miércoles, 25 de septiembre de 2019

Reseña ‘El coleccionista’, de John Fowles.

La novela, un thriller psicológico, representa un tour de force entre dos personajes: Frederick y Miranda. Frederick es un joven psicótico, introvertido, de carácter débil, de clase social media-baja y con pocos recursos culturales, de físico no especialmente agraciado. Colecciona mariposas, le gusta pescar, y vive una vida solitaria incapaz de tener amigos o relacionarse con mujeres. Está obsesionado con una muchacha a la que sigue, vigila y desea en secreto durante años, hasta que llega un momento en que puede lanzar su red. Miranda, objeto del amor platónico y obsesivo de Frederick, pertenece a un nivel social alto, es muy guapa, culta, interesada en el arte, los movimientos pacifistas y humanitarios; a su vez está enamorada de un pintor que podría ser su padre, pero no acaba de decidirse.

La parte primera y el epílogo final, consiste en la narración de Frederick, su versión de los hechos. La suerte le depara una cantidad importante de dinero, envía a Australia a su tía y prima (con las que ha vivido hasta el momento), y abandona su oscuro trabajo de oficinista en el ayuntamiento de un pueblo del sur de Inglaterra. Ahora puede hacer realidad su sueño. Y, ¿en qué consiste este sueño? Tener a Miranda. Poseerla, pero no en el sentido sexual, (triunfa la represión) sino que necesita tenerla como un objeto más de su colección: una delicada mariposa viva, bellísima y frágil, pero reclusa. Frederick planea minuciosamente el secuestro y la mantiene oculta en un sótano de una casa perdida en la campiña inglesa, acondicionada para tal fin. Se establece entre ambos una tensa relación que va oscilando, desde la reacción violenta, pasando por un tanteo de posiciones, a todo tipo de intentos de huida incluyendo la seducción.

Miranda no acaba de comprender qué quiere de ella ese Calibán, como le llama en su diario, parafraseando a Shakespeare en La Tempestad. Frederick no es monstruoso, como Calibán, ni esclavo ―salvo de su pasión― sino que es él quien esclaviza a su objeto de deseo. Miranda no entiende ese deseo que no es físico, Frederick solo quiere mirar, saberla allí, saberla propia, poseer un objeto precioso que vive, respira, y que, en teoría, debería corresponderle amorosamente. Pero ella no es una muñeca sino una persona real e inteligente que no soporta la falta de libertad y sobre todo, no soporta la ausencia de una razón que explique las cosas.

La segunda parte, quizás un poco insulsa y repetitiva, vuelve a contarnos todo de nuevo desde el punto de vista de Miranda, cómo se refugia en sus recuerdos y su mundo interior ante el aislamiento y forzada reclusión. La cultura diferencia a ambos personajes los distancia irremediablemente, y ella se recrea, para goce de los lectores, en humillarlo siempre que puede. Frederick no se emociona ante el arte, ni ante la música ni frente a un cuadro, ni siquiera como reacción espontánea al tener tan cerca el objeto de su obsesión. En realidad, su motivación no es el amor, él solo es capaz de poseer, quizás como sublimación inconsciente de la frustración que le causa el complejo de clase e inferioridad. El final, quizás lo mejor de la novela, sobrecoge por su hosco realismo.

En cuanto a la adaptación al cine, es una de las últimas películas del gran William Wyler, con un joven y perturbador Terence Stamp y una tremendamente expresiva Samantha Eggar. Tuvo un enorme éxito y el tiempo la ha convertido en un título de culto.

Por poner alguna nota, algo a lo que no soy demasiado afín, le daría un 6.5/10. Os dejo un enlace a la novela en formato ePub, con una nueva y excelente traducción de Andrés Barba.

1 comentario:

  1. Buenísima. He estado a punto de representar a Frederick en el teatro. Teníamos intención de representar la obra, pues eran dos actores y poco material de escena. El problemas es que en su tiempo, pensábamos que era demasiado hardcore para el público que iba a desconectar. Saludos.

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