Vuelvo a violarte la boca, encuentro mágico entre nuestras ansiedades, con ese eco de succión que tanto nos excita. Calor. Saliva. Carne rozando tu garganta sin que la náusea se materialice. Estás totalmente entregada, asumiendo el ritmo como algo natural, innato. Podría darte un par de bofetadas, pequeños latigazos de amor, pero prefiero trascender adorando tu cuerpo de viciosa pulcritud. Rescoldo animal. Descargo brutalmente mi amor blanco y tragas satisfecha. Tu sumisión me excita y empiezo a comerte el coño. Gestos de bella familiaridad. Fricción. Lengua. Labios devorando Labios. Te dilatas de forma obscena. Tu coño es la antítesis de la muerte. Vida. Placer desbrozado. Un espejismo donde escribo, como en el filo de una navaja, frases de amor perverso. Cómo un pianista de burdel, ajeno a todo excepto al juego de las teclas. Cómo la risa lucida desde las atalayas del manicomio. Cómo un truco de magia sin sacrificio. Mi lengua es un arpa eólica que musicaliza nuestros sentimientos. Podríamos columpiarnos con medio cuerpo fuera de la ventana, mirar al suelo y reírnos de lo fácil que resultaría todo. Penetro la prieta grieta de tus cicatrices. Te muerdo y hago sangrar las sabanas. Eres un alfeizar de lluvia y carne. Un corazón de viento sin piedras en los bolsillos. Un chupito de tequila dentro de una jarra de cerveza a las dos de la madrugada. Necesito pudrirme a tu lado. Beber de ti y ser libre. Escribir la palabra amor sin faltas de ortografía. No necesitas medir el paso del tiempo con muescas y heridas: estoy contigo. Eres preciosa. Perfecta. Única. Te quiero. No me hagas repetirlo.
El martes es mi único día libre de la semana. Soy un esclavo legal. Tengo
que pagar facturas, comida y alquiler. Está todo consensuado. Voy al trabajo y
siento la primavera de mi decrepitud. Soy una errata del tiempo. Una religión
muda. No sólo es el trabajo: es la energía perdida en tareas estériles. La
gente es extraña: se enfada por las cosas más triviales pero luego no reaccionan
ante el adocenamiento, ante la destrucción de su tiempo y su vida. Calculad cuántas
horas libres, de puro ocio y/o soledad, tenéis al día, sin obligaciones… ¿una
hora, dos? Sois unos esclavos. Como yo. O quizás no. Un decadente carece de
sentido del humor y transforma sus tragedias personales en estadísticas
ridículas.
Tampoco tengo fe. Soy humanista. Miro al espejo para intentar
contestar a las grandes preguntas. La gente que prefiere mirar al cielo e inscribirse
en una secta para no tener que cuestionarse nada y así administrar sus miedos me
produce rechazo. Dudo de su inteligencia, al igual que lo haría con un votante
del PP. Qué soledad la de Dios cuando todos aspiremos a una ideológica que se
base sólo en la reflexión y la ciencia.
Pero eso no importa demasiado. Vivimos atrapados en el capitalismo más
atroz. El dinero es el nuevo dios. Consumir como vía de escape, como nueva
vocación, como ambiciosa finalidad. Nuestra singularidad mental vendida al
mejor postor. El neoliberalismo preñando una sociedad clasista e injusta. Sobrevivir.
El legado deja de tener importancia. Somos números con cuentas bancarias. Código
genético cada vez más deteriorado. No hay arte, no hay ideales. Sólo miedo a la
soledad. Cioran, Unamuno, y en última instancia Bukowski, lo explicaron mejor
que yo.
El problema con la bebida es que la euforia no dura demasiado. Soy un alcohólico
disciplinado, pero a las dos horas las risas zigzaguean en mi interior como en
un panel de cuchillas oxidadas. Debería de hablar de otras cosas más divertidas,
las de siempre, ya sabéis: sexo duro, nostalgia, amores de color azul
escarlata. O de felaciones. El recuerdo de su lengua besándome los cojones. La mayoría
de las mujeres son engañadas por la palabra, por las lisonjas de una casta de
poetas carroñeros cuyos ripios nacen de la tirantez de su entrepierna. Pero no hay
nada malo en ello, habría que hacer de la necesidad virtud y pensar que la
demostración de amor más palpable, honesta y real es nuestra virilidad enhiesta
golpeando vuestras mejillas. Despertad: nuestra erección os embellece más allá
de cualquier canon de belleza estacionario.
A veces creo que la única solución al existencialismo desolador es
echar un buen polvo. Estamos demasiado reprimidos, ajenos a nuestro propio
cuerpo, incluso el orgasmo parece una coreografía. Tenemos que dejarnos llevar.
Desnudarnos de verdad. Transformarnos en putas. Romper las reglas. Encender la
luz y huir de lo mundano. Tocar. Arañar la carne. Ser libres.
Aunque la falta de modestia no suele tener un público paciente he de
decir que soy un buen amante. Ellas siempre vuelven. Hablan. Se desnudan. Después
del orgasmo vuelve su escepticismo, las críticas a mi falta de ambición. Incluso
esa tenue preocupación por mi futuro inmediato. Pero en cuanto a lo de antes…
no hay demasiado misterio: mi lenguaje se folla tu feminismo. Te golpeo con un
romanticismo que tiene forma de fusta y bofetada. Empujo con la lengua mi
misoginia en lo más profundo de tu coño. Me masturbo con tu cuerpo y luego te
acuno entre mis brazos.
Pero ahora estoy solo
No hay guerra ni ejército invasor
No hay ropa interior tirada sobre la cama
Sólo el silencio gris de una habitación Que todavía huele a tu recuerdo
La idiotez siempre me ha supurado. Aún recuerdo ese año y medio que me
dio por estudiar Filosofía, como pasé la mayor parte del tiempo en la
cafetería, mirando el escote a una de las camareras entre chupitos de vodka y
cervezas. Intentando engañar a todo el mundo con el libro de Cioran y los de
Henry Miller. Y aquel enorme tocho de Schopenhauer. Pero no, a mí lo que
realmente me interesaba era esa camarera. Tenía en mi cabeza cientos de formas
de follármela. Pero bueno, era de los tímidos, incapaz de mirarla a la cara. Fue una época extraña. Tenía aquel piso de
alquiler que me pagaba una familia desaparecida, un trabajo de media jornada de
reponedor y dos o tres amigos alcohólicos y drogadictos que pensaban que la
vida se reducía a gastarse en un fin de semana toda la nómina. Invitar a las
chicas a cocaína. Ver como subían sus faldas con una sonrisa. Hablar
de Wilde y de Camus y echarme a reír, porque Bukowski tenía razón en todo, a
pesar de ser una aberración estadística, ¿qué importaba el pensamiento? Nada tenía
mucho sentido. Éramos las putas del caos. No hablábamos de ello pero todos
sabíamos que la vida era una concatenación de dolor, decepciones y frustraciones. No queríamos asustar a Peter Punk con la luz. Ya nos obligarían
las circunstancias a hacerlo. Mientras tanto seguiríamos huyendo del dolor.
Con respecto a las mujeres tendía a la misoginia por puro pragmatismo.
Me conocía lo suficiente para saber que implicarme con ellas sólo me provocaría
dolor. Pero fue algo irremediable tropezar con Marta. Adorable. Ajena. Jodida.
Infame. Estúpida. Genial. Se comportaba como si el crisol de su pasión se
alimentara de una bipolaridad que parecía más vocación que enfermedad. Reía
mientras daba la vuelta al colchón de la realidad y te enseñaba –y compartía-
la mancha de sangre que había al otro lado y que nadie excepto ella era capaz
de ver. Había perversión en su romanticismo. Había cortes en los antebrazos. Y misterios.
Y fe impostada. Y gusanos hambrientos. Y ese recuerdo frío e incomodo cuando me
exigió amor a gritos en el cementerio de Alcobendas.
Si el amor no fuera una perogrullada, un invento de trovadores resentidos,
si el concepto del amor se tuviera un poco de respeto a sí mismo recordaría a
Marta, por encima de cualquier otra cosa, por sus silencios displicentes, por
la languidez que mostraba en cada uno de sus gestos, por su cinismo cruel, por
el color de sus ojos después el orgasmo, por las cicatrices en forma de
secuelas, letras y música. Pero la realidad es que el recuerdo más importante que
tengo de ella son sus perfectas felaciones: esa forma que tenía de adorar mi
polla entre sus labios, de introducírsela con devoción en la boca, cómo jugaba
con ella, mientras me acariciaba los cojones, el culo, la espalda. Con esa
experiencia que me resultaba inédita y extraña en una chica de apenas dieciocho
años. Con generosidad, morbo mutuo, mirándome a los ojos mientras me corría. Luego
se alzaba y me besaba con fiereza, mi estertor blanco todavía en su boca, el
sabor de nuestros hijos no-natos mezclándose con cierto poso de esperanza que
la vida todavía no se había encargado de destruir. El sacrificio parecía eterno y viable.
Como en otras ocasiones te arrodillas ante mí y te ofreces. Alargo la
mano hacia la mesilla, hacía el vaso, hacia el malditismo del nunca jamás,
hacia esa disciplina del borracho y su necesidad de grito sordo. Un trago largo.
Nos inmolamos dentro de una fábrica, de una oficina, ¿para esto? No lo sé,
siempre he sido el payaso, el torpe, el que llegaba siempre tarde a su propia
vida. Pero, ¿qué importa? Mereces mi erección. Mereces que mi polla entre en tu
cuerpo como un puto ejército invasor dispuesto a violar tus escrúpulos. Sin
banderas blancas, sin capitulaciones. Hay que provocar una masacre, dejar un
recuerdo imborrable, un milagro de aristas y otoños.
Porque quieres ser musa. Y vienes, como en otras ocasiones, con la
mirada emputecida de diosa. Con falda escasa y ropa interior a juego. Subiendo
y bajando por mi polla con esa boca de maquillado frenesí. Una boca que es el
corazón vivo del mundo. Tú, que arqueas la espalda hermosa en tu entrega, que
eres como una canción de Nacho Vegas, como un aplauso en un museo cerrado. Tú…
que a pesar de todo ello, no consigues que se me ponga DURA.
Me miras con impaciencia. Pero sigues. Tu ropa interior se despliega
sobre la cama como un animal herido. Pero todo es fútil. Nada funciona. La música
se agrieta. Los perros ladran cuchillos. Las maquinas deciden nuestro destino. Los
halcones son destripados por los cuervos. El cementerio de elefantes se convierte
en el centro comercial de los ejércitos que han pisoteado nuestros sueños de
singularidad. Hemos perdido la belleza, hemos sido asesinados por la
normalidad.
Y me gustaría deshacerme de mi vulgaridad. Sacar las cuerdas. Dibujar
hematomas en tu piel con cada azote. Deslizarme por el carmín de tus labios. Desgarrar
tus bragas y utilizarlas para ahogar tus gemidos. Morderte los pezones mientras
te miro a los ojos. No dejar que los recuerdos hagan trampa. Los dos sabemos, o
antes creíamos saber, cómo perdernos el respeto en la cama. Cómo follarnos el
corazón y ensuciarnos entre cuchillas de afeitar, charcos de semen y bombillas
a punto de explotar. Sin embargo, ahora lo único que nos folla es el silencio. El
único golpe es tu atroz portazo de despedida. El único juego posible: seguir
vivo.