Ana lleva un mes conmigo. No ha funcionado. Quizás sea el punzón de
hielo debajo de la almohada. La veleidad intrínseca. La falta de afinidad con
la vida. ¿Por qué no me atraen las
mujeres normales? Ana habla de Alicia. De su promiscuidad disociada de
orgasmos. De Peter. Escucho su cascada de cenizas. Nos despedimos. Es doloroso.
Vuelvo al ordenador y escribo.
Voy a ocultarme en el lenguaje, ¿por qué? Tengo miedo. Pregúntale al
viento. Aquí sólo hay estatuas y muñecas rotas. Un jardín prohibido. Un
instante de éxtasis. La noche con su excelsa sapiencia de la oscuro abriga las
risas del interior de las paredes. Mis muñecas transfiguran la luz con un eco
de sangre negra. El silencio del templo de papel que sólo sirve para preservar
pensamientos de gente muerta.
Madrid hiede. Es una ciudad de nadie,
una puta sifilítica que te lo hace gratis si cierras los ojos. En Madrid no hay
primavera, solo manchas de sangre, lodo y zapatos viejos. Madrid es un corazón
que late de mentira, una flor cubierta de hollín, una anciana tocando el violín
en la boca de metro apartada a empujones, un grito eterno que nadie escucha.
Madrid es la sombra del ahorcado, unos ojos de serrucho, dientes manchados de
carmín, un osario de almas grises sin tiempo.
Me gustaría construir una estación de tren en el párrafo, no puedo,
por ello, rozar con sutileza el teclado: debo desnudarme, emborracharme,
vomitar mis vísceras en el silencio, empalarme buscando ese hogar, esa patria,
ese sentido que se aleja de mí junto al segundero.
Hay palabras con manos que acechan tu corazón, hay palabras de todo
tipo, con ecos de cárcel o vetusta ternura, palabras que se escriben como si el
silencio fuera una pared y estuvieran ahí para golpearla hasta el derribo. Hay
palabras que buscan tus ojos, que son huecos llenos de gritos, palabras que
resuenan en un callejón peligroso. Hay palabras que bailan en la boca del mudo,
palabras que se alimentan de relojes, que bailan en el alfeizar con mi locura,
palabras que se escriben como si fueras una vela a punto de apagarse, que
recrean un corazón con forma de jardín de escombros y arboles de vidrio, que evocan
el juguete favorito de un niño desdichado. Las palabras son un interior, cisternas de la memoria,
rastros de paraíso perdido.
Escalo tu recuerdo, como madreselva en el muro de la doncella. Tu
desnudez iluminándome, tus huesos arqueándose como flores en la oscuridad
ardiente. Nuestros cuerpos buscando placer ocultaban el vuelo de los cuervos.
Mis ojos de herrumbre, como barcos en un mar de piedra, tatuando el
aire de imberbe tristeza. Grieta en el techo de la almohada. Peonías rompiéndose
bajo el yugo de la clepsidra, ese amargo reloj de agua que digiere nuestras emociones
como el borracho que mira el ojo negro de la botella. El cuervo grazna
impaciente. La hormiga se come el feto del escorpión. Estoy solo. De nuevo.
Kirk maúlla demasiado fuerte. Elijo el lugar de la herida. Y voy
muriendo. Liturgia pura. Aurora de dedos negros que quieren beber de mi cadáver.
La muerte me llama con su corazón de espejos. No hablamos de lapidas, solo de
lluvia. La sangre en círculos de sumidero. Un último brindis mientras se
desliga de mí.
Ese punto de fuga donde el
mundo se detiene, la mente se abre y nos evadimos; el arrebato cuando descubres
una canción, una obra de arte de tres minutos y medio, y quedas extasiado, sin
poder respirar, con agonía absorta y expectativa. En la niñez ocurre con nostálgica
simpleza. Por eso el paso del tiempo es un enemigo para todos aquellos
buscadores constantes de ese punto de fuga, de esa emoción.
Sentado en el sofá, la
televisión de fondo, tu cabeza silueteada por su luz de ruido blanco, el carmín
rojo alzándose ante mí, envolviéndolo todo. Carmín color pasión, violación,
penetración, fascinación, perversión. Huellas de vida en la copa de vino. Da igual
donde mire: el mundo se ha transformado en unos ojos cobrizos incendiados por el
deseo, en un infierno carmesí, en una herida abierta que supura ausencia y lo
ahoga todo. ¿Virgo granate, rubor escarlata? El mar es violado por un atardecer
de cuervos.
Habitemos lo evitable. Podríamos
bailar, nunca estarías sola, vigilo tus sueños a la sombra de tus pestañas. Mariposas
de saliva brotan de tu coño y se posan en mis dedos antes de morir. La poesía
es una habitación que huele a sexo y sudor. Sombras chinescas de placer. Charcos.
Templos con forma de manos. Canicas. Fulares. Insomnio. Laberintos emocionales
que llenan la boca y despellejan rodillas. Piel Demolida. Cigarros llenos de
cipreses que lloran al viento. Como un revolver cargado sin determinación.
Tinta derramada. Corpiños de silencio. La conjetura. El pasillo embrujado sin
retorno que oculta un tú dentro de un yo.
I've been waiting for a guide
to come and take me by the hand
Could these sensations make me
feel the pleasures of a normal man?
New sensations bear the
innocence, leave them for another day I've got the spirit, lose the
feeling, take the shock away
Llaman a la puerta. Antes de abrir ya sé quien es: Ana. Hago un gesto
de invitación. Ella ni siquiera me saluda, mira al interior, hace una pausa y
al final se decide a entrar. Se sienta en el sillón del salón y enciende un
cigarro. Me acomodo a su lado mientras espero a que se enfríe mi té verde. La
miro. Está preciosa, estilo gótico sin estridencias, maquillaje suave, falda
corta, blusa gris escotada que permite vislumbrar un tatuaje cerca de la
clavícula. Y sus ojos de subyugante y sempiterna tristeza, dos pozos de cristal
sucio celeste. Suspiro. Joder, ¿por qué me siento tan nervioso? Tengo que tomar
la iniciativa.
Mario: Ya sé que tú asesinaste a Peter. De hecho Alicia
ha descubierto que la mujer que te sirve de coartada fue amante tuya. Lo tenías
todo calculado desde el principio…
Ana: ¿Quieres un cigarro? (Niego con la cabeza) Quizás. O tal vez no. ¿Es importante para ti?
(pausa) Yo… he venido a disculparme
por mi comportamiento…
Mario: Ah, es cierto, he de reconocer que pensaba
que pagarías mis dotes de anfitrión de otra manera, fuera de un contexto de
cuerdas y drogas. La resaca, debo añadir, no fue demasiado agradable.
Ana: Me sorprende verte tan calmado. Pensé que me
odiarías, que no me dejarías ni siquiera entrar en tu casa.
Mario: Pequeñas afinidades, la química de mi cerebro
también falla de vez en cuando. Además, tengo curiosidad, ¿cómo conseguiste
desaparecer en tu performance? Fue algo increíble.
Ana: Si fueras un niño me pedirías que lo
repitiera, ellos todavía creen en la magia, no buscan el truco.
Mario: Cuando era un niño estaba obsesionado con
Sherlock Holmes, siempre he buscado la lógica en todo. Responde al menos a una
pregunta, ¿por qué volviste a mi casa?
Ana: (Sonrisa
maliciosa, da una última calada y aplasta el cigarrillo en el cenicero) Podría
justificarlo diciendo que tenía que recoger algo incriminatorio. Pero no sería
cierto: ya tenía coartada. De hecho hubiera sido perfecto que descubrieran el
cadáver cuando estábamos en Valencia. (Pausa)
Simplemente quería volver a verte. Desde que te vi en Londres estaba…
Mario: (Extrañado) Disculpa,
¿Londres?
Ana: La realidad no es decepcionante, sólo
desangelada, gris. No me reconociste, lo noté en cuanto te vi en el portal. Por
eso no hablé contigo, había pensando tantas veces en ese momento que al darme
cuenta de tu tibieza comprendí que todo había estado –de nuevo- sólo en mi
cabeza. No, no me mires así, deja que me explique. Fue hace unos meses. A pesar
de todo lo que me hacía estaba totalmente enganchada a Peter. Había miedo, pero
también otras cosas. Esa noche me había dejado en la calle. Sin llaves,
documentación o dinero. Estaba desesperada. Y de pronto te vi, ahí, en un
banco, discutiendo con esa chica.
Mario: Joder. Sí, Laura, hace tres meses. Una ex.
Fui a verla. Masoquismo sentimental.
Ana: No sabía los detalles de vuestra historia,
pero era como tantas otras. Y cuando te alejaste y ella se echó a llorar pensé
que todo había acabado ahí. Por lo que pude entender ella ya estaba con otro.
Todo se reducía a un recambio. Sin embargo tú no te fuiste, sacaste el móvil y
la llamaste.
Mario: Seguía enamorado, no quería que todo se
redujera a esa despedida, quería tener un buen recuerdo. No podía dejar que
todo acabase así.
Ana: Estabais a cinco metros hablando por el
móvil. Escuché lo que decías, como la prometiste que la recordarías siempre
porque era especial, magnifica…
Mario: Los decadentes somos así, nos terminamos
creyendo nuestra propia impostura. Somos unos necios amantes de la nostalgia.
Ana: Quizás. Pero me gustó tu forma de perder. Tus
palabras. Los dados a veces se equivocan, es difícil respirar cuando intentas
escapar a través de los sueños.
Mario: O tal vez la sensación de impotencia debilita
hasta el grado de denigrarte. Es lo que tiene tener poca autoestima. Y algún
trauma.
Ana: Todos tenemos algún trauma, ¿sabes por qué
seguía con Peter a pesar de todo? Llevaba años sin tener un orgasmo. Desde los
diecisiete años. Y de pronto, casi sin esperarlo, tuve uno con él. Con dolor.
Imagina lo trastornada que me dejó esa idea. Desde la universidad he estado con
muchos hombres. He idealizado. He usado. Y al final, cuando ya me conformaba,
de pronto sucedió con un hombre que me pegaba.
Mario: Joder, la sexualidad de las mujeres es… un
momento… ¡ya te recuerdo! Pero es normal que no te reconociera, estás muy
cambiada, en aquel momento parecías enferma, demasiado delgada, tus ojeras, tu
ropa…
Ana: (Sonríe) Me salvaste y
ni siquiera te diste cuenta. Te seguí después hasta aquel bar. Vi como bebías
solo. Quería entrar, hablar contigo. Pero no me atrevía. No sabía como
abordarte. Era la una de la madrugada cuando saliste tambaleándote. Y me quedé
en blanco, estaba ahí, en medio de la calle, tú acercándote y no sabía que
decirte. Entonces, justo cuando estabas a mi altura te pregunté: “¿Dónde está la salida?” Me sentí
estúpida, dudaba incluso que me hubieras escuchado. Pero tú te paraste, me
miraste fijamente durante unos segundos, y no sé cómo, pero comprendiste lo que
quería decir. Y me diste un abrazo. Un largo y cálido abrazo. Había pasado
tanto tiempo desde que la última vez que alguien me había abrazado... Luego me
sonreíste y seguiste tu camino. Pero de alguna forma… me despertaste. No hay
otra palabra para expresarlo. Dejé a Peter. Volví a Madrid. Y de pronto, justo
tres meses después, volví a encontrarte en aquel portal sin ni siquiera
pretenderlo…
***
Es tímida y viciosa, como si hubiera dos mujeres en su interior
empujando en direcciones opuestas. Acaricia y luego muerde hasta hacerme
sangrar. Mis dedos de pianista recorren el vórtice de sus caderas, desbrozando
su ropa interior. Lujuria. Desesperación. Poesía gastada, como un gesto de
galantería en la primera cita. Me araña la espalda. Intenso someterla. Desollamos
nuestros labios. Calor. Sudor. Flujos mezclándose, descendiendo por sus muslos.
Salvaje penetración de violador. Caricias llenas de cínico romanticismo.
La anorgasmia sobrevuela sobre nosotros, pero me siento ajeno a los
retos. Los detesto. Me separo de ella, deslizo los dedos por su cuerpo
recorriéndolo, penetrándola. Gime. Se arquea. Reacciona a los estímulos, todo
sigue adelante, in crescendo. Pero justo antes de llegar, una puerta en su
cabeza se cierra, la frustración empaña sus ojos. Oh, mi pequeña y jodida
muñeca rota.
Empieza a chuparme la polla. Alargo la mano, abro un cajón de la
mesita de noche y saco la petaca. Bebo con rabia. Todo ese pelo encrespado
subiendo y bajando, como una maldición griega sobre mi cuerpo, devorando con
avidez al monstruo purpura, quedándose sin resuello. Su coño lubrica siguiendo
el guión establecido, pero ella no lo conseguirá. El dolor y el placer
indisociables. Sigo bebiendo.
La pongo a cuatro patas. Separo sus labios y se la meto sin contemplaciones.
La cojo del pelo con saña, enredándolo en mi muñeca, y aumento el ritmo. Su
culo se mueve con lucidez. Afilo la petaca. Sigo insistiendo sobre su cuerpo,
me dejo llevar, sus pezones son punzones de hielo, me agarro a ellos en una
caída de siglos. Muerdo su cuello, largo y elegante. Ahoga un gemido. La saco
totalmente, acaricio la entrada de su coño y luego brutalmente se la hundo con
fuerza. Abducir su boca con mi lengua, todo el peso de mi cuerpo
inmovilizándola. Mis manos rodeando su cabeza, lubricando una mezcla espuria de
lenguaje obsceno y frases de amor. Me rodea con sus piernas, usa las uñas.
Intento sujetar su violencia. La cama hace demasiado ruido. Todo gira. La sed
continúa. Mi polla es un hierro al rojo vivo que nos convulsiona. Las sinapsis
crepitan, pavesas de lujuria cegando nuestros ojos. Quiero llenarla pero es un
océano ilimitado.
Todo sigue, y sigue, y sigue. Una hora. Quizás dos. Sudor. Oscuridad.
Calor. Amor. Odio. Dolor. Colisión. Abismo inescrutable. Cierta lucidez ilumina
la escena justo antes del orgasmo, ese fugaz y turbador sosiego. Movimiento
espasmódico de amor blanco que vierte encrucijadas genéticas en su interior. Nos
separamos. Ana suspira débilmente. Al rato me acoge en un abrazo lleno de
posdatas. Fingimos y cerramos los ojos.
Horas después el cuchillo atraviesa mi costado. No importa. El fracaso siempre fue mucho más doloroso.
Mi problema ha sido siempre la soledad. Es cierto que soy inmadura,
cobarde, efímera, idiota, inestable, insegura, fervientemente egoísta. Soy
muchas cosas. Pero también existe mucha soledad en mí, siempre me he sentido –a
pesar de mi familia- aislada, ajena. La primera vez que empecé a sentirlo fue
cuando perdí la fe. Estaba segura de que existía algo, sentía una presencia. No rezaba: hablaba con él por las
noches, le contaba como había sido mi día. No siempre. A veces. Cuando lo
necesitaba.
Pero una noche que estaba sola en casa –debía de tener nueve años-,
tuve la necesidad de algo más tangible. Entonces fui a la habitación de mi
hermana, que a pesar de tener tres años más que yo todavía conservaba sus osos
de peluche, cogí uno, volví a mi cama y dormí abrazada a él. Y a la noche
siguiente lo noté: silencio. Como si se hubiera orquestado una versión infantil
del becerro de oro. Es una idiotez, todo mecido por la imaginación de mi mente
infantil, pero más que comprender sentí que el amor de mi dios era como el de
mis padres: mezquino, egoísta, supeditado a unas reglas. Quizás todo tuviera que
ver con el hecho de que en ese momento estuvieran a punto de divorciarse. El
típico chantaje emocional en que parece que los hijos son muebles, dividendos,
algo que repartir.
Al final no se separaron y siguieron jugando a la familia feliz. En
cuanto a mi fe, todavía quedaban rescoldos, pero a los dos años tuve que hacer
la comunión y ahí desapareció del todo. A mí me gustaba ir a la iglesia los
domingos, sí, había que levantarse y sentarse cada cierto tiempo y las
historias del cura eran en su mayoría muy parecidas unas a las otras, pero era
una iglesia de pueblo y si no eras muy ruidoso te dejaban jugar con libertad.
Podías ir de un lado a otro, aspirando el olor a incienso, mirando los santos,
tocando la madera del confesionario, de los asientos. Pero sobre todo lo que me
gustaba era ir al margen del presbiterio y quedarme observando fascinada la
mesa con las hileras de velas. El calor, la cera, el rito de mujeres enlutadas
acercándose con manos artríticas encendiendo otra vela con la mecha de la
anterior. Podía quedarme horas mirando los cirios consumiéndose. Como si
hubiera algo más complejo que aún no podía comprender pero que de igual forma
me serenaba.
Pero poco antes de hacer la comunión cambiaron todo eso por una
consola llena de bombillas que se encendían al echar dinero, monedas, como una
tragaperras. Me sentí horrorizada, y lo peor fue ver a esas mujeres haciendo lo
mismo, como si nada hubiera cambiado. Fue desolador. Una semana después me
confesé, comí con desagrado la hostia sagrada de pan ázimo y todo terminó. No
volví a entrar en una iglesia nunca más.
No me había ido mal en la escuela. Pero luego las cosas cambiaron. Mi
hermana empezó a ir al instituto y me quedé sola con el cambio de clase. Y por
alguna razón, o quizás por ninguna en particular, un grupo de chicas empezó a
hacerme la vida imposible. Me insultaban, me rompían los apuntes, me tiraban
del pelo. Intenté pedir ayuda, pero los profesores no podían estar siempre ahí.
Y mis padres tenían sus propias preocupaciones, no le dieron demasiada
importancia. Fueron dos años. Y sé que suena a excusa, todos hemos tenido
adolescencias jodidas. Quizás yo soy más débil. Pero sentí físicamente como me
replegaba dentro de mí. La soledad cada vez más profunda. No sabía como
reaccionar. Estaba cubierta de hielo y las heridas no resbalaban, se
incrustaban conmigo dentro del frío.
Me refugié en la lectura, en mundos de ficción donde los protagonistas
eran fuertes, sabían como actuar y qué decir en cada momento. Llevaban otra
vida. Me volví una romántica. No sé, cultura pop, aquella frase de El Cuervo: “Las casas se queman, las personas mueren,
pero el amor verdadero es para siempre” Releía Cumbres Borrascosas,
diseccionaba Dirty Dancing. Pero no me atrevía a acercarme a ningún chico.
Estaba en el instituto y me sentía invisible. Quizás lo fuera. Empecé a vestir
de negro, me dejé el pelo largo para que me cubriera la cara. Empecé a leer compulsivamente
cualquier cosa relacionada con vampiros. Y escribía relatos sobre ellos,
naufragaba en deseos de vivir como una sombra inmortal, transformarme en una
niebla que se elevase por encima de todos. Sublimaba mi ansiedad sexual, porque
todo el mito del vampirismo se basa en liturgias eróticas: el cuello, la
sangre, la entrega. Había una parte de mi cerebro que me llamaba inmadura. Pero
me sentía feliz.
Fue divertido. Pero al final la Nada
me consumió. No quería, no podía darle
un nombre a la Emperatriz. Porque la magia no existía. Y sentía que para
avanzar tenía que mutilar esa parte de mí. Y así lo hice.
Llegó la universidad. El sexo.
Oh, sí. Al final abrirse de piernas resultó sencillo. Sencillo. Sencillo.
Pero
hay algo que echo de menos, que solo he sentido parcialmente. Follar es genial.
Maravilloso. Pero follar con quien amas y ser correspondida debe de ser el
éxtasis. Porque no es solo la poesía de una voz en tu oído. No es convertir un
ejercicio gimnástico en algo trascendente. Tampoco es dejarte llevar por la
química fastuosa de tu cerebro. Ni un sentimiento de propiedad. Ni la
Naturaleza reclamando su legado. Tampoco es buscar el desasimiento, la entrega
brutal, la piel desgarrada. Tampoco es rozar un cuello lleno de empatía y
pensar que su olor es el mejor perfume que existe. No. Es todo eso a la vez,
multiplicado por mil. Estoy segura. Es la única fe que conservo. Algo que
todavía no he vivido. Algo que todavía estoy buscando.
Aún no he terminado de
vestirme cuando Alicia llega a mi casa. Le invito a que suba y le sirvo una
copa de vino. Lleva una chaqueta de algodón negro con hebillas frontales y
lazada. Hago un gesto. Con un suspiro entreabre la tela: está exultante, top
imitando un corsé negro, falda escasísima, botas altas, esposas a modo de
cinturón. Yo no me he molestado demasiado, pantalón de cuero, camisa negra de
escarola… lo importante es el collar con cadena que llevo en el cuello y que
marca mi condición de sumiso. Tengo sentimientos encontrados, pero es la mejor
forma de pasar inadvertido.
Alicia: Estoy nerviosa…
Mario: No te preocupes, no esperes ver parejas follando,
fisting, lluvia dorada... Todo es mucho más elegante, como un local normal pero
con más de un cuarto oscuro. Quédate arriba, en la zona de baile, yo me
encargaré de bajar abajo, a la mazmorra.
Alicia: ¿Mazmorra? (suspiro) Prefiero no conocer más detalles.
Cojamos un taxi, no quiero estar con esta ropa en la calle más tiempo del
necesario.
Una lástima, está tremendamente
atractiva. Miguel es un hombre con suerte. Cogemos ese taxi. Nada más llegar
vemos a Natalia en la puerta. Está vibrante, una autentica dominatrix. Todavía
ejerce influencia sobre mí, no creo que eso desaparezca nunca. Nos da unos
pases y entramos. Deciden ir juntas y buscar algún conocido de Ana en la planta
de arriba.
Miro a mí alrededor y
sonrío, quizás sean reminiscencias de mi etapa gótica adolescente pero me encanta
la estética BDSM, resulta perturbador ver a tantas mujeres desbrozando su rol
de sumisión o dominación con unas botas altas, un uniforme, llevando solo ropa
interior por exigencia de su Amo. Imagino el sonido del azote, como se
humedecen ante el dolor posesivo de la fusta o el látigo pequeño recorriendo su
cuerpo, azotando piernas, pechos, sexo, consiguiendo que lleguen al orgasmo sólo
con eso. Esa clase de poder me fascina.
Suspiro. Concéntrate. Bajo
las escaleras, voy a la zona de juegos, al jardín de tortura como les gusta
llamarlo aquí. Abro la puerta que da al interior. Sí… ese olor a cuero, sudor,
sexo, almizcle, lo echaba de menos. Es pronto pero ya hay varios grupos
divirtiéndose, esclavas cedidas a otros Amos, la cera caliente cayendo sobre
sus cuerpos, sus pezones atrapados por unas pinzas con cadena. Avanzo
lentamente contaminando la mirada, enfebrecido, queriendo unirme. Alicia me manda
un whatsApp escandalizada: arriba están haciendo una subasta con varias chicas.
Le respondo que es un juego normal, ellas también disfrutan, todo está consensuado.
Me responde con un emoticón de perplejidad.
Una joven Domina me mira
con arrogancia mientras practica trampling con su sumiso, clavándole sus tacones
rojos en la entrepierna y el estómago. Un juego intenso. Supongo que estar
rodeado de este atrezzo de cruces de San Andrés, jaulas y látigos provoca que resulte
más fácil dejarte llevar. Al fondo dos dominantes someten a su desnuda sumisa.
Antes la han exhibido por todo el local con un cepo en el cuello y las manos.
Dejan su culo expuesto sobre una especie de potro moderno o silla de spanking y
empiezan a azotarla con fuerza. Pequeños gritos. Piel encarnada.
El pitido del móvil me
saca del sopor: Alicia ha encontrado a Ana. Subo lo más rápido que puedo. Cuando llego han apagado las luces, en un pequeño escenario están
cubriendo con cuerdas y nudos a una chica: van a alzarla, una performance de bondage de suspensión. Las
cuerdas son de algodón, teñidas de un rojo agrio. Hace juego con la pintura que
cubre su cuerpo, cicatrices, lágrimas de sangre que recorren su cara, sus
pechos y se pierden entre los muslos. Reconozco a la mujer: Ana.
Alicia se pone a mi lado,
de momento no podemos hacer nada. Terminan los nudos: profesionales, clásica
posición hogtied, aseguran la cintura y el torso con manos y pies y la alzan desde
un solo punto. Poleas. Música de fondo, ¿Carmina
Burana? Flashes. Sube un metro, dos… Se alza por encima de todos nosotros,
el pelo cubriéndole la cara, las manos a la espalda, las piernas formando un
ángulo recto, su cuerpo convertido en arte. La música in crescendo, gira en el
aire y se pone boca abajo. Abre los ojos y me mira fijamente, a mí, como si
fuera consiente de mi presencia desde que entré en la sala. Sonríe. La música
nos cabalga. Su cuerpo sigue girando. Hay varios focos iluminándola. Estamos
todos extasiados. Hasta Alicia está impactada por la belleza del momento. De
pronto la música se agrieta, los focos se apagan, sólo queda uno a ras de suelo
golpeándola con una intensa luz roja, iluminando el maquillaje visceral de su
rostro mientras gira cada vez más deprisa. Pasan unos segundos y va poco a poco
apagándose. Fin. Murmullos. Alicia intenta acercarse al escenario. Se encienden
las luces de improviso cegándonos: no hay nadie en el escenario. Es
imposible, no hay ninguna salida, ni siquiera una ventana. La gente sale de su
aturdimiento y empieza a aplaudir.
Alicia: Joder, ¿dónde está?
Natalia habla con el
responsable de la fiesta. Se muestra hermético: Ana le envió unos vídeos con la
performance para participar. Aparte de eso no sabe nada de ella. Es como un
fantasma de la red que aparece en cualquier evento europeo, participa y luego
desaparece. Alicia está desquiciada. Justo cuando empieza a subir el tono de la
conversación recibe una llamada de Miguel.
Alicia: No es un buen momento, Ana ha estado aquí y nadie
quiere ayudarnos…
Miguel: No importa. Acabo de hablar con la policía: han
retirado los cargos. Ana se presentó esta mañana en comisaria y tiene una
coartada solida. Habló desde allí con sus padres, locuaz y alegre al parecer. Estamos fuera. Ya
no hay caso.
No sé por qué le he dicho
eso a Alicia, realmente nunca me he movido mucho en ese ambiente, yo solo
quería estar con Natalia, lo demás no me importaba. Nunca iba con ella a
fiestas, la esperaba en casa y poco más. Ella me lo permitía, era
condescendiente, supongo que sabía que no era realmente sumiso, solo
dependiente. En aquella época estaba totalmente perdido, necesitaba un ancla,
alguien que tomase las decisiones por mí. Y Natalia me ayudó mucho. Mucho.
Busco algo de ropa en el
armario, cuero, látex, atrezzo. Supongo que si Alicia viste como le he
insinuado no tendremos problemas en entrar. Tanteo el estante de arriba. Kirk
maúlla. Es un aviso, ese cabrón de ojos verdes en el fondo me aprecia. Pero
necesito mirar en ese estante, ahí guardo todo eso. Saco un par de mantas, las dejo en el suelo y vuelvo a subirme a la silla. Sonrío al ver la cámara de vídeo, no lo recordaba, y también una bolsa llena de esas pequeñas cintas mini dv tan farragosas de pasar a dvd... Me siento tentado de sacarla y conectarla al televisor. Ver ese viaje
a Ferrol que hice hace cinco años, cuando tenía planes y parecía que el tiempo
no era un enemigo tan voraz.
Kirk vuelve a maullar, ronronea a mis pies, me mira
estático. Ah, claro: al fondo está la caja de fetiches, llena de postales,
cartas, billetes de avión, entradas de cine, conciertos, teatro; las cartas de
Alba: tinta azul sobre papel rojo, hablando sobre el amor y el futuro. Y
también alguna mía, devuelta ya sin mérito. Trémula mano tanteando el pasado.
Cojo una postal, la imagen corresponde a la Ciudadela de Barcelona, detrás hay escrito algo con mi letra ruinosa:
Querida Laura:
Empezó a llover.
La gente corría a sus casas y me quedé solo, extrañamente feliz.
Siempre estás
conmigo.
Tuyo, M.
Enamorarte agudiza tus
sentidos, el mundo se transforma en algo más bello y complejo, las cosas prosaicas se
vuelven íntimas, alargas la mano, apartas el mechón rebelde que tapa sus ojos celestes,
sonríes al silencio.
Ana… No se lo he dicho a
Alicia pero recibo páginas de su diario, acrósticos, la fecha tachada. Tiene
una letra bonita, ligeramente inclinada a la derecha. Es otra mujer de puntos
suspensivos. Me fascina. Pero no quiero ir a esa fiesta. Quiero olvidarme de
todo, buscar trabajo, pagar el alquiler, comprar otra botella de vino. No
quiero complicaciones. Luego solo quedan estos fetiches, estas postales,
muescas en el tiempo, la saudade, esa
palabra que significa soledad, melancolía, nostalgia por la distancia que te
separa de algo amado, algo cuya añoranza nunca vas a poder resolver. Solo queda
la falda airada, el golpe de viento, la estela blanca en el cielo, la sombra
desnuda en las sabanas, el salitre manchando las mejillas, el otoño, los
alisios, billetes de vuelta a portales con sabor a Satie y Pessoa. El universo no conspira: bosteza hostil ante tus ilusiones.
Me quedo un rato mirando
la postal. Un rato largo. Luego me levanto y voy a la cocina. La meto dentro de
la lavadora. La enciendo y me veo girar ahí dentro. Girar y girar.
Desintegrarme.
Con la resaca y todo el
asunto de la policía no recordé un detalle importante: Ana había estado en mi
habitación sola varías horas, quizás hubiera accedido a internet. Tengo un
programa en mi ordenador que graba todas las pulsaciones del teclado en un archivo
de texto. El motivo no viene al caso, pero como os podéis imaginar tiene
relación con una mujer. ¿Y sí…? Encendí el ordenador y lo comprobé.
Efectivamente, se había conectado solo unos minutos para revisar su correo y
tenía su contraseña. Entré en su cuenta. Solo había un mensaje enviado hace
apenas dos horas: había quedado esta noche con un impresentable de un blog. Era
mi oportunidad. Tenía el tiempo justo para llegar a Sol.
Cuando bajo del taxi el
tal Carlos ya está luciendo su mejor sonrisa e iniciando la aproximación. Puto
gañan. Ana está a su lado. Y además hablando con normalidad.
Ana: ¿No te da la impresión de que la gente da su opinión
indiscriminadamente, cómo si creyera que su cerebro está a la altura del
silencio?
Mario: Sí, es como si regalasen papel higiénico usado en cada
esquina. Joder, me alegra encontrarte tan locuaz. Tenemos una conversación
pendiente.
Andrés: Oye ¿tú quién cojones eres...?
Mario: Vamos a ahorrarnos la escena de macho alfa violento,
¿de acuerdo Carlos? Ana se viene conmigo, sino la siguiente opción será llamar
a la policía y estoy seguro que ella no quiere eso, ¿verdad?
Ana: No… Además, tú no eres Carlos. Dile al capullo de tu
amigo que es un cobarde y que acaba de perder la oportunidad de echar un buen
polvo. Larguémonos de aquí. (Se da la
vuelta y empieza a caminar)
Mario: (Vaya, la gatita
tiene uñas. Le miro, me encojo de hombros y salgo detrás de ella) Interesante… ¿tienes hambre? Podemos ir a la Plaza
Mayor y cenar algo mientras hablamos.
Ana: Prefiero ir a tu casa. Podríamos comprar una botella
de vino y celebrar este reencuentro.
La miro con cierto
desasosiego: no tiene nada que ver con la mujer que estuvo conmigo en la playa.
En cualquier caso me parece una buena idea. Compramos la botella, algo de
comida y cogemos otro taxi.
Cuando llegamos me dice
que quiere encargarse de preparar la cena. No quiero discutir, ya lo haremos
después. Me doy una ducha. Cuando salgo ya está todo preparado. Aparte de
diversos canapés ha puesto unas velas. Casi parece una cita. Pongo algo de
música. El socorrido Miles Davis. Después de la cuarta copa de vino decido que es
el momento adecuado para dejar las banalidades y empezar a hablar.
Mario: Hay algo que me tiene intrigado, ¿por qué me mandaste
ese mensaje de texto desde el teléfono de Peter?
Ana: Quedé con él, no sé, algo fue mal, no lo recuerdo
bien. Después pensé en ti. Quería probarte. Ver como reaccionabas. Sin embargo
no hiciste nada. Fue algo… decepcionante.
Mario: "Con
este temperamento ¿qué podré hacer en la vida? ¿Haré algo más que charlar,
pasar, vagar, deliberar, huir? Me pasa lo mismo que a aquel hojalatero de
Palafrugell que un día me decía: - ¿Sabe lo que hago cuando no me tengo de
trabajo, cuando me acosan por todos los lados?...”
Ana: “Pues ahora
se lo diré: me voy a dormir..."
Si, Josep Pla. Entiendo… Hace un par de años también tuve un diario. Pero nada
que ver con eso. De hecho había imprimido una de las entradas favoritas de Carlos.
(Saca un papel del bolsillo interior de
su pantalón) Léelo a ver que te parece.
08:00
Despertador. 08:01 Quedan treinta y seis años, cuatro días y tres minutos para
el Fin.
Mario: Es muy bueno (se
lo devuelvo) Pero vamos a lo importante: la policía te está buscando. Tus
padres también. Han asesinado a Peter.
Ana: (Abre los
ojos desmesuradamente) ¿Peter…muerto?
¡No…!
Mario: No finjas conmigo. Hiciste lo correcto. Era un
psicópata. La policía le ha estado investigando: no eras su primera victima,
llevaba abusando de mujeres desde hacía muchos años. No se conformaba con
destrozarlas, luego seguía chantajeándolas con los vídeos que había grabado de
ellas, pidiéndolas dinero. Era un animal rabioso.
Ana: No… no sé de qué hablas. Peter siempre fue amable
conmigo (empieza a llorar)
Mario: ¡¿Pero que dices?! (Modero
el tono) Te violó Ana. La única forma que tienes de superarlo es aceptar lo
que pasó. Te ha dado palizas. Era un monstruo
Ana: ¡No, no, NO! (voz
infantil) ¡Fue Erika, ella me
obliga a dormir, ella hace todo lo
malo! (gimotea como una niña, escondiendo
la cabeza entre las manos)
Mario: (Anonadado
por la reacción) Joder, ¿realmente no
recuerdas nada?
Ana: (Levanta el
rostro: se está riendo) ¡Ja, ja, ja! Eres
TAN ingenuo. Me gustas. No, no tengo doble personalidad. He tenido mi cuota de vivencias
jodidas. Peter fue una de ellas. Me alegra que esté muerto. ¡Un brindis por
ello!
Mario: Eres irritante. (Escancio
mi copa de vino en una muerte vertical. Ella gentilmente me sirve más) Jodidamente
irritante. No importa. Esto ya ha acabado. Llamaremos a tus padres y volverás a
Valencia… Erika (la mira con cierta
sospecha)
Ana: Llámame como quieras. Pero aun no podemos avisar a mi
familia, ni a la policía tampoco. Hay otra persona mucho más peligrosa que Peter.
Y nos anda buscando a los dos.
Mario: ¿Más mentiras? (De
pronto siento un mareo)
Ana: Sí cariño. Más, muchas más...
Mario: Me siento mal, parece que la bebida… (Caigo de la silla, el suelo me abraza como
una lápida. No puedo moverme)
Ana: La bebida. Y un poco de Rohypnol, ya sabes, esa droga
que se utiliza para violar a las chicas en las fiestas.
Mario: Ana, no…
Ana: Oh, que encantador eres. Realmente tenía muchas ganas
de tener otra cita contigo, ¿o qué creías, qué revisar mi correo desde tu
ordenador y luego quedar con ese pusilánime fue una casualidad? Pero ahora -me
toca ligeramente la cara-, ahora no sé, realmente me has puesto muy cachonda. Que
lástima que no vayas a recordar nada… mírate, totalmente ido ya. Pero la tentación
sobrevuela sobre nosotros y no hay que despreciarla, ¿no crees…? Fin Capítulo 17.
Cuando llego a comisaria están también ahí los padres. Son una familia
pudiente de Valencia. Según parece Ana lleva más de ocho meses desaparecida.
Fue en Valencia cuando alguien la reconoció en la playa, apuntó mi matricula y
avisó a la policía. Me llevan a una sala y empiezan a interrogarme.
Observo a
los padres, perplejos, cansados, como si hubieran envejecido una década de
golpe. Carla, la madre, me mira inquisitiva.
Realmente no puedo contarles demasiado. Me siento culpable pero quiero
proteger a Natalia. Les digo que la conocí hace un par de días cuando salía de
una discoteca, fue en la calle donde empezamos a hablar y luego fuimos
directamente a mi casa. Solo hablamos de banalidades, no me dijo ni donde
vivía, a que se dedicaba, nada de su vida actual. Lo de ir a Valencia fue idea
suya y quería complacerla. El domingo desapareció mientras dormía. Les enseño
el mensaje que recibí de Peter. Uno de los policías coge el móvil y empieza a
manipularlo. Hace una llamada. Le salta el contestador.
Mario: Yo también he intentado contactar varías
veces pero siempre está apagado, ¿sabéis quién es ese Peter?
Policía: Hemos averiguado hace poco que Ana estuvo
viviendo siete meses con él en Londres. Al parecer contactó con ella a través
de internet, en unos foros de temática un tanto… inquietante. Cuando se fue de
casa se llevó sólo su portátil y una maleta con ropa, da la impresión de que
fue algo impulsivo. Él es una persona peligrosa, con antecedentes psiquiátricos
y problemas familiares muy serios. Tiene una denuncia por malos tratos de su
anterior pareja, que se retiró cuando el juicio ya estaba a punto de
celebrarse. También está en paradero desconocido. Dejó su trabajo sin dar
ningún aviso y lleva un mes sin aparecer por su domicilio. No sabíamos nada de
Ana desde marzo hasta que apareciste con ella en Valencia.
Entra en la sala otro policía, al parecer mientras estaba aquí han
tomado declaración a alguno de mis vecinos. Todos confirman mi versión. De
todas formas me mira de forma extraña, supongo que alguno de ellos han añadidos
detalles desagradables sobre mis hábitos de vida.
Los dos policías me miran con gesto adusto pero me dejan irme. Me
despido de los padres en la salida de la comisaría. Emilio me da una tarjeta
con su número.
Mario: No se preocupe, sí recuerdo algo más o se
vuelve a poner en contacto conmigo les avisaré inmediatamente.
Me dirijo directamente a casa de Natalia. Atravieso como una tromba su
salón.
Mario: No me jodas Natalia, te he protegido ante la
policía, me están amenazando. Lo mínimo es que me cuentes que sucede.
Me mira con una mezcla de preocupación y cansancio. Me conoce, sabe que
no es momento de discutir, nos sentamos en su habitación y empieza a hablar.
Natalia: A principios de abril estaba en mi turno en
el hospital en el ala de psiquiatría cuando llegó de madrugada una chica
inconsciente a urgencias. Se había tomado un bote de pastillas. Le hicieron un
lavado de estomago y la salvaron de milagro. La habían traído en un taxi y ella
no llevaba su documentación. No teníamos ni siquiera un número de contacto.
Cuando despertó me llamaron para que tuviera una pequeña charla con ella. Pero
ella lo negaba todo, decía que simplemente tenía problemas para dormir y que se
había pasado con la dosis. Nada premeditado. No quería que llamásemos a nadie,
solo quería irse. Le contesté que en una situación así debíamos de contactar
con algún familiar. Entonces se puso histérica, se arrancó el gotero y se lanzó
a mi cara. Me araño, estaba completamente fuera de sí. No pude controlarme,
llevaba haciendo guardias dobles toda la semana y le di un bofetón. Te juro que
me arrepentí inmediatamente. Pero lo peor fue su reacción. Tenías que haberla
visto. Fue como en una de nuestras sesiones. Se tumbó en el suelo de cuclillas,
los brazos extendidos a los costados y empezó como en una lenta letanía: “Perdona mi Amo, perdona mi Amo, perdona mi
Amo” Estaba horrorizada. La incorporé e intenté meterla de nuevo en la
cama. Se desmayo en mis brazos. Me sentí tan culpable que me quedé a su lado
hasta que volvió a despertar.
Estuvo un par de días más en el hospital. Le pregunté cuando le dieron
el alta si tenía algún lugar al que ir. Me respondió que no y le ofrecí mi casa
hasta que encontrara un trabajo o quisiera volver con su familia. La tenías que
haber visto, Ana apenas sonreía, pero cuando lo hacía iluminaba toda la
habitación.
Estuvo conmigo un par de semanas. No hablamos mucho. Pero si conseguí
que me contase lo que le había sucedido. Ella siempre había tenido curiosidad
por el BDSM y a principios del año pasado conoció a un chico a través de un
foro que vivía en Londres.
Mario: Peter…
Natalia: Sí, eso es. Peter es, básicamente, un psicópata.
Estoy segura de que Ana no ha sido su primera victima. Con la excusa de
ayudarles a entrar en este mundo capta a chicas jóvenes con problemas, familia
disfuncionales, poca experiencia a través de foros, chats y redes sociales.
Luego las va convenciendo de que la única manera real de vivirlo es un 24/7 y
mudarse con él. Allí las aísla poco a poco y machaca sutilmente su autoestima
hasta que consigue que dependan de él por completo. Después de eso empieza con
las vejaciones, malos tratos, roles de esclavitud y todo lo demás. Ni sano ni
consensuado. Ya he conocido alguno así.
No te voy a contar los detalles sórdidos. Tiene casi cincuenta años y
lleva media vida medicado. Ana acabó un par de veces en el hospital. Pero no se
atrevía a abandonarle, la había amenazado de muerte, la decía que si le dejaba
enviaría a sus padres todos los desagradables vídeos sexuales que había grabado
de ella. Me insinuó incluso que la había violado.
Mario: Joder, toda esta historia apesta. Tenemos que
ir a la policía y contarles todo esto. Ese tío es peligroso.
Natalia: Hay muchos claroscuros, en todo esto, cosas
que Ana no me contó. No sé como escapó. Que sucedió exactamente. El jueves
cuando volví a casa estaba muy asustada. Había visto a Peter en el portal. Solo
era capaz de repetir: “Es él, es él, es
él”
Mario: Y fue esa noche cuando me llamaste.
Natalia: Sí, la obligué a salir a la calle. No había
nadie. Pedimos un taxi y le di tu dirección. Yo me quedé allí. Ningún coche
salió detrás de ella.
Llaman al móvil. Es Emilio. Miro a Natalia. Quizás saben algo nuevo de
Ana.
Emilio: (su voz
suena apagada) Hola… Han encontrado a Peter hace una hora.
Mario: Perfecto. Él es la causa de todo esto. Ahora
Ana aparecerá…
Emilio: (pausa)
Esta muerto.
Mario: ¡¿Muerto?! ¡¿Pero cómo ha sucedido, un
accidente?!
Emilio: No ha sido un accidente. Lo han asesinado. (pausa) Hay más. Lleva muerto varios días, es imposible que fuera él quien te
envió ese mensaje el domingo. Ahora te llamará la policía. Ve de nuevo a la
comisaría. Es posible que necesites protección.
El sueño es brutal. Quiero,
como queremos todos instintivamente, penetrar de alguna forma en el corazón de las
cosas, acurrucarme en su útero y sentirme seguro de nuevo. Y para ello necesito
ahogarme en el alma de esta mujer, llegar a ella a través de la maraña de velos
de su carne. Tiene los ojos verdes más salvajes que he vislumbrado en mi vida,
su pelo agitándose como bucles vivos de goce, ciervos rojos aturdiendo su cutis.
Pero ya estamos en la despedida. Ella no es diferente de otras muchas mujeres
que son capaces de apartarte de su pensamiento como quien se cambia de abrigo.
Resulta inquietante la facilidad que despliegan: un día existes, al siguiente
te han olvidado. Aniquilado. Fagocitado por la nada.
Y así, siguiendo hasta el
final todos los gestos orquestados, tras una docena de pasos nos volvemos –el
amor es un duelo, los sentimientos las balas-, y nos miramos por última vez,
como un último acorde reverberando en una sala de conciertos ya vacía.
Me despierto sobrecargado.
He vuelto a soñar con Sara. He vuelto a soñar con la sensación que me producía.
Sara, de ciclotímica belleza. El hecho de que quisiera divorciarse -apenas dos
años después de casarse-, porque se había enamorado de un chico al que apenas
conocía da una imagen bastante clara de ella. Por un lado valiente. Pero otro
lado irresponsable, dejándose llevar por sus impulsos sin tener en cuenta los
sentimientos de los demás, como si el hecho de estar enamorada de la idea del
amor le diese patente de corso para hacer cualquier cosa sin consecuencias.
Cuando me dio más detalles
de su pasado entendí el motivo. A fin de cuentas solo somos pequeñas piezas de
un puzzle muy básico. Los niños son muy sensibles con su entorno, notan la frialdad,
el desapego, el rechazo -aunque sea sutil- de sus padres. Ahí se crea el
primer germen de esa ansiedad. La ansiedad por tener una relación con alguien
que consolide tu lugar en el mundo. Necesitas ser amado. Y dan igual tus relaciones
posteriores, si has disfrutado de una adolescencia feliz, si has tenido amigos…
al final caerás una y otra vez en lo mismo. Quizás sea a través del sexo, o de
ideas peregrinas sobre el romanticismo que sólo son posibles en la literatura o
en el cine. Camuflando esa dependencia e inmadurez con una sensible fragilidad
que confunde con su pretendido candor.
Sara se divorció. Intentó
tener una relación con el muchacho en cuestión. Pero sólo hubo rechazo.
Seguramente le asustó tanta pasión, tanta intensidad. Se separaron. Pero ella siguió
obsesionada, como si sus sentimientos hicieran girar el mundo, ¿cómo es posible que él no me corresponda, cómo puede seguir con su vida como si no hubiera sucedido nada?
Pasó casi un año, volvieron a quedar un par de veces, y ella, mi frágil
mariposa, acabó llorando en una acera con las bragas amoratadas.
En ese momento aparecí yo,
una idiotez, porque el final estaba auspiciado con un neón de grandes colores
con la palabra dolor. Quizás con otra
persona hubiera tenido podido disfrutar de más tiempo, pero ella quería el
golpe en el estomago, las mariposas izándola, creía que ahí afuera existía
alguien que conseguiría la transmutación de su alma, que la convertiría en
Audrey Hepburn o Amélie, que la salvaría dentro de una burbuja de amor
perfecto.
Y así seguimos adelante
con el ridículo guión del amor. Tuvimos el escenario. Las palabras. Los gestos.
Incluso tuvimos la despedida dramática en el aeropuerto. Sentimientos de saliva
que se secan demasiado rápido.
Pero, ¿a quién quiero
engañar? Leía hace poco un poema de Bukowski que terminaba así: “Todos mis poemas eran falsos” Y es
cierto, los escritores somos los mayores mentirosos que existen, somos un gran
fraude, sodomizando la idea del amor, del orgasmo imperecedero cuando sabemos
mejor que nadie como es la realidad. Después de Sara vino Laura. Y luego
Montserrat. Y luego Domi. Y luego la siguiente musa que fue mejor que todas las
demás. El dolor de la perdida se olvida fácilmente con cada nueva compañía. El
amor se diluye, se transforma. Sólo el cuchillo al rojo vivo de la soledad
cubre de sentimentalismo las cenizas poéticas de algunas. Solo el tedio
existencial de volver a casa de un trabajo sin sentido, de un atasco sin
sentido, de la mezquindad que te rodea, del fingimiento social. Ver que cada
día es igual que el anterior y que nadie te está esperando para hacerlo
diferente. Eso es lo que hace que busques compañía, aunque solo sea en una
especie de falsa espera despreocupada. Porque deseas lo que no tienes, aunque
conseguirlo lastre tu libertad, tus horarios, tus metas. Sí, el sexo. Claro. Puedes
follar sin tener pareja, de hecho suele ser más divertido, ¿algo más?
Sara abre sus piernas ante
gañanes más hermosos que yo que le sacuden el alma a golpes de cadera. Y ríe,
orgasma. Y luego pierde, sufre. Y todo continúa. Continúa aunque no quieras. Y
todas suspiran mientras alguien bombea encima de ellas, porque de alguna forma
mágica y especial sienten que están llegando a su corazón. O quizás solo sea
esa copa de vino que han tomado de más. Es más fácil pensar eso, entrar en el
juego. El amor: una hoja de otoño atrapada en un libro que nunca volverás a
leer.Olvídame. Olvídame. Olvídame…
Pero después de pensar de
forma tan cabal sobre todas estas cosas, como soy una persona muy incoherente y
representativa de lo peor de la humanidad, saco mi enorme monstruo púrpura y me
masturbo violentamente hasta eyacular sobre las sabanas todo el amor blanco y
ponzoñoso que siento por esa mente de adorable imperfección.
(…)
Llaman a la puerta. Cuando
abro un mensajero me entrega una carta certificada. Firmo el resguardo. Es un
texto muy breve:
“Le informamos que debido a sus múltiples
ausencias en el trabajo y su reiterante incapacidad para desempeñarlo de forma
conveniente nos vemos obligados a prescindir de sus servicios. Naturalmente
consideramos el despido procedente y objetivo por lo cual su finiquito se
reduce a las horas trabajadas este mes. Un cordial saludo.”
Bah, tampoco tiene
importancia. Comer está sobrevalorado. Lo mismo que tener casa. Es una buena
época para ser vagabundo. Escucho como Kirk ronronea en el sofá sin demasiada
convicción. Vuelven a llamar a la puerta. Espero que está vez sean buenas
noticias. Son dos policías.
Policía: ¿Mario Kovacs?
Mario: Sí, soy yo.
Policía: (Me enseñan una
foto antigua de Ana): ¿Conoce usted a esta mujer?
Mario: No, bueno, sí, he
estado con ella un par de días, ¿le ha sucedido algo?
Policía (se miran durante
un segundo): Vístase y acompáñenos a comisaria. Hablaremos allí…
Me siento un poco aturdido
por todo lo que está sucediendo. Pero en el fondo me da igual. Soy como Bandini
durmiendo mientras su casera le pasa el aviso de desahucio por debajo de la
puerta. Como el protagonista de El Cuaderno Gris yéndose a dormir cuando hay demasiados
problemas por resolver. Prefiero no avisar de momento a Natalia. Enciendo el móvil.
Hay varias llamadas del trabajo y de un número desconocido. Un mensaje:
“Soy Peter, sé que tienes a MI sumisa, te doy 24 horas
para que me la devuelvas y la lleves a mi casa. Ella sabe la dirección. Sé todo
sobre ti, sino lo haces iré a tu casa y te castraré. No intentes joderme.”
Si fuera alguien normal me
daría un ataque de ansiedad, pero no lo soy. Una prueba de ello es que ahora
estoy viendo al fantasma de mi gato Kirk ronroneando sobre el sofá. Empiezo a
acariciarlo y me relajo. Apago el teléfono.
Miro por mi ventana y
observo a mi propio pájaro azul, mi querida vecina, omnisciente, apoyada en el
quicio de la ventana de enfrente, mirando hacía los lados con pesadumbre,
sacudiendo manteles, escobas, cualquier cosa por su ventana. Ahora, en el único
gesto de amabilidad que le he observado, también desmiga pan para los pocos
pájaros de la zona. Toda una vida así, asomada a la ventana con el rictus
contraído, huyendo así de lo que ocurría en el interior de su casa, ¿esperando
el qué? ¿La felicidad, un cambio? Sus hijos solo la visitan algún domingo a final
de mes, su marido tísico sigue tosiendo de forma estentórea cada media hora.
Nada ha cambiado. O sí. La gente infeliz se va transformando lentamente: la
cara se le llena de arrugas prematuras, el pelo pierde color, la ropa deja de
estar ceñida, su voz se transforma en un graznido altisonante, amargado y
rancio. Ella sigue ahí, en su atalaya de mierda, con su sempiterno batín azul,
el pelo descompuesto y mal teñido. Mira hacía un lado. Murmura. La vida
discurre a su lado sin que se dé cuenta.
Abro la ventana de mi
habitación, también la del salón. Hace calor, ha llegado la primavera. Hay una
forma sencilla de detectar la mediocridad en alguien: solo tienes que
escucharle, si antes de dos minutos ya se está quejando del tiempo, huye. Son
como ancianos sin dentadura cuyo cerebro gira lentamente, relojes de cuerda
rota. Ayer se quejaban del frío, ahora lo harán del calor, pequeños robots
lanzados a la calle que no te pueden aportar absolutamente nada.
Voy a la cocina: hay un
poco de arroz y una onza de chocolate. Suficiente. Bajo al chino de la esquina
y compro un par de botellas de vino. Traslado el ventilador a mi habitación y
empiezo a beber. Me gustan los días así, sin complicaciones, mujeres o ideas
importantes. Simplemente el paso del tiempo, pequeñas franjas de luz paseando
lentamente por el techo. En la universidad te corroen con el ansia de aprovechar el tiempo, con practicar la
memoria a corto plazo. Muy bien. Excelente. ¿Y luego qué? ¿Para estar diez
horas fuera de casa haciendo una tarea infernal que te mutila cualquier síntoma
de singularidad? Bueno, sí, de acuerdo, no siempre es así. No todos nos metemos
en cubículos de oficinas ocho horas diarias. No todos sufrimos atascos. No
todos somos azafatas vendiendo algún producto en la calle con la sonrisa
grapada en la cara, mueca feroz de productividad. O desahuciamos –directa o
indirectamente- a familias de sus casas. O condenamos a criminales a dos años
de cárcel y una sonrisa ante la prensa. No todos somos ministros de Rajoy:
ineptos, obtusos, fascistas y grandísimos hijos de puta. Exceptuando a la pobre
ministra de trabajo, ya la morfología de su cara nos da una pista sobre su
considerable retraso y esas taras genéticas hay que respetarlas.
Elipsis. Quizás una zona
de puntos suspensivos, de paréntesis, un interludio feroz y en blanco. La tarde
sigue desaseada. Mi mano alarga su trenza de suspiros hacía la siguiente
botella.
(…)
Realismo Lírico.
La euforia es un espejismo, como los gemidos de una puta filtrándose a través
del fláccido tabique. La ciudad está a la espera, todo el mundo tiene una
cuerda, ¿es una horca o solo sujeta un
globo de helio que quiere partir hacía arriba, hacía el fulgor de los ojos de
Dios? Pero Dios no tiene escrúpulos. Tampoco polla. Somos manos inertes
engarzadas a un crucifijo de mierda. Cerebros de hierba que trastabillan, caen
y mueren en el fango de la decrepitud. Pequeños arañazos en el suelo de la
jaula. Niñas sonrientes que se recogen la falda y te mean encima. Todo cobra
más sentido después de eso. Las esperanzas son la lava del arrebato. Imperios
derrotados por el trueno silencio que brota entre tus piernas. El zorro
corriendo bajo la luna de asfalto con mi corazón en la boca. Golpéame donde más
duele, haz que te ame; primero miel y luego el cuchillo. La muerte corre por mi
garganta como un ratón asustado. Tender la mano hacía el silencio del hueso.
Ayer escuché llorar a una mujer, la pelota a veces rebota en vuestro tejado.
Perder la poca humanidad que poseemos en algún camino letárgico. ¿Todo es irrelevante? Al final lo más importante es saber atravesar el
fuego. Un sueño fetal me envuelve con saña.
Me gusta la gente diferente, extraña, con esa inaprensible ansiedad
por vivir la vida a un ritmo de jazz. Me gustan los que escriben desde el fondo
de una botella, de un amor salvaje, que sienten y expresan algo, no sé si
importante, pero visceral, real. Hay demasiados zombies a nuestro alrededor.
Demasiado soma en un mundo feliz vigilado por el Gran Hermano. La energía de la
juventud mutilada en un “me gusta”
que creen revolucionario y solo es un pedo en el desierto. La pasión escapando
por los agujeros producidos por las agujas de sus propias mentiras. Conflictos
interiores que se resuelven con una tarjeta de crédito. La felicidad no existe,
solo las sensaciones. Todos deberíamos ir a la carretera, escaparnos de
nosotros mismos, convertirnos en bengalas ardiendo en mitad de la noche. Sí,
araña el abismo, sorpréndeme, grítame, bésame, llena de sangre mi boca.
Arráncame la piel y la ropa por ese orden. Hazme sentir algo, rompe la capa de hielo
del ennui.
(…)
Ana está realmente jodida. No habla. No come. Se queda ensimismada
mirando su propio reflejo en el vacío. He de reconocer que me fascina
sutilmente esa decadencia femenina al estilo Marla Sinclair. Se tumba en la
cama y mira al techo. Casi desde aquí puedo percibir sus grietas, como se va
desgajando, hundiéndose poco a poco en el colchón hasta desaparecer. Se está consumiendo.
No sé exactamente cómo ha llegado a este estado, quizás una violación, quizás
su pareja confundió BDSM con malos tratos. Quizás tuvo una infancia reducida a
un armario cerrado con llave. Pero no quiero simplificar su dolor eligiendo un
estante, un tópico, una excusa. Podría no ser nada. Podría ser todo. Podría
unirme a ella por pura empatía emocional.
Quizás la solución sea el mar, la inmensidad del mar ante sus ojos, el
espacio. La idea centella en mi cerebro. Bueno, ¿por qué no? Tampoco tengo nada
importante que hacer hasta el domingo. Aparte del trabajo. Llamo allí, les
hablo de un extraño virus estomacal. La pausa es demasiado larga. Quizás no he
mentido con demasiada convicción. En cualquier caso es posible que no tenga que
volver, se están deshaciendo de los indefinidos. Gracias a la nueva reforma
laboral argumentar baja productividad y devolver seis años de trabajo con un
despido procedente sin indemnización es un simple apaño de datos. Supongo que de
cierta forma inconsciente es lo que quiero. Joder. Sí. Quizás tenga vocación de vagabundo.
Nos montamos en el coche. Podríamos ir a Barcelona pero me trae demasiados
jodidos recuerdos. Opto por Valencia, tampoco tardaremos demasiado. Me siento
entusiasmado, siempre me gustaron las road movie, Kerouac echándose al camino
con el sonido del acid jazz de fondo.
Ana sigue callada. Quizás ni siquiera se ha percatado del cambio de
escenario. Está en algún lugar dentro de si misma. Me pongo a hablar por los
dos. Le hablo de mi tío Gabriel, como tenía una minusvalía en un brazo pero que
eso no le impidió sacarse el carnet de conducir. Disfrutaba conduciendo, cuando
era pequeño nos llevaba a mi abuela y a mí por todos los pueblos de la
comunidad de Madrid. Y luego, cuando llegaban las vacaciones de verano, los de
la costa de Alicante. Le encantaba visitar todas las iglesias de esos
pueblecitos, no por un hálito religioso, supongo que le gustaba observar los
detalles de su arquitectura, las figuras de los santos, el presbiterio. Siempre
iba con su sempiterno cigarrillo en la boca. Incluso cuando estaba en la playa
y se metía en el mar.
Llegamos por la tarde. Aparco. Caigo en la cuenta de que podría haber
avisado a esa chica que vive en Valencia, con la que tengo chats subidos de
tono los fines de semana cuando estoy en el trabajo. Pero no me atrevo a dejar
sola a Ana en un hostal. Vamos a una terraza, pedimos algo de comida para
llevar y nos tumbamos en la playa. Comemos en silencio. Está atardeciendo. Hay
algunas parejas. Niños. Abuelos. Turistas. El tiempo pasa. Empieza a refrescar,
la gente comienza a recoger sus cosas. La playa queda poco a poco abandonada.
Ana sigue sin reaccionar. De pronto me atenaza un profundo sentimiento de
desaliento. Estúpido, ¿qué esperaba, una epifanía, que se pusiera a saltar y
hacer castillos de arena? El mar. Joder. En la vida real lo que necesitamos es
Prozac.
Cuando me siento nervioso me da por hablar, como si el silencio fuera
una tumba de espejos. Chorradas sin sentido estilo: “lo de poner la otra mejilla es bueno, sobre todo en los bukkakes”.
Le insisto en que tiene suerte, podría utilizar mi tono autoritario de Amo y
obligarla a sonreír, a que se bañara desnuda. Podríamos tener un idilio antes
de que esta puesta de sol, sosa y poco evocadora desapareciera. O
incluso follar, quizás entonces pudiera romper su hermetismo. Podríamos
convertir cualquier posibilidad en literatura y luego en vida. La gente se
vuelve loca en las ciudades por la falta de libertad, solo saben destruir sus
posibilidades, el tiempo sobrepasa el secreto. Aquí, en la inmensidad del mar, recuperas la perspectiva,
puedes ser cualquier cosa, extranjero, amante suicida, héroe y villano. Puedes hablar con la arena, las nubes, las estrellas muertas,
puedes acompañar a las palmeras en su trémula danza. Ser todo y nada a
la vez. Solo hace falta mirar con atención.
No sirve de nada. Al final decido coger el coche y volver a Madrid
esta misma noche. Pongo algo de música. Suena una canción de Héroes Del Silencio.
Aumento un poco la velocidad. Sigo hablando. Le pongo varías canciones. Sobre
todo del álbum “El espíritu del vino” y también del directo “Parasiempre” ¿escuchas como las
guitarras se te clavan en el cerebro, la voz, el bajo casi escondido, las
letras llenas de sensaciones, drogas, del excelso y bienamado camino del
exceso?Escucharlos me produce una
sensación ambivalente, cuando los vi en concierto en Zaragoza en 2007 las dos o
tres primeras canciones me emocionaron profundamente: estaban tocando en
directo delante de mí después de tantos años; pero luego me sentí ajeno, frío,
como si el hechizo se hubiera roto con la estruendosa realidad, como si ya
fuera demasiado tarde, demasiado mayor, cínico, calculador, con una
desasosegante incapacidad para conmoverme. Y sin embargo hay muchos recuerdos
enterrados en su música. Mujeres que he amado escuchando estas canciones.
Abrazos de borracho entre amigos dejando a la noche afónica con nuestros himnos
prestados. Desconocidos en conciertos que forman hermandad al ver tu camisa de
Héroes. El Saxo en Argüelles. La Alacena en Alcobendas. La Estación Del
Silencio y sus Fiestas Del Pilar en Zaragoza. Salamanca y El Lado Oscuro. La
Rosa Negra, El Heaven de Madrid poniendo Stripped de Rammstein y luego Mar Adentro o Héroe De Leyenda a las cuatro de la mañana. Un tatuaje. Y sigo
hablando. Los kilómetros retroceden con rapidez. Y le hablo de Pink Floyd. Como
conseguí el vinilo doble de The Wall, como me impresionó la película. Como
ahorraba durante dos meses para comprar un nuevo álbum de Queen. Le hablo de
Iron Maiden. Depeche Mode. Chopin. Debussy. Erik Satie. The Doors. Y con cada
nueva canción le describo una parte de mi vida, una chica, un fracaso.
Son las dos de la madrugada cuando conseguimos llegar. Hace una noche
desapacible, fría. Subimos cansinamente las escaleras. Me despido con un gesto
y me voy a mi habitación. Entonces me toca el hombro.
Ana: “Gracias”.
Me quedo paralizado. Tiene una voz extraña, hueca. Lejana. No añade
nada más. Me mira fijamente con esos dos pedazos de hielo sucio, se da la
vuelta y cierra la puerta de su habitación. Yo me quedo un rato ahí, quieto,
tengo la tentación de ir a su habitación, de tirar de ese pequeño hilo que me
ha dejado vislumbrar. No. Ella elige el ritmo. Voy a mi cuarto, apago la luz y
me acuesto. Quizás al final el viaje ha tenido algo de sentido. Quizás. Mañana
intentaré hablar con ella. Me quedo dormido casi de inmediato.
Me despierto a las once de la mañana. Voy
a la cocina y empiezo a calentar algo de café. Doy un toque con los nudillos a
su puerta.
Mario: “Ana, despierta. Ven a desayunar algo”.
No contesta. Abro tímidamente la puerta. No hay nadie. Se ha ido.
Y ahí estamos los dos irradiando tensión sexual, mirándonos como lobos
hambrientos. Su mano enguantada recorre mi mejilla lentamente, la sutil
bofetada brilla en sus ojos. Se me pone dura.
En ese momento suena su móvil. Natalia
lo mira aturdida. Frunce el ceño. Se disculpa. Problemas. Y por las arrugas que se le forman en la frente deben de ser muy
serios. Deux ex machine. Me despido con un gesto.
(…)
Cuando llego a casa miro mi correo. Tengo dos mensajes nuevos de
remitente desconocido. No necesito abrirlos para saber de quien son. Pero estoy
demasiado cansado para seguir hoy con este juego. Quizás en el siguiente
capítulo. Bajo las persianas, saco un par de cervezas de la nevera y me tumbo
en la cama.
Recuerdo aquella película “Las
Aventuras Del Joven Sherlock Holmes”, aunque en España el título era: “El secreto de la pirámide” Recuerdo esa
escena donde todos estos jóvenes burgueses hablan con petulancia sobre sus
futuros trabajos, extraña carrera de egos directamente proporcional al sueldo
percibido, y justo cuando le preguntan a Sherlock este ve pasar por la ventana
a su amada y responde sin pensar: “No
quiero vivir solo” Una frase que puede parecer huera, pero que puede servir
de catalizador para otro tipo de reflexiones. Así es la infancia,
sobrevalorada, pequeños juegos de la mente en los que uno huye hacía
atrás/nostalgia o hacía adelante/procrastinación. Como el Extranjero de Camus
en su celda.
¿Es la literatura una ilusión estúpida de trascender el tiempo? Como
ese niño que despista a los obreros y deja la huella de su mano en el cemento
fresco… ¿somos así, como los amantes de la película “Quiéreme si te atreves”? ¿Intentamos romper de esa forma nuestra
piel y grabar una huella en el cemento cerebral ajeno?
Escribir a fin de cuentas es como jugar al ajedrez: tiempo y
dedicación, buscar la palabra/jugada adecuada, un plan de acción, derrotar el
espejo de indolencia que nos sugiere con su pútrido aliento la salida más fácil
para continuar. Pero el jaque mate no se elude con el talento, esa suma de
esfuerzos artificiales.
(…)
Me despierto con ansiedad. No suelo recordar mis sueños, pero este,
joder, este ha tomado una forma pesadillesca demasiado real. La nausea me
obliga a eludir estas cuestiones y ser más prosaico. Voy al baño y vomito.
Cuando termino vuelvo a la habitación. Mierda. Ya son las cinco de la tarde. En
una hora tengo que volver al trabajo. No tengo nada que comer. Tampoco
demasiada hambre. Voy a la nevera y cojo otra cerveza. Me tendré que mantener
con esto. Leo un rato las noticias por internet. Han encontrado a un niño
muerto en un cementerio de Valencia. Joder. Los detalles son inquietantes. El
mundo está podrido. Me ducho. Me cambio de ropa. Voy al trabajo.
Trabajo de teleoperador. Es un trabajo infame, y cada vez más
complicado resistir los avances insistentes de la locura durante la jornada.
Tienes que atender a cada cliente en menos de dos minutos. Los gerentes
mantienen los ojos fijos en la pantalla hasta que reluce el color rojo de
alguna extensión y entonces nos llaman con una voz preocupada e histérica: “¿Qué ocurre?”
Cuando me sucede a mí tengo ganas de explicar que suceden muchas
cosas: con él, conmigo, con el cliente, con Corea Del Norte, con Rajoy, con los
escraches, con todas esas palabras que se olvidan y que no vuelves a leer en
ningún libro, con el sonido que hace las neuronas al morir, con la relación
entre despidos y capacidad para caer bien y sonreír a los jefes. Puto teatrillo
de preguntas retóricas. Tienes ganas de contestar: “Mis disculpas gran hermano, tengo a una
persona mayor incapaz de utilizar su teléfono móvil con la celeridad que exige
nuestra empresa, incluso me ha llegado a tentar la idea de ayudarle realmente y
sugerirle que cambie de compañía”Pero no, necesito pagar el
alquiler, o sea que utilizo la formula habitual de cucaracha: “Lo siento, me he equivocado, no volverá a suceder”con
el tono de un niño pequeño que se ha meado encima en el colegio.
La subcontrata gana dinero con cada llamada pero no por lo que sucede
durante la misma. Si quisieran que ayudásemos a esos pequeños seres que se
compran móviles por encima de su capacidad cerebral –clientes- nos hubieran facilitado
las herramientas adecuadas. Sin embargo en esta compañía antes de abrir una
incidencia –que es lo único que puede solucionar realmente un problema de
cobertura o internet- obligamos al cliente a llamar una media de cuatro veces
porque le insistimos en que realice una serie de pruebas inútiles que
curiosamente implican apagar el teléfono. En el fondo ni siquiera tenemos un
trabajo real, solo un anacrónico programa informático con una base de datos, y
un argumentario fruto de algún viaje lisérgico.
Hoy han echado a diez compañeros más. Baja productividad. Y con la
nueva reforma laboral y la labor del señor Gallardón demostrando su verdadera
ideología ir a juicio es cada vez más arduo y caro. O sea que las
indemnizaciones han bajado de cuarenta y cuatro días a ocho. La gente está
acojonada. Gente de más de cuarenta años, casados con hijos, divorciados
pasando una pensión, pagando una hipoteca o las tarjetas de crédito. O
simplemente viviendo. Ya se ven de teleoperadores toda la vida, asumiendo esta “profesión”
con templanza. Muchas mujeres encharcan su corazoño con un suelo fijo –todo lo
fijo que pueda ser en España ahora mismo-, sin darse cuenta de lo que un
trabajo tan insidioso puede hacer con un hombre. El adocenamiento de esta
cadena de montaje te convierte en una tuerca, en un tornillo. Sin nombre, solo
un número en un grafico de productividad.
La verdad es que no entiendo como no me han despedido ya, como he
conseguido engañarles hasta ahora de forma tan burda, como hoy, disimulando el
olor a alcohol con un simple chicle de menta. Echo otro trago de la petaca. Ya es
la una de la mañana, hay cuarenta llamadas en espera. Un martes. Dejo en
silencio la siguiente llamada. Todavía me queda una hora de jornada. Una
jornada, metáfora de días, semanas y años grises y llenos de polvo.
Me pongo a pensar en mi compañera china, una de las que han echado
esta semana. Había compartido alguna noche de desenfreno. La echaré de menos.
Me voy al descanso. En el office está una mujer que tiene el turno de mañana
pero que ahora está haciendo horas extra. Coquetea conmigo pero no me atrae en
absoluto. Desde que su última pareja la dejó busca el sexo como placebo de
control y equilibrio. Me fijo un poco más en ella: ha ganado mucho peso desde
la última vez que la vi. Soy un memo superficial. Prefiero a esa chica tan
simpática de mi grupo que siempre está haciendo magdalenas. O incluso a la
loca, una chica que viene solo por las noches y no habla con nadie, se dedica a
gritar a los clientes y a beber red bulls. Ahora entra Virginia. Me cae bien.
Hace un rato me ha atufado con su perfume. Dice que le molesta el olor de la
moqueta, que está hipersensible. Al final me ha confesado que está embarazada.
Y claro, teniendo en cuenta que hace tres meses se quería divorciar de su
marido porque era un machista controlador y celoso, de esos que te minan poco a
poco tu autoestima porque es la única manera que tienen de superar su propio
complejo de inferioridad, me da la impresión de que está metiendo la pata hasta
el fondo.
Todo el mundo dice que podemos cambiar, y hay ciertos rasgos perniciosos
que nos tenemos que esforzar en mitigar. Pero creo que a ciertas edades ya es
demasiado complicado, podemos fingir durante un tiempo debido a pulsiones
externas, pero la inercia de nuestro carácter seguirá siempre ahí. Por eso el
amor debería de ser por encima de todo pura y simple aceptación. Lo demás son
ripios, gestos sin trascendencia, dopamina, oxitocina, soliloquios de carne que
se evaporan tras eyacular. No idealices pequeña idiota, acéptale tal y como es,
en el fondo son las pequeñas miserias y taras las que nos singularizan. Pero
eso sí, no aceptes a quien te castra, porque eso no es amor, es masoquismo
sentimental.
Termina mi jornada. Aleluya. Otra cosa que no puedo comprender es que
mis compañeros sigan hablando del trabajo cuando bajamos las escaleras. Quizás ya
estamos todos “institucionalizados” como en “Cadena perpetua”, esa gran
película basada en un relato de Stephen King. Me estoy despidiendo de todos
ellos cuando suena mi móvil.
Natalia: Necesito que hagas una cosa por mí. Hay una
chica esperando en tu portal, se llama Ana, acógela en tu casa durante unos
días. No te dará ningún problema.
Mario: Pero, ¿quién
es, que sucede?
Natalia: Hace tiempo fue una de mis sumisas… (le
tiembla la voz) Solo será hasta el domingo, para entonces ya habré encontrado
otro sitio. Mario, por favor, eres la única persona en la que puedo confiar.
Mario: (Natalia
suplicando, realmente tiene que estar en una situación muy jodida) ¿Y dices que
está en mi portal esperando? (pausa) Bueno, está bien. Si solo se trata de
pasar unos días en mi casa creo que podré tolerarlo. ¿Tiene algo que ver con la
llamada que recibiste esta mañana?
Natalia: Ahora no puedo contarte nada más. No la dejes
salir de casa.
(Cuelga)
Solo estoy a diez minutos de mi barrio. Cuando llego a mi calle veo a
una mujer apoyada en un coche mirando al suelo. Me pongo a su altura. Es una
chica menuda, pelo corto, negro, debe de ser unos años más joven que yo. Lleva
un impermeable azul desgastado, como sus ojos. No reacciona.
Mario: ¿Eres Ana?
Ella levanta lentamente su cabeza. Parece que le cuesta enfocarme. Al
fin sonríe. Una sonrisa triste, distante.
Mario: Bueno… supongo
que sabes quien soy. Venga, entremos, hace una noche desagradable.
Abro el portal y subimos las escaleras. Miro de soslayo hacía atrás.
Está en estado de shock, ¿qué es lo que le ha sucedido?
Al llegar a mi puerta me percato de que hay un pequeño paquete en el
felpudo. Joder: más sorpresas. Esta envuelto en papel de estraza, no hay
ninguna nota o remitente. No espero a entrar, rasgo el envoltorio. Es una
edición de Alice in Wonderland, con reproducciones de las ilustraciones
originales. Vaya. Tiene pinta de ser valioso. Ana tirita a mi espalda. Ha
debido de coger frío. Entramos. Dejo el libro en el recibidor. Le enseño la
habitación.
Mario: Si necesitas
cualquier cosa mi habitación es la que está al fondo del pasillo, junto al
baño, ¿de acuerdo?
Creo que ni siquiera me ha escuchado. Joder. Bueno, para mí ya es
suficiente por hoy. Me voy a mi cuarto, apago la luz y me tumbo en la cama sin
desvestirme. Me duermo a los pocos
minutos ajeno a todo.