Hace tres años y
medio comencé a pulular por aquí. Tanto tiempo, y parece que todo cambia para
quedarse igual que antes, el gatopardismo sempiterno nos aflige. El rey abdica
y nos colocan a otro papanatas en su lugar. No hay referéndum. Vivimos en otra
dictadura creada a nuestra medida, la mediocracia, la propaganda política
ejercida por los medios de comunicación, dirige nuestra intención de voto,
nuestro sentido común. Vemos a Francisco Marhuenda, a Inda, a Alfonso Rojo, a
cualquiera de esos perros mediáticos de la derecha, y parece que somos listos
al darnos cuenta de la trampa. Pero luego no hacemos nada, nos limitamos a
escribir alguna entrada furibunda, a repartir “me gusta” en Facebook. Los
caciques tienen el poder desde hace décadas y sin embargo la abstención crece.
Nadie se informa realmente, ¿quién se ha leído el programa de Podemos, cómo van
a cumplir todas sus promesas? No hay revulsivo más allá de la indolencia. La
política mueve un país, decide cuánto vale una barra de pan, si hay educación y
sanidad gratuita, si vas a tener pensión… pero no hacemos nada. Eso sí,
lloramos y nos enfurecemos cuando “la Roja” deja de menstruar y pierde el
Mundial. Sublimar éxitos y batallas en la simpleza del deporte es el «Panem
et circenses» moderno. Hábiles en nuestra coartada, ¿qué
importa la trascendencia, quién piensa en eso cuando lo importante es
sobrevivir?
De día la mente
suele ser mucho más conservadora que de noche; quizás ese ritmo atípico de la
madrugada provoca que la gente sea más sincera, más pura y honesta en sus
reacciones. Y todo esto se nota también en la escritura. El dolor es un comienzo
inevitable, y una oportunidad perdida. De hecho crecer es llevar la herida de
un lugar a otro hasta hacerla inherente. Por eso es tan práctico leer a los
estoicos: te hacen percatarte de que la autosuficiencia es la única forma real
de felicidad personal. La oportunidad de singularidad la perdemos poco
después de la adolescencia. El capitalismo alienante. Homo
homini lupus. La notoriedad está sobrevalorada, deberíamos buscarla
en nuestro interior. Esa es la única razón lúcida para seguir escribiendo.
La madrugada es un vulgar misterio de ventana iluminada. Pero el público sigue siendo el enemigo. Un ejército de cervezas de nombres ampulosos me rodea: Sputnik. Mort Subite. Judas. Todo para nada. Las cosas hieren y fornican entre espejismos de silencio. Madrid es una puta sifilítica, su vientre abierto en canal, huestes de antidisturbios, empresarios y políticos golpeando nuestra dignidad. La madurez es luchar. Pero, ¿cómo hacerlo cuando eres un eunuco existencial? Anquilosamiento. Quietismo irreflexivo. Onanismo irracional. La historia de un idiota contada por él mismo.
Jim Morrison ríe en su tumba porque comprende lo incomprensible de morir joven y no querer ir más allá. The End como toque de queda. Sin pájaro azul. Sin Dostoievski haciendo girar la ruleta. Sin los cuervos de Poe. Las heridas tienen nombre de cuco y veleidad. Todos erramos el tiro. Excepto Hemingway. Puedes elegir que el miedo sea tu estandarte de fingida singularidad. Declamar sobre la supervivencia del menos apto con la rígida y ridícula coartada del arte. Beberte tu futuro mientras esquivas el reflejo del espejo en el cubo de basura.
Releo La Náusea de Sartre. Esa extraña lucidez en los últimos capítulos, cuando el protagonista está en la cárcel viviendo de recuerdos. Los escritores son seres extraños. Emily Dickinson y Emily Brontë vivieron aisladas, sin amores conocidos, sin embargo su obra es pasional y abrasiva. Incluso la decadencia requiere un poso de pasión. Escribir es acercarse a la herida. Paladearla. Observar como las sombras fornican entre sí. Pagar el peaje del grito. Del vómito.
Ven aquí
Deja de jugar al escondite
Ayúdame a componer un réquiem
De vaho despeinado
Déjate llevar y baila conmigo sobre la hoja del cuchillo
Sé que acabaremos en la
cama en cuanto hablo con ella por teléfono. El hedor de la soledad compartida.
El coqueteo en el timbre de la voz. Me la imagino tocándose el pelo mientras ríe
por mi broma procaz. Somos patéticos. Pero somos. Y ahora que vuelvo a estar
solo el trámite del luto aguerrido y responsable no me parece la mejor opción,
quiero sexo, echar un polvo. Y ella también. Sólo tenemos que concretar los
detalles. Cuándo. Dónde. Qué marca de cervezas.
Ella es más guapa de lo
que pensaba. La conversación fluye. Pero noto un sutil aburrimiento, el olor
rancio de la pantomima. Intento disimular. Terminamos las bebidas y subimos. Ni
siquiera nos tocamos en el ascensor. Se nota que no suele hacer esto a menudo. Entramos
en la habitación, ella se sienta en la cama y mira a su alrededor. La estoy
decepcionando, necesita que sea yo quien lleve la iniciativa, el patriarcado cultural
y sus secuelas. Me siento a su lado y acaricio su espalda. La miro, nos
besamos. La libertad del momento empieza a excitarme, nos desnudamos poco a
poco, como si quisiéramos observar la escena desde fuera. Ella verbaliza lo que
ya he intuido: es la primera vez que hace algo así. Hago una broma, el ambiente
se distiende, me sirvo una copa del mueble bar, ella se mete en la cama. El
sexo es algo rudimentario, una tosca necesidad impuesta por la naturaleza. Pero
podemos convertir el desasimiento en arte, trascender en el placer todo nuestro
condicionamiento.
Jugamos en la cama, está
muy excitada. Marta me agrada pero me doy cuenta que no tengo ganas de follar.
Quizás estoy deprimido, quizás necesitaba sentirme deseado, ratificar mi
existencia, sentir que no soy invisible. Ella nota mi titubeo, pero el alcohol alienta
sus necesidades y empieza a chupármela. Eso es algo que me encanta, incluso más
que follar, como un resorte refuto mis dudas y empiezo a follarme su boca.
Quizás hace una década se quejaría, pero ahora ve normal el abuso, estar
rodeados de tanta publicidad con ese hálito a pornografía blanda nos hace más
proclives a asumir que el sexo duro, caníbal, cosificador, es lo normal, e
incluso lo exigible. Lo sé: divago demasiado.
Estoy a punto de correrme
y la obligo a parar. Empiezo a besarla y bajo hasta sus muslos, me acomodo y
empiezo a estimular su punto G mientras le acaricio con la lengua el clítoris.
Lo del squirting es gracioso, la mayoría de las mujeres ni siquiera saben
identificar más allá de “molesta sensación de querer ir al baño” lo que, con un
poco de paciencia, puede ser el mejor orgasmo de sus vidas. Me tomo mi tiempo,
no creo que pueda conseguirlo a la primera, pero ahí llega el premio, esas
pequeñas sacudidas, su mano agarrándome del cabello, como arquea la espalda.
Sí, sí, sí. Su orgasmo me baña los
dedos de amor y dopamina. Pero mi generosidad tiene un precio.
Empiezo a follármela intercalando
penetraciones lentas y cálidas con otras más bruscas mientras le aprieto el
cuello con fuerza. Caricias. Dolor. Sumisión. Placer. La belleza está en el
cerebro y en la improvisación del juego. Marta responde bien. Me animo, le
sujeto las manos por encima de la cabeza y empiezo a follármela con brutalidad.
Quiero que mi lenguaje le hiera y le excite a la vez. La obligo a sentirse como
una pequeña puta indefensa. Usada. El placer es una buena coartada para los
dos. Las roles fluyen: la puta y el cliente, la zorra que necesita una lección,
la mujer a punto de casarse mientras los invitados esperan en la habitación de
al lado, la sumisa que suplica atenciones. Violentada. Abusada. Huérfana.
Cuando ella se pone arriba los roles cambian. Ella es la reina y su coño es ley.
Una bella dominatrix que exige y esclaviza a su puto con sadismo.
La carne como campo de
batalla, sus pezones golpeando mi boca, sus manos abriendo surcos de violencia
en mi piel. Me la follo por detrás sin importar nada, mi polla es un cuchillo
que nos asesina en cada embestida. Tiene que haber pasión, odio, amor,
sinergia. Todo consensuado pero mutando los limites preestablecidos para
violentarlos y difuminarnos en ellos.
Me corro. Ha sido casi
perfecto. Casi. Ahora ya no es necesario nada más, todo sobra. Soy un fantasma que
atraviesa su carne y desaparece. Estoy castrado. Eunuco. Nos dedicamos unas
palabras. Nos duchamos. Marta parece feliz. Quiere seguir engañando a la muerte
intentando cortejar las migajas que estén a su alcance. Me parece bien. Nos despedimos
con ridícula cortesía. Antes de que doble la esquina ya estoy bloqueando su
número. Quizás ella esté llamando a su marido para saber si va a recoger a los
niños a la guardería. Los caimanes siguen cantando. Las amapolas de mi pecho
están muertas. Alguien brinda sobre los restos de una palabra herida, adelante,
adelante, adelante, cargad con vuestras bayonetas de plomo, aullad, no queda
más que eso, nada importa, todo sigue girando en su eje podrido y oliendo a
quimera frígida. El párrafo se muere y yo no puedo hacer nada por evitarlo.
Escucha, tengo algo
importante que decirte: tienes que entender que la sociedad capitalista que te
rodea es más importante que tú. Ella calcula tu valor y lo hace con solemne
exactitud. Te nutre. Te permite existir desde un sentido práctico y
unidireccional. Acepta, conviértete en lo que ella exija, su dado anacrónico dictamina
tu valor y tienes que creértelo. Todos te dirán lo mismo, desde el jardín de
infancia hasta la oficina alienante. Deja que te señale el camino correcto, la autopista
de pensamiento mass media donde nunca te sentirás solo y te reirás por las cosas
adecuadas. Ten paciencia, siempre hay treguas, regalos, malformaciones de tu
singularidad que te darán la suficiente paz para que puedas seguir
interpretando tu papel con estoica convicción. Siempre podrás decir que el
sacrificio fue inevitable, que es una ventaja carecer de pasión, pura
supervivencia. A fin de cuentas ahora eres una nómina, una cuenta bancaria, una
factura con intereses. Alguien responsable que siempre da la respuesta
correcta, la respuesta que te han enseñado a dar. Aunque en tu fuero interno,
muy de vez en cuando, te des cuenta que nunca nadie, ni siquiera tú mismo, se
ha atrevido a hacer las preguntas adecuadas. Eso sería un problema. Una broma
de mal gusto. Así somos felices. Muy felices.
A veces incluso demasiado.
2
Juego a que la música
restañe el presente fijando la palabra con neones de fraude; quizás dentro de
la palabra agujero encuentre la
palabra relámpago. Juego a
columpiarme en un nadir cubierto de servilletas manchadas de amor blanco. Juego
a intentar destilar lo eterno de esta embrutecedora soledad. Juego a encontrar
versos perfectos que dedicar a una musa analfabeta a la que le gusta hacer la
calle para poder contarme todos los detalles sórdidos.
El vaso simbólico en la
mano, entre lo cómico y lo fútil, consiguiendo huir de la ecuación común, de la
muerte antes de la muerte, protegiendo una piel muy fina repleta de toques de
queda. Por eso, antes de que el grito se transforme en bostezo, te bajo las
bragas buscando el destello lírico que producen dos manchas de carne. Quiero
sentir el calor de tus flujos acicalando mis cojones, dibujar con mi lengua un
mar entre tus muslos, buscar mi Ítaca en tu orilla acristalada.
El amor verdadero deja
huellas en la piel, marcas en las muñecas. Y aquí estamos los dos, viviendo una
realidad que se deshace como flecos quemados de neurosis, con un síndrome de
Tourette provisional que provoca mordiscos a ras de hueso, sonidos guturales y
puntos de ruptura. Tu coño teñido de azul, muerto y acribillado por la cadencia
de mis golpes de cadera. Dentro y fuera, hundiéndome una y otra vez en su
asfixia erótica, esparciendo mis cenizas en este pozo de nostalgia que me deglute
y me desgarra. Hay un talento torpe en todo esto, una inercia sin escrúpulos
que nos empuja hasta el estertor final.
Me desplomo en tu regazo
mientras pequeños fragmentos de memoria genética son decapitados bajo la
risotada química. Roncos sueños sin magia me devoran al mirar al océano de tus
ojos. Siento que hemos fallado en lo más importante. Te apiadas de mí, amartillas tu arma y el olor a pólvora –adicta a la sangre- inunda con vehemencia la
habitación.