
Puto accidente. Las imágenes vuelven: todos riendo, la tormenta, ese rayo cayendo cerca de nosotros, perder el control del coche, mi masa encefálica sobre el salpicadero, el olor a quemado de los cuerpos… Sigo vivo gracias a una placa de metal en la sien. Pero el dolor siempre está ahí, un dolor frío, apelmazado, metálico. Por la noche, en sueños, me rasco la zona y siempre amanezco con la almohada llena de sangre. Los médicos dicen que es un dolor psicosomático, que la operación salió bien, que no hay ninguna razón para mis síntomas. Pero sé lo que siento. Y cuando hay tormenta todo se agrava. El pitido resulta tan enloquecedor que me entran deseos de quitarme esta puta placa y meter mis dedos en mi cerebro, hurgar en la herida y rascarme hasta que no quede nada.
Me tomo dos pastillas más. Llevo demasiadas pero no me importa. Empiezo a masturbarme, una forma vulgar de contrarrestar el dolor. Agarro mi polla como si fuera una zarza ardiente y rezo delante de la ventana como si todavía estuviera sangrando en ese coche. El orgasmo me convierte en un glacial rompiéndose, derritiéndose en destellos de nieve sucia que la lluvia limpia de significado. Unos segundos de placidez antes de volver al pitido. Un pitido centuplicado, mucho más intenso, como un hierro al rojo vivo atravesando mi cerebro de lado a lado.
La tormenta está sobre mi cabeza. Todo se nubla. Es como si fuera un hormiguero y viera a Dios acercándose con una lupa un día soleado. Un sabor agrio sube por mi garganta, empiezo a golpear la pared con los puños. Noto que alguien me sujeta pero un filtro rojo se acomoda delante de mis ojos y es como si el mundo doblara su bolsillo y me metiera dentro. El pitido lo cubre todo, no puedo luchar contra él. Pero también escucho gritos de fondo, no, no, no, más no. Aprieto y aprieto hasta que el estertor es silencio.
Me despierto de golpe. La tormenta ha pasado. Se filtran los primeros rayos de sol a través de la cortina. Siento el peso de tu cuerpo sobre la cama. Cierro los ojos, no quiero mirar. Te recuerdo ayer, justo aquí, cuando me decías entre risas que deberíamos mudarnos al desierto. Allí nunca llueve añadías con una sonrisa, y el amor, nuestro amor, nunca se secaría.
Buen consejo, no me parece mal.
ResponderEliminarBesos.
Ha sido un placer incómodo introducirse en su mente, algo menos despertar con su cuerpo yerto.
ResponderEliminarUn saludo
No hay Reacción para "Kerouac" me has recordado unas noches de pesadillas diabólicas.Que bien poder mantener las memorias fresquitas.
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