Empezaba a sentir el alma
agarrotada y los pequeños oasis iban desapareciendo poco a poco. Mi sed era de
amor pero mis harapos de mendigo me hacían tropezar una y otra vez con el mismo
tipo de mujer. Un bucle absurdo que se dilataba hasta el anticlímax. Este
sábado tendría que salir al exterior. Una pura cuestión de supervivencia.
En el trabajo hablando con
dos mujeres me sugirieron ir a un cumpleaños de una tercera y accedí. No me voy
a poner descriptivo, baste decir que no me interesaban para nada, que solo eran
un escenario para mi desesperación.
Convencí a un conocido
para que me acompañara con promesas de sexo femenino y encaramos la noche. Al
parecer durante la cena me puse borde y desagradable, al parecer no era ese
muchacho encantador que suelo ser. Al parecer según el sentir general soy un
poco gilipollas. Luego las lleve a un bar heavy que no les gusto. De hecho se
bebieron sus bebidas fuera con mi conocido, que enarbolaba su rol de caballero
pero que a su vez tenía ganas de poner los cuernos a su novia con alguna de las
dos.
Finalmente tuvimos que
coger el coche y dirigirnos a una de las bocas del infierno que tiene este
pueblo de la periferia en el que voy muriendo lentamente. El lugar ya daba
miedo antes de entrar. El tipo de la puerta nos miraba con curiosidad, sin
saber que trágico destino nos había hecho recabar allí.
Dentro la situación era
mucho peor. Música espantosa, camareras desangeladas como si estuvieran
haciendo horas extra antes de ir a su verdadero trabajo. Allí nos encontramos
con los otros tres. Ya éramos siete, un número cabalístico, místico, para mí
una puta cicatriz en el diseño genético. De la cumpleañera, podríamos decir que
el maquillaje, la ropa, el baile y toda ella en general desbordaba un espantoso
anacronismo. El marido vestía como si estuviera en un coctel. El tercer
integrante de nuestro demencial grupo era el amante habitual. Ya llegaremos a
esto.
Pedimos unas copas,
buscando el aturdimiento total. Pero aún era pronto. No tuve mas remedio que
mirar a mi alrededor mientras los demás buscaban no sé que extraña diversión en
mostrar su arritmia.
Tres mujeres con ánimo de
lucro a nuestra izquierda. Otro grupito vestido con minifaldas y camisas de
España, gente sola entrando y saliendo de los baños. Sin embargo, en ese insano
mercado de almas perdidas alguien capto mi interés de inmediato.
Era una mujer alta, casi
de mi altura, -y yo mido 1,90- llevaba gafas que hacían juego con una adorable
cara de esnob intelectual que me la puso dura al instante. Vestía con un traje
de gasa negro afrancesado, gótico, de una sola pieza. Hasta la forma de coger
la copa tenía cierto aire elegante. Irradiaba indiferencia, manteniendo la
dignidad a pesar del todo.
Pero de pronto el Horror: un pigmeo, un enano que se ponía
de puntillas para besarle la clavícula, ahí gorjeando feliz a su alrededor. Con
aires de peón, fofo, desbordante, vulgar, cantando esas miserables canciones y
osando tocarla con descaro.
No me entendáis mal, no la
quería para mí y menos en una noche como esta, pero verla ahí era como
contemplar un Van Gogh en un garaje, me enervaba la sensibilidad. Ella tenía
muchísimo potencial, merecía estar en otro lugar, con una botella de vino, música
de Brahms con alguien que le recitara algún poema francés o que la llevara un
sábado a disfrutar del Sena reflejado en sus ojos pardo oscuros.
Me acerqué, rocé al pigmeo
con el hombro, pedí una cerveza y me encaré con ella.
Rorschach: ¿Puedo hacerte una pregunta algo indiscreta? Veras,
¿no tienes la horrenda sensación de que no pegas absolutamente nada con el
ambiente ni con la gente con la que estas?
Ella me miro desconcertada
y me contestó: Pues no. Que quieres que te diga. Ahora mismo estoy aquí con mi
marido…
Rorschach: “Dios Mio…” Fue lo único que pude articular. Me alejé
sobrecogido.
Tuve que distraer mi
atención, verles ahí mientras coreaban basurillas discotequeras, mientras
intentaba colgarse de los hombros de ella, era demasiado. Me puse a hablar con
el amigo de la cumpleañera. La única explicación para acompañarla era sexo o
locura, no había más elementos en mi ecuación. Y como soy así de simpático y
llevábamos los dos una buena curda aproveché para preguntarlo.
Rorschach: Dime la verdad, ¿te la estás follando no?
Hubo un momento de
silencio, de esos que sientes la violencia emerger de tu contertulio. Pero se
echó a reír y asintió con cierta suficiencia. Además se explayó y me confirmó
que el marido lo sabía, aguantaba la situación porque la quiere. Pero prefería
no saber cuándo ni con quién.
No sabía si reír o llorar.
Eran las cinco de la mañana y necesitaba beber más. Era una noche intolerable
para cualquier espíritu medianamente sensible. Nos fuimos a otra discoteca. La sinestesia
del lugar era como ver los olores que esconde el amoniaco en un geriátrico.
Como el dolor de un parto en el que el niño no respira. Como el sonido de las
decepciones cuando chapotean en tus esperanzas.
Robé un cubata, dado que
ya no tenía dinero, y me fui a buscar a ese carroza sin barbilla, a esa isla de
mierda sin archipiélago. Le pregunté cuatro cosas sin sentido, le ofrecí
conocer mujeres, pero se abstuvo. Se quedó ahí, junto a la pared, como anécdota
bastaba, demasiado tiempo en compañía hubiera sido excesivo para mi depresión.
Luego sucedió algo
extraño: todo el mundo bailaba menos yo. No era solo la música, no le veía
sentido. Y sin embargo sentía esa pequeña vibración invisible que se transmite
cuando bailas pegado a una mujer, veía esa posibilidad, ese desasimiento, esa
vanidad reconcentrada. Pero lo dejé pasar.
Mandé un par de mensajes,
muy bonitos, pero indescifrables, pero que nunca llegarían a su destinatario
dado que tenía la línea cortada. Es agradable cuando tu empresa de telefonía
protege la dignidad de sus usuarios. Una medida de contención para el ridículo.
Se me acercó un tipo y me habló de un local en Santiago Bernabéu que sería la
solución ideal para mi actual estado de ánimo.
Finalmente nos despedimos.
Una de esas compañeras ya no me habla en el trabajo. Ni siquiera me saluda.
Bien, después de todo la noche sirvió para algo…
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