miércoles, 20 de noviembre de 2019

Cuando en la soledad intervienen las ruinas del ego, esta se convierte en enemigo, en campo estéril, en fracaso, en dolor.

El mañana es una entelequia, una ficción, lo importante es la pulsión presente, el vodka barato que sirven con displicencia en este bar del extrarradio y que fulmino con rapidez. Miro a mi alrededor: apenas somos seis personas, extranjeros de su propia vida, como yo, intentando olvidar la disincronía de su existencia. Ninguna mujer, obviamente. Pido otra copa y me avisan que será la última, van a cerrar en diez minutos. Acepto la condena y me concentro en saborear el veneno. Mi trinchera no exige preguntas ni consignas, solo emborracharme, confundir la belleza con la verdad mientras pienso en pájaros cruzando entre los muertos y posándose en las ramas de mi corazón; dejar abierta la jaula unas horas, dejar salir la angustia, el desasosiego, el clamor del absurdo, el hambre, la insatisfacción, el tedio, el aullido del animal herido, enfrentarse a todo ello con una sonrisa desesperada, justo antes de cerrar la jaula de nuevo y arrojarlo de nuevo a su oscuridad.

            Cuando me echan son casi las dos de la madrugada. A pesar del frío resulta agradable pasear de noche cuando la resaca aún no existe y las sensaciones están amortiguadas. Llevo unos minutos andando cuando en unos soportables observo a un par de vagabundos con sus ropas de abrigo agujereadas y sus cartones durmiendo en el suelo. Me acerco a ellos y me quedo un rato mirando, ¿qué es lo que me separa de ellos, más de dos años en paro, una depresión, ningún apoyo familiar, una adicción fuera de control? ¿qué pasará en la siguiente crisis, cuánta gente acabará en pleno invierno durmiendo en la calle? De pronto el timbre del teléfono interrumpe mis reflexiones, uno de los mendigos se incorpora y me mira cabreado. Saco el móvil un poco abochornado y me alejo pidiendo disculpas. Antes de mirar la pantalla me prometo a mí mismo que si es ella no se lo cogeré, pero no puedo evitar la desilusión cuando reconozco el número de un compañero del trabajo. Lo apago.

Recuerdo nuestro último polvo, nuestra ira recíproca, sin preliminares ni romanticismo, sexo vertical, tus gritos y gemidos, cómo me tirabas del pelo y cosificabas mientras te penetraba con dureza. Los dos disfrutando de una tregua antes del final, sin querer verbalizarlo, desfondando la poca pasión que aún nos lastraba. A pesar de mi orgullo un mes después te llamé, sin ningún plan, siguiendo un impulso de irreflexiva necesidad. Pero tú te mostraste fría, desapasionada, casi anónima. Fue horrible sentir tu voz tan ajena.


Cuando comenzamos a salir querías entender mi fascinación por Bukowski, y te relataba cómo se paseaba por habitaciones de hotel barato alcoholizado y en calzoncillos, clavándose trozos de vidrio en los pies, gritando que era un genio y que solo él lo sabía, cómo se dedicaba a follar con putas y a enamorarse de ellas, te contaba que gracias a la escritura consiguió seguir vivo sin volverse loco hasta lograr la fama ya con cincuenta años. Después de horas hablando hacíamos el amor y te susurraba mientras acariciaba tu cuerpo: “De tu piel nacen poemas”; y tú, citando a Marguerite Duras, contestabas: “Te amaré hasta mi muerte. Intentaré no morir demasiado pronto. Eso es todo lo que tengo que hacer...”.

Sigo caminando y veo más adelante, en una marquesina, a una pareja de adolescentes que se abrazan mientras esperan el autobús. Cuando llego a su altura me fijo un poco más: están cogidos de la mano, se miran con confianza, los sueños todavía intactos. Tengo ganas de gritarles que el amor es una gran mentira, una fiebre ridícula que todos debemos de pasar para que llegue el frío y cínico descreimiento. Pero solo un idiota haría algo así, que disfruten de su ingenuidad, ahora es su momento. Supongo que solo el dolor funciona como coartada.

No quiero volver a casa, necesito más alcohol. Pienso en coger un taxi e ir hasta el ‘Segundo Jazz’, cierran a las cuatro y no suele haber mucha gente, las jam sessions son cojonudas y el camarero atiende con una sobriedad edificante. Parece un buen plan, pero llevo media hora paseando y no ha pasado ningún taxi, ¿dónde habrá una parada? Sigo andando y busco alguna calle principal, el viento se cuela entre las costillas rotas de mi gabán, la noche resulta cada vez más vulgar e inhóspita. Al doblar la esquina una mujer envuelta en un impermeable azul, un pedazo de cielo azul bajo la débil llovizna, se cruza conmigo, sacando música del asfalto con sus tacones. Estoy tentado en decirle algo, preguntarle a dónde va, pero no quiero molestarla. Madrid a estas horas de la noche parece un enorme y oscuro almacén abandonado, empieza a llover con más intensidad. Me paro debajo de un portal y me rindo; estoy cansado, quiero volver a casa, aunque mi casa solo sea una paradoja poética.

Tardo casi media hora en volver. Mi gata me recibe entre maullidos enfadados, le doy algunas golosinas para calmarla, pongo la estufa en mi habitación, me seco el pelo y me escondo en la cama. Me noto el cuerpo destemplado, es posible que mañana me levante enfermo. Cierro los ojos e intento dormir. Pero como siempre me sucede desde hace seis meses, a pesar del alcohol y el cansancio, el insomnio me impide descansar. Entiendo a Cioran cuando hablaba del suicidio con tanta parsimonia después de llevar insomne más de tres años. Lo peor es no poder parar de pensar, de recordar, de enlazar ideas que quizás no tienen demasiado sentido pero que, en estos momentos de duermevela, parecen de una lucidez incuestionable. Me da por recordar la conversación telefónica que tuve la semana pasada con Manolo, hace meses que no le veo, ni siquiera hemos podido quedar para mi cumpleaños, desde que trabaja en una fábrica desmantelando paneles de monitores y televisores, un trabajo muy físico, termina tan cansado que entre semana solo se dedica a trabajar y dormir; y el sábado, cuando ya empieza a recuperarse, se pasa el día con su familia, viendo la televisión o jugando a la consola, no le apetece ni siquiera salir de casa. Es brutal el cambio, hace unos años se iba al Retiro a cantar y tocar la guitarra, estaba obsesionado con sus maquetas y con sacar nuevas canciones, siempre llevaba una pequeña libreta donde apuntaba estrofas, metáforas. ¿Cómo conserva la gente normal la capacidad de levantarse por las mañanas y continuar con una rutina adocenante? Nos comportamos como si la vida se redujera a esquivar los sueños que antes lo eran todo, a sobrevivir de cualquier manera, aunque eso implique olvidarnos de nosotros mismos. Hemos sido domesticados, narcotizados ante el panegírico social, obsesionados con morir con el disfraz y la máscara impolutos.

Sísifo provocó el enfado de los dioses y como castigo fue condenado a perder la vista y empujar para siempre un peñasco gigante montaña arriba hasta la cima, sólo para que volviese a caer rodando hasta el valle; así indefinidamente. Es una perfecta metáfora de la completa inutilidad de la vida. Pero Camus no promovía el quietismo o la pasividad ante el absurdo, nos obligaba a aceptarlo como la menos mala de las alternativas –un salto de fe religioso sería la otra- y a seguir adelante con el eterno enfrentamiento; como consuelo afirmaba que Sísifo, mientras el peñasco terminaba de caer, disfrutaba en la cima de unos breves instantes de libertad.

Pero por encima de toda esta filosofía barata, de este salto al vacío del vacío de dios, lo que me duele es la nostalgia de tu recuerdo, cuando tenía la respuesta a todas las grandes preguntas, aquí, a mi lado, en el sonido de tu respiración, dentro de esa mirada que sigue perdurando en las cenizas de todo lo demás. Por eso permíteme, ahora que me has echado totalmente de tu vida y nunca leerás estas palabras, que reconozca a pesar mío lo mucho que te echo de menos. Ha pasado demasiado tiempo, pero tus poemas siempre seguirán vivos en mi interior.

Un poema desde el frío de la distancia
Sobre ti, sobre mí
Sobre esos condones caducados del cajón
Que son mucho más sabios que cualquier poeta
Escribiendo sobre alquimias sentimentales

2 comentarios:

  1. Hoy estás romántico y melancólico, espero que tengas días y momentos más amables.

    Un abrazo.

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