lunes, 10 de septiembre de 2018

Mi barrio. (09/30)

Hoy me gustaría escribir sobre uno de mis vecinos, mi némesis. En mi barrio, este guetto maloliente de extrarradio, la paz no existe. Seguramente hace unos años era un barrio silencioso, lleno de pequeños comercios, de gente que se conocía de toda la vida y hacía sencilla la convivencia; ahora los únicos que soportan vivir aquí son familias de inmigrantes hacinados en cubículos de cincuenta metros cuadrados, los pobres abuelos con casa de propiedad que no pueden huir, y personas como yo que solo se pueden permitir el alquiler más barato. Estas casas antiguas de paredes de papel nos alegran la existencia a todas horas, como el montaje de Alfred Hitchcock en la ventana indiscreta, y nos permiten escucharlo todo, desde discusiones de pareja, hasta sus reconciliaciones orgásmicas –tengo una vecina que valdría como dobladora de películas porno-, también entrarían en la ecuación las familias con críos histéricos, los perros que se pasan el día ladrando en soledad, la niña autista del tercero que baja las escaleras saltando y gritando, o la mujer mayor del pijama azul, a la que llamo familiarmente “pájaro azul”, que tengo enfrente de mi ventana y que tiene la costumbre de asomarse a su ventana de madrugada y tirar enormes bolsas de basura que se estrellan con estrépito en la calle. Todo esto hubiera desmoralizado a cualquiera, pero como volvía del trabajo bastante tarde, y me gusta leer y escribir de madrugada, no me preocupaba demasiado, a esas horas todo estaba en silencio. Pero hace cuatro meses empezó el infierno: justo debajo de mi casa, vivo en un primero, había un local, una antigua librería que por el aspecto exterior de su escaparate debía llevar cerrada un par de décadas; un día llegó un grupito de chavales con pinta de perroflautas en apuros, y empezaron a hacer reformas, a sacar trastos, pintar, y poner su música de mierda a un volumen indeseable. Y así, en apenas unas semanas, mi némesis empezó a vivir allí.

Se llama David, tiene unos veinticuatro años, alto, el pelo rubio cortado al estilo mohicano, está lleno de tatuajes, en los brazos apenas queda espacio para meter otra calaverita o adorno tribal, incluso tiene unas letras chinas en la sien. De voz y modales rasposos, su vestimenta es una mezcla extraña de neo-hippie rapero y delincuente de cine quinqui. Dada nuestra cercanía tengo bastante claro como organiza su vida: se levanta tarde, sobre las tres o las cuatro de la tarde, pone algún disco de rap y empieza a organizarse el día: beber, fumar porros, llamar a los colegas, tatuar, visita de su pseudo novia e histérica discusión a los veinte minutos. Y justo cuando se pone el sol es el momento elegido para desplegar su talento, conectar el micrófono a un amplificador y grabar su música de mierda.

Al principio intenté ignorarle, pero era imposible. Luego intenté hablar con él, advirtiéndole que había gente en el barrio con horarios normales y que a partir de las doce me gustaría dormir. Él, con buenas palabras, me decía a todo que sí, y esa misma noche seguía con el vacile habitual de fiesta y música. Además hay una reja que separa de la calle la entrada al local, de esas antiguas que se pliegan por un lateral, y cada vez que entraba o salía alguien, algo habitual a todas horas, ese sonido chirriante se me metía en el cerebro. Empecé a llamar a la policía. Venían, le advertían a él y sus invitados que quitaran la música, y luego, a la noche siguiente, volvían a estar de fiesta. Un bucle. La última vez que vinieron, hace un par de noches, hice subir a los agentes para que hicieran una medición de ruido. Todo correcto, trámite realizado: la multa le llegará en unos cuatro o cinco meses, cosa que asumo le debe dar igual, porque ni siquiera quiso abrir a los agentes para recoger el papel, se lo tuvieron que dejar en la verja.

Mi némesis tiene las de ganar, a él no le importa tener su música de mierda a todo volumen todo el día, pero a mí cada vez me desquicia más. Debería largarme de aquí, este barrio se está convirtiendo en una trampa mortal. O resolverlo a lo Fight Club, un poco de violencia callejera. Pero soy un cobarde, nunca tomo decisiones. Al final lo que he hecho es consultar en un foro cuales son los mejores tapones para los oídos. Hay miles de marcas y modelos: de silicona o espuma, 3M 1100 o Bilsom 303, comprarlo en Amazon o en la farmacia. Una locura. Hasta para una cosa tan simple tienes a un montón de gente en Internet discutiendo sobre el tema. Lo cual, además de triste, me lleva a la segunda reflexión: mucha gente vive con ruido, por culpa de su vecino, de unas obras, de un local donde el fin de semana siempre ponen la música demasiado alta, porque viven enfrente de una plaza donde los chavales se reúnen para hablar por la noche alrededor de los bancos. Hasta que no te afecta un problema concreto no te da por pensar en ello.

Hoy hay silencio. Supongo que están cansados después del espectáculo de ayer. Fue alucinante, recuerdo despertarme sin saber qué coño pasaba, se escuchaba fuera un estruendo brutal, como si alguien estuviera utilizando un martillo hidráulico contra la acera. Miré la hora –las tres de la madrugada-, salí de la cama, levanté la persiana y les vi: habían cogido un carrito del Alcampo, una chica estaba dentro y la habían lanzado cuesta abajo. Ella gritaba, ellos gritaban, algún vecino supongo que también gritaba. El carro pasó por delante de mi ventana, siguió bajando cada vez a más velocidad hasta que virando hacia la izquierda las ruedas golpearon contra la acera, trastabilló y el carro y la chica cayeron con estruendo en mitad del cruce que hay al final de la calle. Lo ideal hubiera sido que pasara un coche justo en ese momento y la atropellara, un poco de tragedia y sangre en el crisol de la madrugada. Pero no, ahí estaba ella, tirada sobre el cemento, el carro a su lado con las ruedas girando mientras mi némesis y su pandilla corrían calle abajo riéndose. Lo hicieron un par de veces más hasta que uno de ellos, un alma cándida, dijo: “Creo que estamos haciendo un poco de ruido, mejor dejarlo ya”. Un poco de ruido. Increíble. Reconozco que mientras estaba en la cama no pude evitar reírme también. La locura empieza a ser contagiosa.

4 comentarios:

  1. Tengo la sensación de estar leyendo un déjà vu. Lo he vivido hace no demasiado.

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    1. Esta entrada tiene trampa porque este extracto lo escribí hace tiempo, en mitad de la situación, aunque lo he reescrito un poco. La situación duró año y medio, con algunos meses que no hacía mucho ruido y otros en los que incluso se atrevió a montar un mini concierto con bebidas y unos días de ensayos. Yo estaba tan alucinado que no me lo podía creer. Al final ya estaba tan cansado que me tuve que empezar a mover ir al ayuntamiento, hablar con los vecinos para pedir firmas, etcétera porque llamar a la policía (hasta treinta llamadas) no servía de nada. Cuando al año empezaron a llegarle las multas y conseguimos hablar con el dueño, este personajillo se largó. Me enteré prácticamente de toda su vida: tenía un hijo de cuatro años, no pasaba la pensión (obviamente) y la madre le venía a buscar para montarle bronca. La novia que tenía era una loca como él y siempre acababan a gritos y golpes. Y los amiguetes, uno recién salido de la cárcel, pues tampoco es que ayudasen mucho. De todo esto aprendí varias cosas: la gente confunde la educación con estupidez. La policía no sirve para nada, tienes que moverte tú y buscar soluciones. Y los tapones de eBay 3M 1100 son una maravilla. A veces me pregunto porque no escribo mas sobre cosas reales, porque a fin de cuentas en mi barrio siempre están pasando cosas. Pero tengo a una vecina en Facebook y no me gustaría que al final todos leyeran cosas inconvenientes. Al igual que mis compañeros de trabajo. Ahí hay un filón seguro.
      Pues nada muchacho, gracias por pasarte por aquí. ¡Un saludo!

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  2. Este comentario ha sido eliminado por el autor.

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  3. Sigo tu blog hace mucho, ni siquiera recuerdo cómo o si ya había leido algo. Hoy decidí hacerlo y es muy agradable, me gustó tu estilo.

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