viernes, 28 de septiembre de 2018

Mi gueto respira, está vivo, se mueve, levanta perezosamente la cabeza hacia arriba buscando alimento. (28/30)

Antes mi barrio era un sitio agradable donde vivir, una calle tranquila que podías recorrer en apenas cien pasos, los soportales y su inclinación hacia abajo le daban cierta personalidad. Es una calle pequeña, con seis portales, tres a cada lado, y varios locales comerciales. Los edificios son bajos, de tres plantas, por lo que cada portal solo alberga seis casas de apenas sesenta metros cuadrados. Alguna tiene una terracita que da a la calle, por lo que antes eran normales las conversaciones con los vecinos de enfrente; de ahí viene mi metáfora del pájaro azul, una vecina que siempre estaba apoyada en el quicio de su ventana, mirando al exterior, y que siempre llevaba puesto un batín azul.

Como decía antes había varios negocios abiertos que daban vitalidad a la calle: una bodega extremeña, una tienda de ropa, la clínica veterinaria, una mercería y una tienda de reparación de televisiones; todos los vecinos se conocían de muchos años, sus hijos iban al mismo colegio, jugaban al fútbol en un descampado que había detrás y luego subían a ver juntos la televisión. Familias con horarios normales, que a las doce de la noche ya estaban durmiendo o con la televisión a un volumen mínimo. Podías salir a la terraza de madrugada y había un silencio que transmitía una convivencia perfecta y hogareña. La gente se paraba en los mercados a contarse la vida y sus problemas, se reunía en la bodega extremeña al final del día para tomarse un chato de vino antes de subir a sus casas, compartían la emoción del día de la Lotería de Navidad, había una cierta solidaridad y sociabilidad sana cuando te cruzabas con un vecino en el rellano.

            De aquel barrio bullicioso no queda nada. El tiempo es el gran disolvente de las relaciones humanas, y vivimos una sociedad cada vez más alienada y líquida, pero en este caso las causas principales han sido otras: los contratos de alquiler fueron encareciéndose cada vez más, empezaron a existir muchos problemas de convivencia y ruido, y la crisis-estafa de los últimos años destrozó las clases medias y dio la puntilla al pequeño comercio, y todos fueron cerrando progresivamente. Ahora mismo solo hay abierta una frutería china, aunque no tiene mucho mérito porque hay cientos de ellas; ¿qué hubiera pasado con el pequeño comercio en España si el Gobierno hubiera intentado controlar las licencias y horarios de todos esos miles de comercios chinos que han ido abriendo los últimos años? Otro tema que tratar más adelante.

Sigamos. La fachada sucia y mugrienta de los edificios es un aviso de lo que vas a encontrar en el interior: casas de más de cuarenta y cinco años sin reformar, sin calefacción central, con paredes de papel que convierten a cada nuevo vecino en un compañero de habitación. Sin embargo, se siguen alquilando a precios astronómicos. El norte de Madrid está saturado, la gente se pelea por las casas vacías. Al final los únicos que pueden permitirse pagar estos alquileres son familias numerosas o personas que realquilan alguna habitación; el casero conoce el ardid y por eso aumenta el precio. Lo malo de meter a mucha gente en pisos tan pequeños es que no suelen ser silenciosos. Ahí empiezan los problemas de convivencia: discusiones a altas horas de la noche, fiestas, televisiones al máximo volumen, perros que no paran de ladrar en todo el día… la gente no aguanta, y aunque lleves media vida viviendo ahí no queda más remedio que largarte. Y los que no se largan es porque tienen el piso de propiedad y ya son mayores, sin embargo se sienten tan atrapados que les amarga la jubilación.

            Pero como se suele repetir en el decálogo sagrado del decadente: toda situación tiene la potencialidad de ir a peor. Y eso es lo que lleva sucediendo desde hace par de años. Los cinco locales cerrados eran difíciles de alquilar – a ver quién es el idiota que todavía sigue creyendo que ser emprendedor en España es un chollo-, por lo que los dueños dieron con la clave para volverlos a monetizar: inventarse la cédula de habitabilidad, contratar a un par de obreros gañanes y baratos, y convertir esos locales en bajos que puedan alquilar como mínimo a 600€. Las condiciones insalubres ya os las podéis imaginar: transformar una mercería en una casa implica que hay una ventana exterior (el escaparate reducido a su mínima expresión), una cocina americana con un extractor de humos, un largo pasillo que da a una habitación almacén y, finamente, un baño tipo bar con un ventanuco en una esquina. Treinta metros cuadrados de desazón y penurias para que los esclavitos asalariados amaguen cierta independencia vital.

A mí todo eso me fastidia más de lo normal porque los obreritos han empezado a las ocho de la mañana a demoler el interior del zulo y a descargar escombros. Sé que ellos no tiene la culpa de que ayer me acostase a las cuatro de la mañana, pero sería ideal que en este puñetero barrio pudiéramos disfrutar de, al menos, un par de semanas de paz, sin que haya ruidos, obras, o algún infraser poniendo su mierda de música a un volumen incivilizado.

Travis Bickle me insiste en que debería matarles a todos, y luego quemar el barrio hasta reducirlo a cenizas, pero de momento me contengo. Lo único gracioso de la mañana es que al salir a la calle me he cruzado con mi némesis; estaba acodado en su verja fumando un cigarro, ojeroso y molesto. Creo que ha sido la única vez que nos hemos mirado con una pizca de empatía. Me he reído y he seguido adelante: sí, chaval, primero obras y luego nuevos vecinos, el karma nos está masacrando sin piedad.

3 comentarios:

  1. Respuestas
    1. La literatura puede servir de desahogo, para aclarar tus ideas, pero no suele ayudarte a pagar las facturas (al menos no con un blog), por lo cual, sí, no queda otra que sobrevivir ja ja ja.
      Un beso.

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  2. Bueno , todo es relativo , habla blogggers que paguen muy bien las facturas así como algunos youtoubers.

    Es todo muy relativo...

    Besos.

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