
Mi mano tiembla ante otra obra maestra de la depravación que Internet
ofrece a sus files retoños. La copa zozobra y el vino cae sobre el ordenador.
Se escucha un chisporroteo. Pequeña columna de humo anunciando la debacle.
Mierda. Estos vídeos eran mi único baluarte para superar otra noche de vacío
existencial. Miro asustado a mi alrededor, ¿ahora qué? De pronto resuena un
grito histérico en la calle, como si alguien tuviera un claxon de violencia en
la garganta. No sé dilucidar si es un mesías llorando al otoño o un borracho sintiendo
empatía por mi desastre.
Salgo al balcón. Joder. Es mucho peor: un poeta. Pensaba que estaban
extinguidos. Utiliza viles metáforas para hablar del AMOR. De su soledad. De la
épica del dolor. Esto es inadmisible. Nos ha costado años mutilar nuestra sensibilidad
para que ahora venga un sensiblero enajenado y nos escupa en la cara nuestra falta
de decoro y trascendencia. Saco la pistola. Apunto con cuidado. ¡BANG! Uno
menos. Escucho aplausos. Llega un furgón de la policía y recogen el cuerpo. Los
padres orgullosos salen en bata y pisotean sus poemas. Me estrechan la mano. Esos
soñadores son peligrosos –me dicen-, su locura es contagiosa. Gracias a mí sus
hijos vuelven a estar a salvo.
Los hombres grises dan cuerda a sus relojes. Antes de abandonar la
calle –mañana hay que madrugar-, me regalan un ordenador por recuperar la paz
en el barrio. Subo a casa. Me conecto de nuevo a Internet y busco el
vídeo de antes: mujeres y ranas dejándose llevar por la depravación. El pantalón
cae al suelo. Es hora de disfrutar del ARTE de verdad.
A fin de cuentas siempre me gustaron los finales felices.
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