viernes, 21 de febrero de 2020

Me gusta escuchar la lluvia cayendo lentamente, formando tu nombre, el único sonido amable en esta ciudad que nos retiene y separa.

“Hay días en los que todo parece irreal, ajeno, usual pero irreconocible, como una resaca que nubla los sentidos. Días crueles para mi alma de armadillo que no puede evitar de vez en cuando imaginar una ficción compartida, una sonrisa o abrazo inesperados. Pero vivimos tiempos sin empatía ni signos de admiración, somos puzzles mal cortados en una cama donde las caricias son un exceso lírico indeseable.”


            Colecciono frases ajenas, citas, epitafios, epigramas, sentencias, aforismos, pedacitos ajenos de sabiduría que me gusta reunir, sin saber exactamente el porqué, solo lo hago, como podría dedicarme a ver la televisión durante media hora antes de acostarme. Quizá me recuerda a esos posters que tenía en la habitación, o las libretas en el instituto, donde todos ponían su firma, una huella de cariño, alguna frase o consejo. Puede que sea una forma de substraerme de la sensación de soledad, de una copa que se vacía demasiado rápido.

            Hace demasiado frío en esta casa. Mañana es viernes y madrugo, otra semana insustancial de la que no quedará ningún recuerdo. Me hago un ovillo en la manta y tecleo un poco más. Es curioso cómo las cosas que escribo borracha pierden coherencia al día siguiente, supongo que se sustentan de un estado mental concreto, tal vez también por eso siempre las borro y me quedo solo con lo ajeno, lo anónimo. Como cuando llega un efímero amor iluminándolo todo y al desaparecer revela nuestra miseria y desamparo; y en esa desnudez del alma no cabe el conformismo de la vida anterior por mucho que el otoño sea fascinante. Por eso siento que es injusto -esa palabra inmadura, aniñada- que siga enamorada de ti y no seas capaz de corresponderme.

            Me esfuerzo, bebo de tus palabras, de tus anhelos, incluso de tu desidia, intento no provocar ninguna discusión aunque contigo sea inevitable. Perdono tu dejadez cuando me haces el amor, tu falta de admiración, de interés, de emoción cuando me hablas, cuando me percato que ni siquiera me escuchas; esa extrañeza de echarte de menos viviendo juntos. Te imagino haciendo una lista mental, buscando razones para seguir conmigo, en ningún momento escribiste ‘te quiero’, solo razones prosaicas, pragmáticas. Estoy tan acostumbrada a que no me des nada, que cualquier cosa me llena de ilusión, si te hago reír repito la broma continuamente, si te gusta un tema intento sacarlo a menudo para que te explayes, me fijo en tus reacciones, estoy buscando siempre algo a lo que aferrarme. Pero es imposible: cada vez me valoras menos, como si el hecho de luchar por ti me disminuyera a tus ojos. Y cuando intento mostrarme distante pareces aliviado; ¿has estado en algún momento enamorado de mí?

            Tengo la sospecha de que al conquistarme –no fue difícil- agotaste toda tu pasión. Quizás huías de un dolor anterior, quizá ni siquiera me veías a mí. Tal vez un día despertaste y ni siquiera sabías por qué estaba a tu lado, solo sentiste hormigas de tedio y un poco de miedo a quedarte solo. Quizás para ti la mujer es un misterio y cuando lo pierde se convierte en un trofeo, parte de la decoración insípida de tu habitación. Solo falta, me temo, una bronca más brusca y un portazo más calmado. Y luego semanas, meses hasta que el dolor desaparezca.

            Lo entiendo, pero no sé aceptarlo, rendirme. Quizá la culpa sea de mis padres, pareja modélica desde hace casi treinta años. En mi adolescencia siempre he buscado ese ideal romántico, escribiendo cartas cursis, esperando algo que nunca sucedía, sintiéndome cada vez más insegura, volcando las ilusiones en el siguiente, y luego en el siguiente, así una y otra vez. Resulta irónico que tenga un trabajo importante y bien pagado, buenas amigas, una familia que me adora, que sea sociable, alegre, polivalente, capaz de solucionar cualquier situación con aplomo, y, sin embargo, patológicamente insegura en las relaciones sentimentales.

            He intentado hablar contigo pero es imposible: eres un completo egoísta, no tienes miedo a perderme. Me hablas de libertad, que si soy infeliz puedo dejarte, que nadie me obliga a permanecer a tu lado. Lo que no dices que ni siquiera merezco tu esfuerzo.

            Luego está el paso del tiempo, los planes, incluso el farragoso reloj biológico marcando con insidia mis treinta y dos años. Pero tus axiomas no admiten réplica: no quieres hijos. Pero yo sí, quiero tener mi propia familia, no me importa vivir sin lujos pero eso lo considero esencial. Y aquí estoy, embarcada en una lucha por cambiarle, como si mi amor tuviera ese poder. Pero al final quien cambia soy yo, quien se adapta, quien reprime sus anhelos y los posterga.

            Amélie recoge piedras para después hacerlas rebotar en el agua, Virginia Woolf lo hace para hundirse y convertirse en Ofelia. El amor funciona en ambas direcciones: arrastrándote hacia abajo o elevándote por encima de las cosas. Sigo enamorada de la idea del amor, he creado demasiados círculos concéntricos en torno suyo para desposeerlo tan rápido de poder, de significado, aunque eso me secuestre, me convierta en su víctima. A veces fantaseo con algún compañero de trabajo, incluso con hombres que me cruzo por la calle. Sueño con su deseo, con sus celos civilizados, con sexo posesivo y alienante, que nos deje extasiados, con ganas de soltar un ‘para siempre’ sin pensar en las consecuencias.

            Ya se ha cumplido la media hora, hoy no he encontrado ninguna voz ajena que rellene el hueco de la mía. Borro todo lo que he escrito y apago el ordenador. A oscuras enciendo un cigarrillo mientras las últimas notas de piano resquebrajan, un poco más, mi corazón de cristal.