
No me da asco. Pero me siento ajeno. Seguramente se trata de complejo
de Peter Pan. El aislamiento me provoca pensamientos extraños. Vivir solo.
Trabajar de noche. Tener pocos amigos. Admirar a Bukowski. Ser un misógino.
Vivir en España. Esto último de un malditismo irrefutable. Como decía Pérez Reverte
los políticos son una casta aristocrática de la cual ya es casi imposible
librarse. Guillotina o un par de décadas con una educación real, consensuada,
meritocrática. Pero es inviable. Quieren que seamos un país de camareros. Un
país turístico donde existe un grupo social olvidado que sobrevive en comedores
sociales, con la jubilación de los abuelos y buscando comida en los
contenedores.
Se puede cambiar. Pero produce demasiada pereza. La mayoría aguanta la
respiración creyendo que cuando la crisis termine volverán a sus antiguas
vidas. Cada uno vive de acuerdo a sus propias incoherencias. Sus propios
miedos. Mi mente divaga. Pero no me apetece escribir. Mi pequeña burbuja de
alcohol y hachís me provoca más indolencia. Más hermetismo. Más hipocondría. El
cerebro jugando a la ruleta rusa. Como si las palabras formaran un puzzle y la
mitad de ellas reposaran en el estomago de mi gato. Como ahogarse en un charco
de agua sucia -espalda de musa- y que el único sonido sea una mezcla de
estertor y victoria. Como una mujer que te juzga incompetente en apenas dos
segundos.
Pero bueno, qué más da. Es divertido ver formarse las letras en la
pantalla. Todas las cosas importantes tienen un precio. Requieren un esfuerzo.
El cambio. La escritura. Incluso el sexo. Sí, así es. No consiste en meter y
sacar. No es abrirte de piernas y ver que sucede. No es solamente dopamina y
oxitocina. Tienes que buscar la afinidad animal. Tienes que buscar la violencia
pornográfica. Olvidar el condicionamiento social. Buscar el desequilibrio y la
fragilidad. Consumirte. Casarte con la puta. Dejarte devorar. Romper con
violencia el rubor. Sin todo eso sólo es un vulgar ejercicio gimnástico sin
alma. La naturaleza moviendo los hilos. Comer. Beber. Cagar. Mear. Nada más
allá de tus necesidades fisiológicas. Busca la puta trascendencia. Pero no lo
llames romanticismo porque es una etiqueta de idiotas. Hablo de bailar dentro
de ella. Dejarte llevar y explorar límites. Sin ejemplos. Cada uno tiene un
espejo genital que tiene que limpiar de tabúes, ¿os gusta follar?
Nuestra vida es una lucha contra el olvido. Nos volvemos cobardes.
Conservadores. Nos alejamos de nosotros mismos. La pasión empieza a perder
sentido. Quizás por eso existe la literatura. Pero, por qué leer si puedes
penetrar el agujero de cristal, si puedes mutilarte, ahogarte. Si puedes
golpear, escupir, arañar, morder, amar, llorar, gemir. Si puedes sentir un
dolor o un placer tan profundo que todo lo demás se vuelve gris, opaco, incierto,
lejano, ajeno. Si puedes despertarte y sentir algo real por primera vez en tu
vida sin necesidad de hacer cola en el centro comercial.
Pausa. O punto y final. La digresión está motivada porque este hachís
me pone cachondo. Algo irrelevante, lo sé. Pero la acotación me parece de
extrema necesidad. Lo que quería decir, en resumen, es que el tiempo continúa
con crueldad. Y empeoramos. Como un cáncer fagocitando esa parte de ti singular
y única que te permite resaltar como individuo. No estoy hablando de los logros
prefijados que impone la sociedad, ni de etiquetas o nóminas. Hablo de la
esencia del ser humano que, con cierta dosis de optimismo, permite que seamos especiales
e inolvidables. Que podamos crear nuestra propia literatura, incluso a pesar de
nosotros mismos.
Poemas. Guerras. Brindis.