que me salpica,
borrando cualquier rastro de hipocresía en nuestra animalidad. Te susurro
obscenidades al oído, mi pequeña zorra, mientras te la meto. No busques más, te
duele y te gusta, y la canción romántica que suena de fondo son tus gritos
pidiendo más.
Voy a la ducha.
Debería de revisar esas heridas, pero no tengo dinero. España está en recesión,
la ultraderecha avanza en Francia. Somos mejores, sin duda, ¿tienes dinero?
Perfecto, Papa Estado cuidará de ti. Lo mereces. ¿No tienes? Haznos un favor a todos:
Muérete, estás bloqueando el avance del Estado del Bienestar de la Clase Alta. Tú
no tienes derecho a una educación decente, a una sanidad universal, debes mantenerte
estúpido, seguir con un trabajo basura el resto de tu patética existencia.
Varias
generaciones degradadas a huir del país o a comer mierda. Aunque a muchos se
les ha enseñado desde pequeños a saborearla y a pedir más y más. Incluso dan
las gracias por su ración diaria. Mayoría absoluta, once millones de personas. No
estamos hablando de tópicos, de tus vecinos escuchando el Cara al sol los fines de semana, de ancianos jugando a la petanca y
hablando de la guerra civil, ¿quizás hablamos de analfabetos sin ideas propias
que votan como quien va al supermercado? Tal vez el problema sea mucho más
profundo, una especie de masoquismo ideológico, un maniqueísmo que te impulsa a
ir en contra de tus propios intereses.
Casimiro necesita
olvidar. Escribir sobre sexo es aburrido, todo el mundo ha follado, chupado,
mamado, ha perdido el control en algún momento, ha acometido indignidades,
fuera y dentro, en callejones sórdidos y en camas de hotel de cinco estrellas,
¿Qué más podemos añadir?
Casimiro llama a
Irene –no sabemos realmente como se llama, todas para él tienen el mismo nombre-,
se lubrican por teléfono, charlas viciosas sobre jugar al medievo con su coño.
Irene coge el coche y se presenta en su portal. Le avisa que baje, se meten en
el ascensor y empiezan a magrearse. Ella no lleva ropa interior pero ha traído
su caja de juguetes. El ascensor se cierra pero no sube. Se besan, se muerden,
se lastiman con palabras malsonantes mezcladas con declaraciones de amor
eterno. Irene le obliga a tumbarse en el frío suelo metálico. Ahí le golpea, le
humilla, le hunde con violencia el tacón de sus botas. Luego le obliga a
chuparlo. Saca un dildo
doble, lo ensaliva y, con un movimiento brusco, se lo mete en el coño. Se
muerde el labio y sonríe. Empieza a follarse a Casimiro con el otro extremo. Gritos.
Dolor. Orgasmo. Todo termina. Hay un destello de amor entre ellos, pero han
sido tan dañados que solo saben expresarlo justo antes de correrse. La puerta
del ascensor se abre e Irene vuelve al coche.
Despierto al día
siguiente, casi es de noche. Hoy tengo que trabajar. Vibraciones de dolor llenan
la estancia. Escancio un poco de vodka sobre zumo de naranja caducado. Es casi
la única motivación para despertarme. Huele a muerte, esquivo el cuerpo
putrefacto de Irene colgado de la viga del salón. Salgo. Me cruzo en el
ascensor con el tipo del gabán, el vecino del cuarto. No me disgusta, al menos
no parece que le guste comer mierda como al resto.
Llego a la reunión de alcohólicos anónimos totalmente
ido. Me he tomado dos copas más en un bar, no creo que el chicle esté
disimulando mucho mi aliento. Me siento al final del todo, junto a otro tipo. Me
mira de soslayo, empieza a sudar y se pasa la lengua por la boca. Nota el olor
a bebida, la exudo, pero debe de pensar que lo está imaginando. Le tiemblan las
manos. Me encanta hacer esto. Somos alcohólicos para siempre, venimos a estas
reuniones, a veces por compromiso, o por rutina, pero normalmente motivado porque notamos que
vamos a caer de nuevo. Este es de los últimos, soñando con el sabor del alcohol,
parándose un instante en cada bar, en cada pequeño colmado con ofertas de
bebida en su escaparate.
Me pongo a escuchar. Ahora está hablando Irene –otra-,
lleva nueve meses sin beber, dentro de poco le dejaran ver a su hija y está muy
emocionada, dice que no lo habría conseguido sin estas reuniones. La gente
aplaude. Realmente me gustaría que todo le fuera bien, su historia con el alcohol
es el menor de sus problemas. Una de las veces que vine la convencí para ir a
mi casa y allí nos emborrachamos. Si, de acuerdo, vengo aquí a ligar, me gusta
más que los bares, ¿algún problema? Todo fluía, pero cuando me bajé los
pantalones, me miro desilusionada y dijo que solo podíamos ser amigos. Tiene un
fetiche con las pollas grandes, es algo visceral que no puede evitar, necesita
sentirse empalada, como si tuviera un hueco, un vacío en su interior, que solo
pudiera llenar con una enorme y sonrosada polla. Me molestó bastante, pero es
buena chica, me hizo una felación de nivel meretriz triple A, y los meandros de
la violencia fueron atajados. Eso sucedió hace tres meses. Hemos quedado alguna
vez más, pero fue hace dos semanas, en medio de la típica borrachera
melancólica, cuando me confesó que todo era culpa de su padre. Estuvo abusando
de ella desde los seis hasta los trece años. Todo finalizó con un extraño accidente
doméstico -que no se llegó a investigar- que lo dejó eunuco y medio loco. Desde
entonces se encuentra ingresado en un hospital psiquiátrico, sin ninguna
mejoría aparente. Pero aunque se creía que Irene había superado todo ese
infierno sin mostrar secuelas, la imagen de aquella polla –enorme para una niña
de seis-, avanzando hacia ella por las noches, se grabó a fuego, y solo consigue
excitarse con alguien que tenga un badajo de unas medidas considerables.
Salgo un momento de la sala, doy un lingotazo a mi petaca.
"El
alcohol es como el amor. El primer beso es mágico, el segundo es íntimo, el
tercero es rutina. Después desnudas a la chica." Al volver me
cruzo en el pasillo con Irene, me guiña un ojo mientras juguetea con la ficha
dorada del nueve en medio, símbolo del tiempo de abstinencia, que acaba de
recibir. Me siento y sigo escuchando a los demás. Mi compañero de fila ha
dejado de temblar, está más calmado, empiezo a tener curiosidad, ¿Cuál será su
historia? No le había visto antes, o quizás no me había fijado porque nunca se ha
acercado al estrado a hablar, cosa normal, la gente busca escuchar, una tregua
en su propia historia. Alzo la vista, el estrado ahora está vacío, mudo,
expectante. Noto como se levanta, vaya, los deseos se hacen realidad. Pero al pasar delante de mí se echa la mano al bolsillo, me tira su ficha, y desaparece por la
puerta. Mierda, un brindis por otra recuperación
milagrosa.
Tengo sed. Voy al baño de mujeres. Me miro al espejo, no
sé si es la luz, pero veo mi cara cenicienta, los dientes parecen a punto de
derrumbarse sobre mis encías. Entra Irene –otra- Es una gorda enorme, de esas
que no sabes si tienen un problema de tiroides o demasiado tiempo libre para
comer. La pillo por detrás y la empotro contra la pared. Empieza a gritar y le
doy un par de tortazos, noto como en el segundo su nariz cede. Intento
metérsela entre esos pliegues inmensos de carne. No consigo discernir si estoy
dentro o fuera. Grita. La obligo a arrodillarse, vierto lo que queda de petaca
sobre mi polla y la obligo a mamármela. Ella me sonríe. ¡Oh, sí! Otro juego, somos
animales, ¿recordáis? Ella solo se excita si finjo una violación, ¿el enfermo soy yo? No, nadie, todo nace
del aburrimiento. Le escupo en la boca y grito cuatro obscenidades. Me agarra
la polla con fruición pero enseguida me canso y la sodomizo. Noto algo húmedo,
parece que no he sido el primero de la noche. No debería, pero eso me encabrona.
La agarro por el cuello y le obligo a meter la cabeza en el retrete, a lamer su
interior. Se pone a lloriquear pero sé que la gusta. Justo antes de correrme
pienso en la escena de la película “Lunas
De Hiel”, cuando Oscar se arrastra invalido por el suelo mientras Mimi habla
por teléfono despreocupada, y tiro de la cadena. No ha estado mal después de
todo.
Acudo a mi trabajo. Son las dos de la madrugada. Hay un
vacío en mi memoria en este punto. Lo siguiente que recuerdo es el sonido de la
cara de mi jefe ensangrentada siendo reestructurada por mis puños. Todo el
mundo observa sin hacer nada, un par de personas aplauden pero la mayoría sigue
cogiendo llamadas, quizás no esté pasando nada importante. Sigo durante un
rato, la sangre salpica mi camisa. Por fin alguien me coge por la espalda y me
intenta calmar. Solo se me ocurre sonreír y enseñar los dientes. Al final
deciden despedirme, no por lo que ha sucedido, todo el mundo cree que se ha hecho justicia, sino porque han descubierto mi lista negra en la impresora: un listado con los clientes más groseros que atendía y que, en mis ratos libres, me encargaba de dar de baja o utilizar sus datos bancarios para compras online.
Vuelvo a casa. Tengo un mes de paro, dos cadáveres y tres
botellas vacías. Descuelgo a Irene de la viga, el hedor es nauseabundo, el
cuerpo lleva descomponiéndose varios días. Pero es ella, Mi Irene, la única. Pongo la banda sonora
de Blade Runner. Beso su cuerpo putrefacto. Me gusta su sabor, se me empieza a
poner dura. En serio, Irene, te lo juro,
nunca más, nunca, volveré a confundir tu nombre en la cama, por favor,
perdóname. Me tumbo a su lado y la penetro. Algo cruje dentro de ella
cuando empujo demasiado fuerte. Esto es amor.
Leire No sé exactamente cuando
la conocí, en mi recuerdo siempre estamos juntas, Eliza y yo. Dos niñas rubias,
ella con los ojos ligeramente más grises que azules. Siempre hablando, soñando,
desentrañando poco a poco los mitos de la adolescencia. Era tan sumamente
importante que nos gustasen los mismos discos, que nos emocionásemos con los
mismos libros, las mismas películas. Nos encerrábamos con trece años en su
habitación, pintada de negro y añil, tardes enteras con The Cure, David Bowie,
Velvet Underground de fondo mientras leíamos juntas a Silvia Plath, a Morrison,
Verlaine, Baudelaire…a cualquiera que nos pudiera inspirar, sin saber realmente
que queríamos conseguir con eso. Nos creíamos invencibles paseando por El
Retiro pensando en voz alta, eludiendo el calor pegajoso de nuestra ciudad. Fue
cerca de allí, en una tienda cualquiera, donde compramos la grabadora y una
cinta. Y empezamos a grabar en esa única cinta pequeños mensajes, secretos,
confesiones, anhelos, que nos regalábamos por turnos cada noche como gesto de
despedida. Pensamientos fungibles, efímeros, sepultados, solapados por otros
una y otra vez. Así trascurrió ese verano, que sería sin saberlo, el último que
íbamos a compartir juntas.
¿Somos mejores en la
adolescencia? A veces nos olvidamos de vivir, ¿te imaginas ahora, con treinta
años, teniendo esa clase de confianza con otra persona? No, imposible, ni
siquiera en esos primeros seis meses de pasión y sexo cuando inicias una relación
sentimental llegas a crear ese vínculo de confianza, ni siquiera cuando tienes
tu propia familia.
El sonido de su voz,
diluida por la grabación, no pierde un ápice de ternura mientras va desgajando confidencias.
El sol desplaza lentamente su luz por las cortinas sumiendo el salón en un
ambiente melancólico. Qué extraño encontrar la cinta precisamente hoy, justo
cuando lo único que deseo es dejar atrás el pasado.
Quizás ese pensamiento
traiciona el embrujo, se escucha un clic,
la última palabra reverbera en el aire, la cinta ha terminado. Eliza
siempre decía que las cosas más interesantes se le ocurrían después, media hora
era muy poco, y siempre le producía una inmensa tristeza dejar todas esas ideas
huérfanas, perdidas irremisiblemente ya, en el precipicio de su memoria. Yo trataba
de consolarla “Tenemos mucho tiempo, no hay prisa”-le decía. Pero ahora me doy
cuenta que no, que nunca hay tiempo. Nunca.
Me encantaría devolverte
ahora tu cinta. Contarte que hace mucho tiempo que no hago el amor con Enrique,
que la última vez fingí el orgasmo. Confesarte que no era la primera vez que lo
hacía, que seguramente tiene una aventura con Carmen, la vecina del cuarto. Que
me tendría que importar mucho más, pero que me siento entumecida, incapaz de
reconocerme en el espejo. Que me siento muy sola, angustiada, con un miedo
terrible a los cambios, a la vida…al divorcio.
Me gustaría decirte que te
echo muchísimo de menos, que sé que me dirías que la vida sigue, que todo tiene
remedio, que tampoco ha sido tan doloroso hacer las maletas. Gracias a eso he
encontrado tu cinta. Que coja ese taxi que he pedido y vuelva con mis padres,
que allí estaré segura. Pero ya sabes, nunca he podido…nunca he sabido decir
adiós.
Llaman a la entrada. Es el
taxista. Miro la cinta y la grabadora. No quiero llorar. Aquí no. Me levanto, cojo la maleta y abro la puerta.
Casimiro
Casimiro está obsesionado
con su vecina Carmen, es idiota y no conoce a su padre. Un buen bosquejo para
empezar. Casimiro apaga la música. Después de llevar varias semanas escuchando
la voz enfermiza de Nattramn, está convencido de que es su nuevo mesías. Era el
cantante de Silencer -una
banda de depressive black metal-, que se mutilaba con un cuchillo en la sala de
grabación, despedazándose los dedos de las manos, y que aparece en las fotos
del disco ensangrentado, con las manos vendadas y dos patas de cerdo
sobresaliendo de sus muñones, Cree que todo eso es la prueba de su sacrificio,
del mensaje que quería hacer llegar a la humanidad. Casimiro cree que es uno de
los elegidos para entender ese mensaje, hace caso omiso al hecho de que
Nattramn estuviera loco, de que casi matara a una niña con un hacha. Pero
Casimiro también necesita esperanza, necesita creer que tiene algo que le puede
hacer especial, aunque sea una gilipollez.
Casimiro también está
obsesionado con el sexo, pero la única técnica de seducción que ha desarrollado
durante sus años de juventud es regatear con las putas el precio de la media
hora. Ahora lleva varios meses sin acudir a estos establecimientos, quizás por
una mala experiencia, no lo sabemos. Sea cual sea el motivo ahora su vida
sexual se basa en ver videos en páginas de sexo extremo. Lo cual es algo bueno,
porque si su odio no fuera sublimado hacía su polla, Casimiro tendría en estos momentos
un detonador con un bonito botón rojo en el centro y estaría en disposición de hacer
explotar el edificio entero. Y el vecino del cuarto no estaría muy contento con
eso.
Alguno me preguntareis, ¿Qué
es lo que odia Casimiro que le convierte en un peligro potencial? Pues realmente
son pocas cosas: Odia a Rajoy y sus ministros, esas inmundas hienas, por
quitarnos nuestros derechos sociales. Odia al Rey y a esta monarquía de
pacotilla y se caga literalmente en sus disculpas vacías. Odia las homilías de
Juan Antonio Reig Pla, y por extensión a la iglesia y todo lo que representaba.
Odia el futbol, los derbis, a toda esa gente que le mira extrañada y argumenta
que es un deporte complejo que no entiende y por eso le aburre. Odia hasta la
extenuación a Angela Merkel. Odia a su muñeca hinchable –la que tiene una foto
de Carmen su vecina, pegada a la cara-, por ser tan difícil de limpiar. Odia a
Toby, un perro que aparece en varias películas que ha comprado por internet,
por tener una vida sexual más plena que él y poseer un pene más grande. Odia su
trabajo, y las cosas normales que todo el mundo odia. Y además también se odia
a sí mismo, cosa también muy habitual.
Pero esta noche Casimiro
está contento. Ha conocido a una mujer por internet, viene a comerle la polla,
con fruición. En un principio pensó que poner un anunció tan zafio en esas páginas
de contacto que visita no daría ningún resultado. Pero la vida ha tenido a bien
de recompensarle por tantas indignidades. A los dos días Irene, que es como se
llama la mujer, se puso en contacto con él. Le envió algunas fotos y es una
belleza. Tiene una voz sensual y una boca terriblemente excitante. Todo fue muy
rápido. Ella insistió sobre si estaba seguro “Joder, ¡Pues claro!” ella se
quedó callada un momento, y le pidió la dirección. Le dijo que necesitaría
hacer algunos preparativos e incluso atarle. A Casimiro casi se le revienta una
vena del cuello “Joder, ¿Por qué no se le había ocurrido hacer algo así antes?”
Casimiro está nervioso, es
casi la hora, incluso se ha duchado y todo, quiere estar presentable al menos
el primer día. Llaman a la puerta, es puntual. La vida le sonríe.
(Lo que no
sabe es que Irene va a hacer desaparecer sus problemas literalmente, para ella
“comerse su pene” no es un eufemismo)
Fernando
Fernando revisa el correo.
Tiene otra carta de amor, papel rosado, tinta azul. La lee mientras sube en el
ascensor, entre el desdén y el rictus amargo.
Estuve luchando toda la noche contra tu
recuerdo
Una carnicería de rojos sobre una piel
demasiado blanca
Metáfora de una palidez suicida llena de
cicatrices recientes
Mi sexo ávido abriéndose como una llaga
Carmín extenuante sobre una boca
hambrienta de amor
Mezclando vino, pastillas y melancolía, mezcolanza
amarga
Que encharca, circunda de humedad, mis
pensamientos
Autobuses llenos de subnormales haciendo
los coros a una canción de amor
No escribo sobre ti, sino en ti,
mientras tu desnudo esmalta mis insomnios.
Hazme tuya, o mátame, pero termina con
mi agonía.
Está firmada por ella. Es curioso. O no. La deja sobre la
mesa, con un gesto similar a aplastar una colilla en el cenicero. Se lleva una
mano al estómago. Sale de la habitación.
Un rato después vuelve a
entrar, se sujeta los pantalones desabrochados, barre ansioso la habitación con
la mirada. De pronto se fija en la carta, la coge con una sonrisa y vuelve a
salir de escena.
Un minuto después suena la
cadena del baño.
El amor sigue siendo la
respuesta a todo.
Vecino del
Cuarto
Todo está rodeado de
mierda, maloliente y atascada. Intentas tirar de la cadena una y otra vez pero
solo consigues chapotear con los pies desnudos en charcos infectados mientras
los vecinos se quejan de sus goteras de materia fecal. En algún momento del
camino, mientras parpadeabas, te has convertido en una Etiqueta, en un Trabajo,
en un Número, en una Nómina, en una Nada sin nombre propio. Lo peor es que no
pretendes ser otra cosa, quizás antes, hace años, eras diferente, un ser
humano, pero ahora lo has olvidado, ni siquiera lo sabes, aceptas tu etiqueta,
eso es lo que eres AHORA, eso es lo importante. No justifica nada, claro. Pero da
igual, no quiero jugar, por eso me gusta corto, por eso no se me pone dura con
las cosas adecuadas, o con las mujeres adecuadas. Puede provocar cierta alarma,
como señalar el traje invisible del emperador, pero es cierto, lo reconozco,
sólo veo un mar de mierda, gente a mi alrededor nadando feliz, haciendo
filigranas mientras la basura inunda su boca sonriente. Sí, algunos flotan como
boyas, peces muertos hinchados y marrones. Pero nadie los echa de menos, ni a
ellos, ni al cielo. Nunca miran arriba.
Todo tiene su reverso sórdido,
como ese gesto galante de regalar un ramo de flores en genuflexión, cuando el
termino ramera deviene de la Edad
Media, cuando las prostitutas colocaban un ramo
de flores en el balcón o en la puerta de su casa para atraer a sus clientes.
Carver tenía sus caballos
en la niebla, sus pequeñas islas de borrachos. Me gustan sus relatos, no hay
golpes, en un minimalismo contenido, sin ira, pero con esa sensación de desazón orbitando siempre. Observas sus labios
moverse, pero no quieres que te alcancen sus palabras, por eso le das la
espalda lentamente reconociendo con ese gesto el fin de todo. Y piensas en
zapatos que crecen mientras desayunas champán a las tres de la tarde. Y
recuerdas que la infelicidad empezó aquella noche en que la amaste demasiado y
se quedó embarazada. Porque el destino no existe, solo son hechos sucesivos que
intentas ordenar con un sentido, impulsos y errores ahogándose en el vacío.
***
No hay que tomarse muy en
serio al vecino del cuarto, con esas frases ampulosas donde se queja de su
incoherencia mientras se hace cortes en el antebrazo para poder sentir algo que le saque de su aturdimiento.
Hablando de morir solo, de vino y cosquillas de sangre resbalando por sus
dedos.
La soledad, ¿Quién no se
siente solo a fin de cuentas? No es excusa. Le digo a veces: “sal, pequeño pájaro azul”
Pero solo se atreve a hacerlo de madrugada, ocultándose entre metaforas de
idiotas derrotados, entre amor con mayúsculas y besos de papel con minúsculas.
Y la vida sigue mientras se pierde entre esos desiertos de encrucijadas miopes.
Y me confiesa que solo pide que le amen en cada caricia y poder sentir lo mismo.
Y luego, más tarde, enfrentarse junto a ella a esa cosa insulsa llamada vida y transformarla
en algo esplendido y lleno de matices.
Pero para ello, ella
tendría que existir primero -me dice-, y no sirve de nada que la sueñe, que la
piense, o que, simplemente, la necesite.
Carlos.
Soy escritor, bueno, eso es lo que digo. Realmente
trabajo en un matadero. No es un mal trabajo, solo tienes que ignorar el olor,
la sangre, las articulaciones agarrotadas por el frío.
Me metí un poco por
casualidad, uno más de los trabajos basura que te permiten vivir al día y
recoger algo de experiencia Bukowskiana. Llevo ya más de cinco años. Al
principio me reía de mis compañeros más talluditos. Ahora, tal y como están las
cosas, ni siquiera me planteo la posibilidad de irme. No llegué a terminar la
carrera de filología y lo que me ofrecen ahí afuera son trabajos de
teleoperador, lo más bajo de la escala, o vendedor.
Pero no me gusta hablar, no
consigo nunca encontrar las palabras adecuadas a tiempo, como si mi cerebro
fuera a una velocidad distinta. Quise convencer a mi mujer para que no me
abandonase, pero las palabras no fluyeron, luego sí, de noche, frente al
ordenador, páginas y páginas repletas de ellas. Pero en ese momento, cuando me
lo dijo, cuando estaba haciendo las maletas, cuando me anunció que dormiría en
casa de sus padres y que su hermana pasaría a recoger el resto de sus cosas,
ahí, nada. Ni una sola.
Tampoco hablo demasiado con la gente del trabajo, solo lugares
comunes, fútbol, chanzas. Con mi padre -todos los domingos quedamos para comer-
sucede algo parecido. Mis amigos ya se han acostumbrado a mi carácter, me dejan
por imposible, como un voto en blanco que se suma en las discusiones a la
mayoría simple. A veces tengo la sensación de que mis palabras se suicidan
antes de llegar a mi garganta.
Ahora, de madrugada, la casa reverbera con los recuerdos
de tiempos mejores. Una bonita frase. Pero es falsa, es la soledad quien habla.
No estaba enamorado de mi esposa. Podría contar una historia sórdida, digna del
mejor telefilme de televisión, en ella nos amamos locamente, se queda
embarazada, perdemos al niño en un accidente y me sumerjo en una espiral
decadente de alcohol y drogas. Pero no, el fracaso real es vulgar, son pequeños
detalles amontonándose. Es el tiempo, como marca de agua de ceniza gris, quien
te señala la cuota vacía de logros, quien te provoca la sensación de
estancamiento y desconcierto.
No, no amaba a Erika, al menos como ella necesitaba. Ella
a mí sí, de esa forma extraña que tienen las mujeres de amar los imposibles, a
quienes no las merecen.
Hasta que aparece otra persona, armada simplemente con una
palabra amable y una sonrisa de ojos verdes, que se percata cuando cambias de
peinado, que te invita a tomar una copa después del trabajo si te nota más
triste lo habitual, o que simplemente te pregunta cómo estás. Son gestos
sencillos, pero que se olvidan muchas veces en la rutina de la convivencia.
Luego todo cobra entidad, sentido, se empieza a hablar de amor, de hijos. Y el
ciclo comienza de nuevo hasta que todo se vuelve a ir a la mierda. O quizás no,
quizás está vez sea la definitiva y, como los viejecitos de Up, terminen juntos, canosos y
arrugados, aunque solo sea en un álbum de fotografías.
¿Qué podría reprocharle? Mi vida se resume en ir al
trabajo, volver -al menos una parte de mí-, comprar unas botellas de cerveza y
fumar algo de hachís. Y luego, ya de noche, antes de acostarme, esperar.
Esperar a que lleguen las palabras adecuadas, nada inmortal, ya perdí ese
barco. Solo palabras que me indiquen la salida de emergencia, un atajo que me libere
durante unas horas del principal problema de mi vida: YO.
Enrique.
Mis primeras relaciones sexuales fueron bastante
normales, los toqueteos habituales por encima de la ropa y luego,
progresivamente, alguna felación –más dolorosa que placentera-, pasando por el
típico polvo adolescente en el asiento de atrás de mi coche, donde todo solía
ser corto e incómodo, hasta el final fastuoso del hotel, que se veía mermado
por la rigidez y nerviosismo de la novia del momento. Por eso, cuando conocí a
Susana, era jodidamente inexperto. Me la encontré en una fiesta en un local a
la que no había sido invitada, de hecho no conocía a nadie. Según me confesó se
había colado porque no tenía ningún plan aquella noche y pensó que nadie lo iba
a notar. Fue un flechazo, tenía algo que me enloqueció nada más verla. Por eso,
cuando quisieron echarla, intercedí por ella. Esa fue la excusa. Del resto de
la noche no recuerdo gran cosa, solo sé que terminamos en un hostal follando y
las agujetas que recibimos con una sonrisa al día siguiente.
Siempre recordaré sus felaciones, eran brutales, mi polla
desaparecía en su boca como en un hermoso truco de prestidigitador, me follaba
con la lengua mientras sus manos me acariciaban dentro y fuera con una sabiduría
incontestable. Era algo increíble, intenso, me corría de forma tan salvaje sobre
su cuerpo incandescente que creía morirme. No tenía tabús de ninguna clase, le
gusta el sexo anal, le excitaba quitarse las bragas en cualquier local y que la
acariciase delante de todos, era terriblemente morbosa, necesitaba llevar
siempre la ropa más provocativa que pudiera encontrar, necesitaba que la
poseyera en cualquier situación, como si dejarme su marca en el cuello o en la
espalda fuera una prueba de la fe en nuestro amor.
No obstante discutíamos a menudo, la decía que se
denigraba con esa actitud, que tenía que cambiar, que me estaba dejando en
evidencia. Pero el problema era mío, era un imbécil inseguro, católico para más
inri, ella, simplemente, era demasiado para mí.
La ruptura era inevitable. Es curioso, no recuerdo el
motivo que desencadenó las palabras finales, llenas de gritos e insultos, no
podría ser de otro modo, pero si el estúpido sentimiento de alivio que sentí
cuando todo terminó. Nunca podría imaginar que, una década después, todavía
seguiría sintiendo nostalgia por esos meses que pasé junto a ella.
Ahora estoy felizmente casado, mi pareja duerme, una
chica católica, dulce, discreta, la madre de mis futuros hijos. Sin discusión.
Pero una puta frígida en la cama. Ni siquiera me deja darle por el culo. Por
eso, en noches como esta, me dedico a masturbarme viendo videos en el ordenador
en vez de quedarme junto a ella en la cama.
Al principio buscaba vídeos sórdidos de jovencitas, con
un parecido inconsciente a Susana. Luego mis preferencias fueron cambiando, inclinándose
hacía videos de transexuales. Hay películas con un guión bastante destacable:
un matrimonio contrata los servicios de uno de ellos, esté aparece y enseguida
trascurren las escenas, la esposa saca una caja de juguetes llena de consoladores,
arneses, mordazas. Mi escena favorita es cuando el transexual, con unos pechos
gigantescos, empieza a sodomizar al marido mientras su esposa le chupa la
polla.
A veces me siento extraño, sucio, con ganas de borrar
todo este material del disco duro. Pero sé que solo es un poso religioso, dura
poco, no me puedo engañar a mí mismo. MI esposa ya no me excita, casi resulta
un trabajo follármela a pesar de lo mucho que se cuida, yendo al gimnasio,
manteniendo ese cuerpo escultural que tanto envidian los demás.
Me gustaría compartir mis filias con una mujer, que me permitiera
follarme su boca, agarrarle del pelo con brutalidad mientras empujo hasta el
fondo de su garganta, sentir las contracciones de su arcada mientras la llamo
puta. Que me follase con un consolador, que me obligara a lamer mi semen del
suelo, o de sus botas.
Últimamente ojeo la sección de contactos del ABC. Cada
vez es más tentador, a fin de cuentas, solo se vive una vez.
Andrés.
No creo en la causalidad, al menos como explicación
literal para todo. No creo que mi incapacidad social, el hecho de haberme
abandonado tanto hasta rozar la obesidad mórbida, solo sea causa de que una
chica en el colegio me llamara gordo, o que hubiera un grupito de indeseables
que me hiciera la vida imposible. Claro que eso te marca, te hace más inseguro,
suspicaz, con más necesidad de ser aceptado. Pero puedes luchar contra ello. El
hecho de ser una persona de carácter débil no debería convertirse en una excusa
sempiterna en tu conversación.
En cualquier caso soy consciente de mi problema, sé que
estoy obsesionado con los videojuegos, que dedicar todo mi tiempo libre a ellos
no es sano. Pero no pienso dejar de hacerlo. No creo que esta adicción me esté
impidiendo vivir, al revés, es lo único que me hace levantarme por las mañanas,
que cubre los días con una pátina de ilusión.
A fin de cuentas el resto de mi vida es un erial, nunca
tuve figura paterna, ni amigos, solo me muestro sociable a través de espacios
de la red anónimos, como foros o chats. Tampoco he sido mitómano, nadie ha conseguido
despertar mi admiración, excepto, claro está, mi querido Daigo.
Aún sigo viviendo con mi madre, una mujer ya muy mayor, y
trabajo en el Cash Converters, un trabajo abominable en tiempos de crisis.
Llevo ya siete años allí de dependiente, nunca han confiado en mí para puestos
de mayor responsabilidad. Lo prefiero así, un túnel sin salida en el que gastar
ocho horas a jornada partida antes de volver al ensueño de mis juegos. Estoy
acostumbrado a no conseguir ni siquiera una pequeña victoria, a no destacar,
mis sueños, cuando los tuve, se han convirtieron en papel mojado, en llamadas a
números que ya no existen.
Pero a pesar de vivir resignado, de pasar todo mi ocio
delante de un monitor, solo, tampoco me engaño sobre el paso del tiempo, sobre
mi legado, porque, ¿qué esperan los demás cuando hablan de legado? ¿Arte? ¿Hijos? ¿Una rúbrica en los archivos de una empresa
donde se lista beneficios, nóminas y clientes? ¿Las estrías en el corazón o en
la vagina de una mujer? ¿Fama? ¿Redención? Solo somos recuerdos, datos mil
veces repetidos como un eco flatulento, empeñados en lograr un record Guinness,
un significado, cuando solo somos hormigas sin derechos, efímeras en nuestras
pequeñas recreaciones de orden, incapaces de entender que no existe nada
inmortal.
Obsesionarse con algo toda la vida te convierte, al
final, en una persona desgraciada, tengas éxito o no, entiendo mi pérdida al
convertir mi potencialidad en algo tan estéril. Pero soy tan feliz en mi
escapismo, agotando cada juego, terminando su reto y buscando el siguiente. Es
tan hermoso estar concentrado en la partida, sin que nada importe a tu
alrededor… ni el trabajo, ni la soledad, ni el mañana. Me convierto en un
artista y, a pesar de mi falta de talento o la complejidad del objetivo, siempre
tengo una nueva oportunidad para intentarlo, para conseguirlo, para hacerlo
bien esta vez. Enfoco mi realidad en este mundo sin frustraciones en donde
siento, de alguna manera, que aún soy capaz de ganar.
Carmen.
Últimamente siempre estoy cachonda. Tengo treinta y uno,
quizás se trate de un reverdecimiento sexual, al menos antes, cuando tenía
pareja, no me sentía así. Supongo que he tenido mala suerte, serán tópicos,
pero lo más dulces y cariñosos son los que, en mi caso, peor me comían el coño.
Siempre besándome como si fuera de cristal, sin una pizca de pasión. Maldita
sea. Sí, es cierto, luego mis compañías fueron a peor pero, ¿qué podía hacer,
arruinarme la diversión? De acuerdo, me pase con la cocaína, salía demasiado
por la noche. Luego, cuando me detectaron las arritmias, lo dejé, y el bajón
anímico fue tan fuerte que me provocó una depresión. Y luego vinieron los
antidepresivos y los puñeteros kilos de más que no hay manera de quitarse. Pero
aun soy mona, no como antes, soy más mayor pero….bah, ¿Dónde está mi consolador?
Aquí. Bien. ¡Qué gusto! No es una polla, pero mira, ahora es lo único que
tengo, y encima con lubricante sabor naranja. Maravilloso.
Sí, todavía soy atractiva, sé cómo hacer gozar a un
hombre. Sé cómo hay que mirar, las palabras adecuadas, los gestos. Son tan
básicos los pobres. Receptiva pero sin excederse, un toque de frágil timidez,
como si necesitara ser salvada pero sin que puedan agobiarse, lo justo para que
quieran echarte un polvo y no huir a la media hora.
Necesito una imagen mental. Quizás mi vecino, el casado. Seguro
que le gusta la marcha, tiene ojos de pervertido, le he pillado mirándome el
escote más de una vez. No sé qué coño hace con esa mujer tan estirada, siempre
mirándome con desdén, como si no tuviera derecho a compartir el mismo aire que
ella. Puta.
Tampoco hay mucho donde elegir, el gordito del segundo
piso que vive con su madre es entrañable, pero excita mi libido tanto como un
osito de peluche. Peor con Carlos, tan encantador, tan bohemio, y la tiene tan
pequeña que apenas sentía nada cuando se movía. Fue todo tan decepcionante que
solo quería que se fuera de mi casa cuanto antes.
El que resulta prometedor es el tipo del cuarto, no le
suelo ver demasiado, siempre llega de madrugada. Es feo, para qué engañarnos,
pero me da morbo. Quizás sea por su pinta de intelectual, siempre ensimismado,
pero a su vez con ese desaliño sórdido, como de estar de vueltas de todo, como
si estuviera por encima de todas las cuestiones importantes. Y esa música que
pone de madrugada. En las juntas de vecinos todo el mundo se queja, pero al
final nadie se atreve a decirle nada directamente.
Me humedece pensar en él. Estoy a punto de correrme pero
quiero alargarlo. Dejo el consolador anal y me paso un dedo entre los labios,
abriéndome un poco. Primero un dedo, luego dos. Me gusta rozarme el clítoris suavemente
y luego con fuerza. Ojala tuviera una mujer entre mis piernas comiéndome el
coño de nuevo. Estoy desaprovechada, ¿Qué estoy haciendo con mi vida? Haciendo
un curso tras otro, sin razón de ser. Podría irme a Chile, estar aquí es
deprimente, España es una tierra sin oportunidades. Joder, que polvo más triste,
envidio a los hombres, una falda airada por el viento, un video de golfas, y ya
les tienes salivando, con la polla enhiesta como monos en el zoo, incapaces de
pensar en nada más. Desconectados de la realidad. Yo soy incapaz de dejar de
pensar en otras cosas, ni siquiera cuando me duele al meterme tres dedos de
golpe.
Me concentro en tu
polla, me la imagino enorme, venosa, hinchada, caliente, roja, ligeramente
ladeada a un lado, vibrando por la excitación, con unos enormes cojones a
juego. Me imagino metiéndomela en la boca para ensalivarla, esforzándome por
encharcar esa inmensa masa de carne. Recreo como me pones de espaldas contra la
pared, me apartas las bragas y me la metes sin compasión. Sí, como animales,
necesito un animal dentro de mí, necesito pasión, palabras sucias follándose mi
cerebro, tus dedos en mi boca mientras con la otra mano me aprietas las tetas
hasta hacerme daño. Necesito que me llames puta porque no puedes evitar correrte,
necesito sentir que quieres echarme otro polvo después, que me utilizas, que te
mutilas dentro de mí y que, justo cuando me corro, sabes regresar con los
pedazos mezclados de mi alma y mentirme diciéndome que me amas.
A rastras entre la abulia y la simplicidad de miras, con esa manera triste de desaprovechar la vida -esa locura cosificada-, desearía tener ese éxito de hostilidad con tu coño. Sí, me gusta hablar de sexo, es más divertido que hablar de “como me ha ido el día” o “mis sueños” Mis sueños son follarte y dejarte exhausta. Que te cueste ocultar como te jode que ayer no tuviera ganas de ti.
Que aburrida es la vida, todo el mundo luchando, empujando, ¿hacia dónde? No sabría precisarlo, pero desde aquí parece una nada del color de una tarjeta de crédito caducada. Y os dais cuenta, sí, perfectamente. Pero fingís, disimuláis, señaláis al que se sale de la fila como un paría, aunque sufraguéis con su pasión vuestro vacío inconmensurable.
Escupidme a la cara vuestra incomprensión. Creo que me excita. Como a otros el amor entre especies, la visión de perros sodomizando humanos, o el puño de un niño insertado en el culo del pedófilo, ¿dónde está el límite? No lo sé.
Podría ser un creyente mirando al cielo esperando que no llueva para cargar los pasos, esa tonelada de mierda, sobre mis hombros pecadores, y ser feliz en ese momento de pecado-culpa-castigo-exoneración que rige esta puta mierda religiosa con la que nos torturan todos los años. Pero en vez de eso escupo al cielo por si es capaz de devolverme el favor y vomitar sobre esos pobres imbéciles su odio centuplicado. Sin acritud.
Mi corazón itifálico se nutre de cucarachas mientras Leonard Cohen canta su visión al mundo. La gente se pudre, demasiado pronto, demasiado tarde. Abracadabra. Esa ardilla tenía la respuesta, pero tú insistes en matarla, en fotografiar su agonía.
La escritura se colapsa, tengo ganas de masturbarme. Me la saco, roja, caliente, intensa, dura, me escupo en la palma y pienso en ti, en todas vosotras, necesito calmarme; el porno duro me aburre, todo ese mete-saca, todos esos coños depilados, pollas enormes moviéndose como si fueran maquinaria pesada en aburridas secuencias, sin apenas sorpresa, que diluyen la excitación.
Pocos entienden que lo más peligroso no es friccionar nuestros cuerpos excitados con cualquiera los fines de semana, no, las mayores depravaciones solo surgen cuando estás enamorado, cuando solo quieres satisfacer, complacer. Del poder de la sumisión, de la entrega, surge lo más excitante y hermoso. Pero el ser humano, víctima de su purgatorio particular, tiende a destruir antes que conservar. El sueño adolescente ha muerto y su recuerdo nos mutila. Piensas en Kennedy, en Japón, en ese cielo color verde apagado, como la botella de vino de tu escritorio, y destrozas esa belleza sin saber exactamente el motivo. Y luego, como retrato de nuestra época, subes las fotos al Facebook.
La poesía de la primavera... utilizas palabras excelsas de diccionario que no saben expresar porque te escuece el alma, hablas de la lluvia cuando siempre sales con paraguas, buscas el color adecuado para describir el cielo cuando nunca se ha derrumbado sobre ti. Basura, idilios con una mierda estupefacta por esa ansia de coprofagia. No soy mejor, no soy nada, pero tengo alguna cicatriz que aún gime de placer o de sufrimiento, y es el grito de su escarificación la síntesis de la que deriva la verdadera poesía.
Las mujeres, por ejemplo, no tienen término medio, o te destripan o te follan. Y los hombres buscamos una vagina prieta cuya risa sea menos vulgar de lo habitual. Cuando claudicas en eso tapas los espejos, asustado por tu metamorfosis. Tus muñones resbalan por su piel y eyaculas con rutina, quedándote dormido como un trozo de carne sin identidad.
Me he ausentado un momento, necesitaba matar a mis vecinos, un acto de piedad. Ahora el teclado esta encharcado con mi semen y su sangre, teclear es como nadar en amor. Pienso en esta ciudad, como alimenta a sus verdugos, las sombras de su juventud se deslizan tras mis cortinas mostrándome un cadáver vacío donde antes había, al menos, una posibilidad de amor. Ahora solo huele a balance, a cifra, a final. Pero solo es mi punto de vista.
La televisión mientras tanto sigue cogiendo rehenes y ahora, con mi polla recitando poesía, resulta casi romántico, como la respiración de las arandelas, ver el proselitismo que despierta. Pero un extraño residuo de miedo me impide encenderla. Miro como el cielo, ese rio de ahogados, se va tornando negro y sucio mientras la ciudad, abajo, se vuelve amarillenta, como un cuenco de leche plagado de gusanos. El gato sube por la pared y me maúlla dese las alturas, quiere mis ojos y mi amor.
Me recuerdas a Marion Silver, aunque estoy demasiado drogado para entender la similitud. La última vez que te vi tenías una rosa tatuada en la mejilla, "¿qué es la nada?" me preguntaste antes de salir de la habitación. Mis ojos desbordaban espuma enamorada, pero no intenté detenerte.
Y así suele terminar todo, un blog, internet, mi vida, tu recuerdo: con la sangre, ese esperma rojo, cubriéndolo todo, borboteando como huérfana advertencia de gestos agotados, sobre mis labios, sobre mis dedos.
Pedro Salinas no quería dejar de sentir dolor por la mujer que amaba, porque eso era lo único que le quedaba de ella. Él ya ha muerto, también esa mujer. Al final nada tiene demasiado sentido. Ya estoy borracho, echo en falta el amor, una verdad, un sentido. Pero solo tengo un teclado y la lluvia adocenada. Ella sigue allí; y yo aquí. Como decía Freddie Green: “Llega, toca, y lárgate”
Bienvenidos a mi mente, soy Rorschach el Insaciable, el hombre de la Palabra Sucia y Dura. Siempre hay una canción repitiéndose una, y otra, y otra vez aquí dentro. Quizá esta sea mí última noche, o quizás la tuya, o la nuestra, aunque eso dependa más de ti que de mí. Ya he hecho los preparativos, he salido a raptar dos botellas de vino bajo la lluvia. Porque soledad es añoranza, ¿sientes ese cosquilleo bajo tu piel? Es mi necesidad de penetrarte, es mi ego disolviéndose cuando te llamo, es mi mano recitando una oración mientras acaricio mi memoria llena de ti. Nada tiene sentido si no podemos palpitar juntos.
Hay momentos, en medio de la locura, de la tragedia, en los que escapa de mi garganta una risa fúnebre, fría, ajena. La gente me mira de soslayo, se aparta silenciosamente, como si mi presunta locura fuera contagiosa. A veces pienso que solo es un grito de victoria mal entendido, como entrar en un bar justo cuando suenan The Doors, pedir una copa y luego, con paso tranquilo, ir al baño a vomitar. Ya no soy joven, no me queda tiempo para equivocarme, pero de madrugada, cuando estas paredes con idearios de escombros me escupen vulgaridad, siento su reverberación y, mientras la música se ralentiza y acelera a la vez, sonrío.
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La revolución no es un botellón concertado en las redes sociales mientras compartes vídeos, tampoco es dejar de trabajar un día mientras los sindicatos validan sus presupuestos. Pero entiendo a esos idealistas que se dan golpes de pecho, porque esa especie de fe ideológica les ayuda a superar el hecho de vivir en un país donde la esperanza de cambio ha desertado, donde es imposible hacer absolutamente nada para cambiar ese hecho. Es jodido ver cómo venden nuestro futuro, nuestros derechos sociales, y encima nos mienten, se ríen de nosotros. Pero nos dejan bailar, nos dejan hacer el ridículo un poco, que nos agotemos –poco cuesta- mientras señalan con condescendencia su siguiente movimiento. Antes de compraros una camisa de Che Guevara, leed alguna biografía objetiva "Something is rotten in…” No es decadencia o quietismo, es cuestionarse el porqué de tus acciones, si realmente buscáis algún tipo de ruptura o solo pequeñas píldoras de activismo que os quiten la ansiedad. Mirad a Grecia. Leed algún foro de economía. Observad lo que está sucediendo con Internet. ¿Qué ha pasado con el 15M? Salid del país o formad un partido político, pero dejad de bailar con una sonrisa de complacencia. Por favor.
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Flotamos lejos de toda posibilidad. Vida ectópica. Frio. Emblemas de vaho. Todo el mundo ama su celda llena de publicidad. Estamos sin Ser. Buscamos la fusión de almas practicando la soldadura. La lluvia sigue cayendo afuera, como una limosna, en una danza existencial delicada y ajena. Suena un tractor en la loma sur del cementerio, alguien enciende un fosforo y la luna, deslizándose en su lago de nubes, se vuelve verde absenta. Inconsistencia de imágenes. Como ahogarte en el pantano de colores de tu televisor, urdiendo planes flatulentos que se agotan antes siquiera de volver a la cama. Cuerpos, (en)seres sin amor, diluyéndose sin misterio.
No me quitéis la botella, es mi única amiga. Os juro que leo a Kant, aunque me veáis coger el libro al revés. “Necesitamos un mundo donde la gente se ame realmente”, te digo sirviéndome en tu plato. Tus cubiertos de empatía diseccionan mi pene –metáfora- mientras miras hacia otro lado. Tropiezo con tu aliento de mármol y me echo a llorar. Alguien se queja de que rompo el ambiente. Me echan a la calle. Nadie se ha fijado en mis zapatos nuevos.
Pinchazos azules en el bulevar muerto, mujeres de primavera y cuerpos cimbreantes componen la escena. Prefiero la muñeca hinchable y mis ojos reventados resbalando por la pared mientras la noche, ese oscuro animal hambriento, trepa hacia mí. La náusea es irremediable, otra etapa más del horror. Y, aunque mi corazón está totalmente seco, el mar sigue gritando como un animal herido. Nunca consigo que el corte sea perfecto. Las venas estallan y brotan enjambres de gusanos brillantes bajo la luna, horribles, voraces. Dejan mi cuerpo vacío, como un puente roto y acartonado lleno de emociones escarificadas. Y aun así escuchas mis palabras, con esa mirada de orgasmo flotando entre nosotros. Siento que te conozco y, aun así, que nunca te conoceré.
La naturaleza sigue dictando órdenes mientras tus manos dibujan un espacio invisible donde te siento a la vez próxima e inaccesible. “Sí, claro que te quiero, ¿Cómo puedes dudarlo?” proclamas. Tus sentimientos son sutiles dédalos sin salida donde el Minotauro es tu voluntad desnuda, un arabesco trenzado con olas de mar.
El hombre sin parpados me señala con su dedo trémulo mientras borra las marcas de tiza del suelo. Le ignoro. A veces necesitamos algo en nuestro interior que se ría de los imponderables, que nos permita sobrevivir una noche más. Será un bonito accidente, como sucede con las veleidades que tienen forma de mujer, pero no importa. Y en un eterno retorno digno de Lynch, aprieto el acelerador y sonrío.