Estar loca es difícil de
asumir, no es algo que puedas solucionar con un par de visitas al psiquiatra o
amputar en un quirófano: es una etiqueta que te define y siempre irá contigo. Pensé
mucho en ello de pequeña, mientras iba de una institución a otra, encerrada en
pequeñas habitaciones blancas, atada a la cama, la cabeza llena de algodones, la boca seca y sin
vida. Al final llegué a un acuerdo con las voces: ninguna quería continuar así.
La tristeza de nuestros padres carceleros se podía evitar, solo teníamos que
disimular, rellenar los test de forma adecuada, imitar el comportamiento de los demás,
decir lo que ellos necesitaban escuchar. Y aunque mi aceptación era pura resignación,
todo salió bien y poco a poco la alegría volvió a sus vidas.
Nunca se lo conté a nadie, seguía con mi vida
sorprendida de que fuera tan fácil fingir ser normal y engañarlos a todos. Durante la adolescencia se agravó más y, cuando el ruido de mi
cabeza se hacía demasiado insoportable y las voces requerían protagonismo, me escapaba por las noches en busca de
alcohol y emociones fuertes donde nadie pudiera asustarse por mi
comportamiento. Naufragaba entre el grupúsculo de pequeños burgueses de
colegio privado, con sus grandes apellidos y futuro encorsetado, y mi mundo
nocturno, lleno de juergas al límite, donde era la misteriosa chica del abrigo
rojo, la que se atrevía con cualquier locura, la promiscua arromántica, la Reina Lagarto y su séquito de drugos del caos.
Han pasado muchos años, años en los cuales mi
actuación como hija, amiga, novia y profesional ha sido perfecta. Todos sonríen
cuando entro en la habitación, ningún asomo de duda en sus rostros. Pero ahora,
esta noche, me siento al límite de mis fuerzas, atrapada en un hara-kiri emocional, alejada ya de toda esperanza de ser feliz. Pero en vez de intentar distraerme, recrudezco el masoquismo emocional releyendo tus cartas; tenías talento para elegir las palabras, para saber cuáles
romperían mi hermetismo, palabras mil veces escritas y repetidas por todos los
amantes del mundo, pero que consiguieron llegar al núcleo de mi ser, enquistarse
en mi memoria. Qué estúpida y yerma me siento ahora. La conclusión es que el
amor es una impertinencia de los sentidos, endorfinas sin escrúpulos,
horizontes de carne abriéndose en canal ante una sensibilidad sobrevalorada, despótica, veleidosa y cruel.
Las voces te odian y te anhelan. Todas ellas. Me piden
que te llame, que exija que sigas disfrazando mis huecos, ahuyentando el asco y
el desvanecimiento. Una de ellas toma el control y comienza a escribir una
inconexa carta de amor, quiere explicarte los silencios, las caricias al
aire, los cambios de humor, mi retraimiento, mis salidas nocturnas... Debería de haber compartido todo contigo, pero, cómo hacerlo, cómo contarte, por ejemplo, las terribles pesadillas que tenía; no quería asustarte. Ahora no importa, es incluso necesario, necesito que me comprendas: todas empiezan con una extraña luz añil iluminándolo todo poco a poco. Y ahí, en medio de la nada, aparece
alguien dándome la espalda. Esa persona siempre cambia, a veces es mi padre, un
amigo, las últimas semanas siempre eras tú. Lo que nunca cambia es la sensación
de pánico, de angustia, sé que algo terrible va a ocurrir. Empiezo a llamarte,
a suplicarte que te acerques y salgamos de aquí. Pero sigues sin moverte,
ajeno, distante, sin ni siquiera darte la vuelta, como si fueras una máscara de
carne colgada de la pared. Al final todo empieza a desdibujarse, a volverse
violento, la tonalidad de la luz va cambiando a un rojo oscuro, las voces gritan asustadas todas a la vez, te insultan, quieren hacerte reaccionar; pero cuando intentan arrastrarte a la fuerza, alejarte de este lugar, nuestras manos se convierten en cuchillos que te abren en canal. Caigo de rodillas ante tu cuerpo destrozado, llorando histérica, sin saber cómo solucionarlo.
No sé cuánto tiempo pasa, pero cuando consigo recuperar el control noto que tu cuerpo es diferente. De él ha surgido una versión de mí más joven, sin
cicatrices, brillante, de un blanco incólume. Ella me mira fijamente, levanta
sus manos hacía mi cuello y empieza a asfixiarme. Intento soltarme, golpearla,
pero es demasiado fuerte. El pánico me aturde, mis pulmones arden, los capilares
de mis ojos estallan, solo siento la náusea. Y mientras me asesina tú, justo detrás de ella, lo observas todo impasible, casi sonriente. Todos mis sueños
terminan siempre con mi muerte.
Arrojo el teclado al suelo, una voz masculina grita de
frustración. No, dejemos de escribir, ¿para qué forzar la transcripción de
pensamientos, para qué esta necesidad de astillar el hueso con metáforas? Pero
los recuerdos me sobrevienen como pequeñas explosiones en el campo de minas de
mi cerebro, mezclando los quizás con
los ojalá. Me echo a llorar, pero las
voces no tienen paciencia, me recuerdan con crueldad que nos habíamos
convertido en una parodia vulgar, carne seca deslizándose por las sábanas, una
papelera de sentimientos entumecidos y arrugados. Sin embargo sigo anhelando
perderme en tu piel, sangrar dentro de tu respiración, observar
el cristal empañado por tus embestidas, sentir como tus dedos acarician mis muñecas y controlan mi pulso.
Suspiro. Me agacho para recoger el teclado y es
entonces cuando me percato: hay un reguero de sangre, pequeñas gotas
oscuras, recorriendo todo el pasillo, como si fuera la escena de un crimen imperfecto. Mi primera y absurda reacción es quitarme el camisón e intentar limpiar el suelo con él, pero cuanto más me esfuerzo en limpiar
más sangre aparece por todas partes. Tardo en darme cuenta que son mis propios
brazos los que gotean. Me rindo, estoy agotada. Me dejo caer como un parásito
sobre las baldosas frías, empapándome de la vida que huye de mi cuerpo,
deshilachándome del fluir del tiempo y mi propia existencia.
La voz más desagradable despierta en mi cabeza: es la
de mi madre, retumba en mi cerebro como uñas arañando una pizarra. Me increpa, me exige que me
levante, que deje de mancharlo todo, que soy una guarra y una puta. Me incorporo,
voy dando tumbos hasta el baño. Eludo el espejo, todo palpita, me siento
mareada. Abro el grifo de la bañera y me meto dentro. El agua empieza a caer
sobre mi piel ensuciándose con mi sangre. No hay banda sonora, solo frío y
temblores. Cada vez me siento más pequeña, el griterío insoportable de mi
cabeza se va desvaneciendo, la bañera abarca todo mi mundo. Antes de perder el conocimiento ensayo una sonrisa y me dejo arrastrar junto al agua por el sumidero.
***
Ahora, semanas después, he vuelto aquí, al infierno de
batas blancas, charlas en círculo, pastillas y ojos opacos. Cuando
estoy sola en mi despacho, miro al espejo y vomito todas mis quejas y
frustración, pidiendo algo de paz, de libertad. Pero las voces siempre me
contestan: “No podemos dejarte morir todavía, hay mucho trabajo que hacer, necesitamos
nuestro ejército”. Suspiro, y por un instante pienso en ti. Pero ahora solo
hay odio, quiero que mueras junto a los demás. Por eso hay que seguir con el
plan y convencer a los últimos inversores, es lo único que tiene sentido. El alzamiento está cerca.
Epílogo
Médico: “Os doy a todos la bienvenida a la mejor clínica psiquiátrica del país: Segunda Oportunidad. Pasen por aquí por favor. Como ya saben
todo el mérito del programa es de la Doctora Alicia Sierra, fue ella quien
fundó la primera de las clínicas con su propio dinero hace ya más de diez años. Es una mujer admirable, ha conseguido progresos increíbles
con pacientes crónicos que habían sido desahuciados de las demás instituciones.
Tendrán que perdonar mi efusividad, pero como compañero de profesión solo puedo
dar las gracias por tenerla cerca y aprender de sus métodos. ¿Esas noticias de
hace un par de semanas? Rumores sin fundamento, se lo puedo asegurar, fueron
solo unas vacaciones. Con su dinero podríamos exportar el programa a otros
países, podríamos convertirnos en un referente mundial en psiquiatría, existe
mucha gente que sería capaz de decir cualquier cosa con tal de impedir un
acuerdo así. Les puedo asegurar que ella es un ejemplo de entereza y serenidad,
y aquí, entre estos muros, estos rasgos son imprescindibles para nuestro
trabajo. Ya estamos aquí, este es su despacho. Les aseguro que conocerla les va a cambiar la vida..."
Jajaja, que bueno, precisamente la psiquiatra que me lleva en mi centro de salud se apellida Sierra, umm, que coincidencia.
ResponderEliminarTe felicito, tienes talento y te lo curras además...
Como me gustaría ser paciente de esa mujer del abrigo rojo, jaja
Ten cuidado con las coincidencias, o no existen o las carga el diablo xD Mi yo del pasado también estaría encantado con ser paciente y amante de la peligrosa pero fascinante Alicia Sierra, siempre me han atraído las mujeres problemáticas, esa necesidad de entremezclarme en su puzle sentimental y ver qué sucede. Ahora me siento más prudente con mi tiempo y mis sentimientos, todo suele acabar en un desastre y, curiosamente, sin demérito de toda la literatura bukowskiana, el que acaba pasándolo peor soy yo.
EliminarEn cualquier caso, te pediría que vigilases a esa doctora Sierra de lejos, si el alzamiento está cerca quizás no sea tarde para unirme a ellos xD
Cuídate.
Toda la piel se me eriza cada vez que te leo.
ResponderEliminarGracias por el comentario, lo cierto es que esta entrada -con reescritura incluida-, me ha llevado unas cuantas horas, o sea que siempre es de agradecer un poco de feedback, aunque sea en plan anónimo. Un abrazo.
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