domingo, 11 de agosto de 2019

La visita de Manolo.

Siempre que hablo con Manolo por teléfono, un amiguete sevillano que conocí hace años en Barcelona, recuerdo la anécdota de la giganta alemana. Fue una de las primeras veces que vino de verme por Madrid, en aquella época solo quería hundirme en la bebida hasta quedar en estado comatoso, a ser posible en la pútrida soledad de mi habitación; pero él había venido a la capital con ganas de juerga y me obligó a salir al exterior. El plan habitual cuando tenía visitas era empezar a beber en mi casa, cenar algo y, cuando estuviéramos suficientemente alcoholizados, coger el metro e ir a los Bajos de Arguelles y luego ya de madrugada al Heaven, una discoteca gótica de dos plantas que había cerca de Callao, mi lugar favorito de vicio estético y desconexión neuronal.

La primera noche discurría por el camino del exceso habitual y planificado, eran las tres de la madrugada, ya había hecho gala de algunos movimientos espasmódicos en la pista de baile del Heaven durante un par de horas, y me encontraba tumbado en los mullidos sillones de la planta baja degustando el tercer o cuarto vodka con Red Bull observando, entre el anhelo y la desidia, los movimientos lánguidos de la góticas adolescentes en la pista. Había dejado a Manolo solo, obnubilado por el paisaje de estrógenos y lolitas oscuras, y suponía que estaría ocupado acosando toscamente a alguna. Yo no me atrevía a tentar al destino de nuevo, sabía que no estaba en mi mejor momento y que cualquier fémina que me hiciera un poquito de caso provocaría de nuevo en mí la obsesión tóxica, absurda y dependiente, como si ella fuera la única solución a mi caos existencial. Luego durante unos meses sería feliz, la perfección y finalidad anudada a los lunares de su espalda; pero en algún momento empezaría su frialdad, su desapego y finalmente el abandono, los recuerdos insalubres, el dolor, etcétera. Siempre que entraba en ese tipo de bucle mental, con el peligro añadido del abuso de alcohol en lugares públicos, solía recurrir a conversar con mi amigo imaginario Dick Grayson:

- Estoy muy jodido -comenzaba así el diálogo en mi cabeza-, no sé divertirme, no sé vivir; seguramente tampoco sé follar bien, por eso me abandonan todas, qué puedo hacer, ¿castración química, estudiar derecho, aprender a vivir como un mendigo, irme del país? Qué cojones puedo hacer, ¿dónde están las soluciones, a qué puedo recurrir para que toda esta mierda tenga sentido?
- Cálmate joder -me contestaba Dick con su habitual tono displicente-, putos problemas del primer mundo para adultescentes mimados, eres un necio pusilánime al que le falta perspectiva, ¿las mujeres? No seas absurdo, mastúrbate con asiduidad para mantener la libido bajo mínimos y resígnate cada vez que surja la vocecilla: "no eres feliz, cambia tu vida". Es solo la naturaleza humana, odia la tranquilidad.
- Pero yo quiero amor, una musa que se corra conmigo con Yann Tiersen de fondo.
- Claro, pero para ello, ¿estás dispuesto a machacarte en el gimnasio, comprarte ropa nueva, pedir un crédito para un coche decente, en suma, estar a la altura de la hipergamia femenina? Porque la cosa va de eso, no estás en un puto anime donde una nínfula punk sin sujetador va a llamar a tu puerta para hacerte una mamada diaria mientras repite sin cesar lo maravilloso que eres. No existe Madoka Ayukawa. El amor tampoco, solo es una suma de prejuicios culturales, de soledades y precipicios abotargados. Lee a Schopenhauer y recurre a la prostitución, te evitarás problemas.
- Sé que tienes parte de razón, pero es que todos los demás aspectos de mi vida son una mierda, ni siquiera sirvo como esclavo asalariado. Me gustaría vivir en un relato de Bukowski, en Clerks; o en una de esas películas románticas de los ochenta, idealista y con final feliz.
- Tú eres gilipollas, nadie quiere ser Bukowski, solo observar desde lejos cómo se hunde en la miseria, a lo sumo querrías ser su amigo y follarte a sus mujeres. En Clerks la ex del protagonista se folla un cadáver y termina ingresada en un psiquiátrico; y no me hables de las puñeteras películas de los ochenta: te producen nostalgia porque te haces mayor, pero son artificios tan ingenuamente cándidos que necesitarías volver a ser virgen para disfrutarlos como antes. Mira a tu alrededor, casi todo el mundo se esfuerza por mantener su disfraz, pero detrás de todo ese maquillaje hay vidas de mierda como la tuya, seguramente la mitad de estas tías lo único que quieren es que alguien les eche un polvo para poder sentirse un poco especiales durante un rato; en serio, busca otras prioridades vitales.
- Joder, eres muy tóxico, todo te parece mal, solo sabes ver el lado indeseable de las cosas, se supone que estas charlas son para animarme, no para que empiece a buscar una viga para la soga.
- No hay guion, no hay nada escrito. No debemos esperar a que llegue lo que hemos decidido, de forma ingenua, creer que ha de llegarnos. La vida no nos debe nada, no hay nada ni nadie esperándonos salvo nosotros mismos. Puedes intentar perderte en la sublimación intelectual del nihilismo de Heidegger o la náusea de Sartre, pero lo único que sirve es luchar contra tus cobardías habituales y… -hace una pausa y se empieza a reír-, mira, fíjate en Manolo, ¡él sí que sabe llevar la teoría hasta el final!

Advertido por mi psicosis funcional levanté la mirada y quedé sobrecogido por la escena: en mitad de la pista mi querido amigo retozaba sin pudor con una giganta que le doblaba en altura y corpulencia. La hipérbole era tan notoria que cuando se ponía de puntillas para besarla parecía uno de esos pajaritos que alzan el pico hambrientos buscando la comida que trae al nido su madre.

Manolo se me acercó enfebrecido un rato después y me dejó claro que la velada debía continuar en otra parte por lo que, atrapado por las leyes tácitas de camaradería, les acompañé fuera, ambos iban extremadamente borrachos, y cogimos un taxi hacía mi casa. Al llegar me despedí de los dos con gesto cansado y me encerré en mi habitación.

Llevaba un par de minutos metido en la cama cuando unos alaridos demenciales me sobresaltaron. Maldita sea, ¿es que no podían follar como personas normales? Mis vecinos estaban acostumbrados a muchas cosas, pero eran casi las cinco de la mañana y no podía permitirme más visitas de la policía. Fui corriendo hasta su habitación pero al abrir la puerta me quede paralizado: la valquiria cabalgaba con violencia a Manolo, riadas de carne subiendo y bajando a un ritmo atronador, le intuía más que verle, era algo fascinante y repulsivo a la vez. Las ventanas de mis vecinos se abrían iluminando sus caras asustadas mientras la giganta embestía el maltrecho cuerpo de Manolo cada vez con más saña. Tenía que reaccionar y parar esa carnicería, pero cuando entré en la habitación ya era demasiado tarde: la siguiente sentadilla destrozó la cama y bajo el ímpetu sexual de la giganta cayeron juntos al suelo, su abrazo de osa, de mantis religiosa, envolviendo totalmente a Manolo como un pantagruélico caparazón de carne. Eros y Tánatos colisionaron en ese dormitorio hasta que de pronto la gigante gritó: cristales rotos como cornetas del apocalipsis, un extraño gorgoteo anti natura que se prolongó hasta lo indeseable y, por fin, un temblor de magnitud siete cuando se deslizo hacia un lado del suelo boca abajo y, ajena a mi presencia, empezó a roncar casi instantáneamente. También sentí en el aire otro sonido más sutil procedente de nuevo pequeño casanova, por suerte no era un estertor, solo el frágil movimiento de la vida volviendo a sus pulmones. La crisis parecía resuelta por ahora, cerré la puerta y volví a mi habitación.

Al día siguiente la giganta había desaparecido y Manolo se levantó cojeando y lleno de moratones. El dolor de su entrepierna le duró varios días, de lo demás apenas le quedó un recuerdo difuso. Supongo que el cerebro es sabio y necesita combatir los traumas, o quizás todo haya sido una exageración literaria y fue la mejor experiencia de su vida; ¿acaso importa queridos lectores?


4 comentarios:

  1. Buff con la giganta, menuda bestia. Ja, ja, ja.
    Un consejo, no es bueno mezclar vodka con red bull, Bukowski, Heidegger, Sartre. No puede salir bien. Ja, ja, ja. Saludos.

    ResponderEliminar
    Respuestas
    1. A mí esa combinación de Red Bull y vodka Absolut me salvó en muchas noches de grandes excesos en los que había que domar a los caballos de la exaltación; aunque también hay que tener en cuenta que la historia sucedió hace muchos años, cuando mi capacidad de recuperación y el número de neuronas eran mucho mayores xD
      Gracias por pasarte por aquí, un abrazo 😉

      Eliminar
  2. Respuestas
    1. Por supuesto, estamos ante una bonita historia de amor que tiene todos los ingredientes necesarios para el suspiro del público: un encuentro fortuito, muchas dificultades que superar, orgasmos, y final feliz. No te dejes llevar por los prejuicios ja, ja, ja. Aunque vale, sí, tiene mucho de paródico, sobre todo teniendo en cuenta cómo utilizaba antes ese recurso musical. Un abrazo.

      Eliminar