lunes, 11 de febrero de 2019

No hay nada más hermoso como regalo de despedida, como prenda de amor, que unas bragas empapadas de sentimientos y semen.

            Ligar por Internet es naufragar en un desierto repleto de espejismos traicioneros. Hay mujeres interesantes, intensas, de labios entreabiertos y carmín excesivo, cuya existencia promete horas de placer orgiástico, pero que luego, poco a poco, te van decepcionando por la inanidad de su conversación, por la pose forzada e inconexa y sus obsesiones carentes de profundidad. Eso no significa que ser decadente implique grandes exigencias, a lo sumo un poco de amor, algún abrazo oportuno y un coño prieto y leal.

            Pero a pesar de mis cínicas observaciones ahí estaba, acodado en un bar, por mi segunda cerveza, esperando que la chica con la que había quedado no me diera plantón. Seguramente no saldría nada bueno de todo esto, la diferencia de edad era notoria, excesiva, el morbo de abusar de su complejo de Electra demasiado evidente. Pero el miedo suele ser la antítesis de la vida, y de vez en cuando es aconsejable zarandear la zona de confort para sentir que no estás desperdiciando totalmente tu vida. El problema era el lugar elegido para el encuentro: un bar lleno de gente ruidosa, feliz y acompañada. El contexto me resultaba tan ajeno que solo era capaz de pensar en el siseo del gas y la explosión subsiguiente.

Justo cuando estaba a punto de largarme sentí tu mirada atravesándome. Habías llegado como un ejército invasor, deslumbrante y vengativa: vestido rojo ceñido, esbelta y elegante en tu forma de moverse, botas de tacón alto encumbrando una figura de diosa griega y mirada acerada. Pediste un vodka con lima y nuestras miradas se detuvieron en los puntos adecuados. El chute de alcohol y tu sonrisa fueron más que suficiente para disfrutar sin lastres de esta nueva intimidad física que por fin se había formalizado entre nosotros, estas últimas semanas hablando por teléfono habían merecido la pena.

Tres horas después ya estábamos en mi casa, habías aceptado mi invitación sin un ápice de duda, como si todo estuviera concertado de antemano. Me creaba cierta inseguridad la imagen que iba a dar: demasiado desorden, libros acumulados por todas partes, una inmensa colección de botellas vacías en mi habitación, como si fuera la guarida del protagonista de Leaving Las Vegas... Por suerte te hizo gracia ver el poster de Damon Salvatore; te confesé que me gustaba la serie, que tenía la manía de acumular fetiches de todo lo que me obsesionaba; de ahí el poster de Watchmen, Fight Club o The Beatles. Abrí una botella de vodka y nos serví unas copas bien cargadas. Encendí el portátil para poner algo de música de fondo. Para mí la música es otra prueba de afinidad, ¿qué sería más adecuado para ti, Nick Drake, Radiohead, quizás el disco Mezzanine de Massive Attack? Probé con Miles Davis, la apuesta más segura. Seguimos bebiendo, la conversación no languidecía. Tú actuabas como un gato perezoso, impredecible y misterioso, dilatando el momento de acabar con tu presa. Yo me dejaba magnetizar por tus pequeños gestos, por esa magia que creabas al acercar cada vez más tu accidente cálido y sensual.

Me besaste, deslizando parte del vodka por mi boca para envilecernos más. La ropa nos estorbaba y la arrojamos al suelo, empecé a lamer tu desnudez, necesitaba adorar tu coño, saborear tu interior con mis dedos y mi lengua. Me apretaste la cabeza entre tus piernas, noté como temblabas al acompasar mis movimientos con tu cuerpo. Aumenté el ritmo y te corriste en mi boca entre pequeños espasmos. Querías más, vocación de planta carnívora, cruel e insaciable, y empezaste a aplicar mis improvisadas lecciones de garganta profunda. Hay personas que se enamoran por mucho menos. Me encantaban tus pechos, pequeños e ingrávidos, froté mi polla entre ellos, masturbándome, mordí y lamí tus pezones como ofrenda a la diosa voluptuosa que estaba colonizando mis sentidos. Qué importaba la sutil vulgaridad de todo el acto, la ingenuidad sentimental de la repetición infinita. Qué importaba ser simples animales en celo manipulados por un inconsciente deseo de perpetuidad genética. Qué importaba confundir a ese efímero pasajero llamado amor con el intercambio de fluidos.

            Te colocaste de espaldas sobre la cama y me miraste con soberbia, como una lolita esplendida y confiada. Te agarré del pelo y mordí tu cuello con violencia mientras mi polla se abría camino en tu interior. Te contoneaste ansiosa ante la fricción, pero quería hacerte sufrir y me obligué a moverme con calculada lentitud. Me gritaste exigente, estabas demasiado cachonda para esos juegos. Cambié el ritmo y comencé a follarte fuerte y duro, como si fueras una muñeca hinchable, embistiéndote como un cuchillo untado en mantequilla. Tu cuerpo respondió con húmeda afinidad... la violencia es un simulacro de pasión. Cambiamos de postura un par de veces pero empecé a notar la falta de práctica. De forma condescendiente te colocaste encima de mí, cerraste los ojos y empezaste a subir y bajar empalándote contra mí mientras frotabas tu clítoris con agresividad. Sabías moverte, intuía que albergabas tu propia cuota de demonios, ira y frustración. Nos corrimos casi a la vez, aunque ese casi parecía un poema inconcluso manchado de vino y carmín.

            Te separaste con lentitud, pero en vez de tumbarte conmigo te pusiste las bragas y me preguntaste por la integridad del condón. El romanticismo se había agotado. Fuiste al baño a ducharte y me dejaste tumbado en la cama medio adormilado. Me dolía la polla, tenía el vientre empapado de tus flujos, pero me sobrecogía una ligera tristeza, el orgasmo masculino sobrecogía con su nihilismo físico, todos los anhelos deshilachándose entre el eco estéril de nuestros gemidos. Al salir ya estabas vestida, contestado mensajes en el móvil. Tuve el masoquista pensamiento de que ya estabas planificando el encuentro con otro. Cambié la música y seleccione una playlist en Spotify con canciones melancólicas, Nick Drake empezó a sonar de fondo, resultaba adecuado. No disimulaste que tenías prisa por marcharte. Noté cierta ansiedad en tu beso de despedida, ¿de verdad el interés había desaparecido tan rápido? Te diste la vuelta y tu falda airada desapareció por las escaleras como si nunca hubiera existido. Volví a la cocina, cogí la botella de vodka y me la llevé a la cama, esa era la solución: más alcohol, no pensar demasiado.

            Como dijo una vez un genio: el aguante es más importante que la verdad; pero, ¿cuál era esa verdad? Quizás que todo suele terminar siempre en un hermoso fiasco. O que tal vez la culpa había sido mía: no había sido capaz de ayudarte a entender que merecías una vida llena de poesía, y que solo te estabas conformando con su parte más vulgar.