sábado, 10 de agosto de 2019

Todos los días pienso en el suicidio, a veces muy intensamente. Es mi particular minuto de odio hacia mí mismo, una salida de emergencia de letrero luminoso que me desahoga con su parpadeo. Y aunque suene fatal es, junto a la masturbación, el mejor momento del día.

Mañana nos veremos, pero sé que algo ha cambiado irremediablemente entre nosotros. Pequeñas palabras y caricias que ya no están, una sensación de frío, de vacío. Antes en mi cuerpo latía un poema, deseo, morbo, ganas de abrazarte, de celebrar una fiesta y perder un poco la cabeza. Ahora, no sé por qué, siento que voy a encontrarme con nuestra despedida, con un viaje que separará nuestros caminos, que no voy a estar cerca de ti, que la pasión ha muerto y nuestra mirada de complicidad entre náufragos ha desaparecido. Y me siento culpable porque a veces quise que ocurriera, quería soltar lastre con esa compulsión de hijo único de querer estar solo sin sentirme solo. Y al escribir esta verdad tan fea me embarga la melancolía, quizás nunca tuve nada qué darte, nada con lo que asirte a mi pecho, sólo poesía de nadie y un rastro de estrella en medio de ninguna parte. Pero a pesar de todo: si quieres bailar, bailaré; y si no, también lo haré.

***

De qué sirve escribir todos los días. De qué sirve el esfuerzo de recorrer las calles de mi memoria si mi cuerpo es un arpa sucia por el que sucede inclemente la serenata del camión de la basura. Sin embargo, al llegar a casa después del trabajo, enciendo el ordenador e intento escribir. No quiero vivir la vida que me toca. No quiero irme a la cama y dejarlo para mañana. No quiero que el día termine así, sin un matiz de relevancia. No busco ni siquiera transcendencia: hace tiempo que maté a mi héroe y sería ridículo intentar revivirlo. Lo que me mueve es el miedo, el miedo al sonambulismo vital.

Por eso sigo deslizándome por el teclado, sin saber muy bien qué va a suceder en la siguiente línea, una huida hacia delante esbozada con cierta histeria, como si la dedicación tuviera un poso de justicia poética y me redimiera de todas las horas muertas apiladas delante de mí. Pero es una dulce mentira, la página en blanco solo perdona a los kamikazes que se lanzan sobre ella con todas sus fuerzas, que no evitan el golpe y acaban con su cerebro desbordado en los márgenes de tinta. Por eso mis dedos, ateridos y sin musa, siguen preguntándose para qué sirve todo este esfuerzo intelectual, toda la quimérica obsesión, si al final son las tuercas, los números con traje gris y dos mil alarmas en su móvil, los que dominan el mundo.


4 comentarios:

  1. Si la poesía te habita.
    Ya es muchísimo.


    Besos.

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    1. Bueno, me recuerda al otoño. Esa sensación de dejarse llevar, de apagarse poco a poco con esa música. También ese sentimiento fútil de la vida. Saludos.

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    2. No sé sí la poesía me habita, Amapola Azzul, creo más bien que intento literalizar fragmentos de memoria, anhelos y consecuencias, que son amagos de trascendencia que surgen cuando hay un desfase etílico, cuando la soledad adormece esa parte del cerebro que se encarga de titular los créditos, y todo fluye, fluye sin consecuencias, sin halagos, sin lastres, a veces sin talento, pero es bueno dejarse llevar de vez en cuando. Te leo depresiva, espero que el verano cure tus heridas. Un abrazo.

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    3. brenllae9@gmail.com: Quizás me estoy equivocando de estación, supongo que el verano tiende a ser más positivo, más horas de luz para tomar unas cervezas en una terraza, en la piscina, socializar, conocer gente nueva, amores de verano, romper con la costumbre y las rutinas alejándote de todo aprovechando las vacaciones. Pero este blog a veces es monocorde, un piano afilado, un lugar de recreo para los decadentes que aúllan detrás del incendio. Como decía Bukowski: no hay nada más fútil y banal que un borracho melancólico. Como diría yo: a veces juego a ser un leproso mudo y sin campanilla al que le gusta dar abrazos.
      Un saludo.

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