
Se me había olvidado, justo encima de la primera estantería tengo el famoso poster de Abbey Road, con los Beatles cruzando el paso de cebra. Tuve una época en que me dio muy fuerte con ellos. Todo empezó de casualidad, hace unos años estuve en paro varios meses y un día estaba aburrido y empecé a ver el primer capítulo documental de “Beatles Anthology”, una serie de cinco documentales de casi dos horas y media cada uno que explica el fenómeno The Beatles. Como cualquier cosa que termina entusiasmándote, primero tienes que pasar por el peaje de adquirir cierto bagaje cultural sobre el tema en cuestión, da igual si es un videojuego, un grupo musical, Kant, o la última edición de Gran Hermano; la excusa universal para que nadie lea es que “no tienen tiempo”, mentira, todos tenemos tiempo para las cosas que nos entusiasman, la gente que le gusta el fútbol suele verse varios partidos a la semana, se saben las alienaciones de su equipo favorito, suelen ojear el Marca y hablar de ello en cuanto se les da la oportunidad –en mi trabajo con cualquier excusa lanzan sus monólogos sobre mí, como si mi ateísmo deportivo fuera una mancha, un error que deben subsanar-. El tiempo invertido, como decía, te permite especializarte en cada hobby, comprenderlo mejor y disfrutarlo más. Luego depende de otros factores que esa obsesión dure más o menos y se convierta en otra cosa. Con The Beatles me duró casi medio año: leí libros, me obsesione también con John Lennon, fui a conciertos “homenaje”, vi todas sus grabaciones y videoclips, y me escuché la discografía completa unas cuantas veces. Al cabo de seis meses empezaron a aburrirme, y dejé de escucharlos totalmente, pero el poster –y el otro de John Lennon- siguen ahí.
En el suelo hay un par de mancuernas de doce kilos. Al fondo de la habitación hay un sillón, y en medio, justo detrás de la silla donde escribo, una mesa bastante grande de madera. Ahí voy dejando los últimos libros que compro y estoy leyendo. Tengo dos ensayos de Juan Carlos Monedero, politólogo famoso por su relevancia en Podemos. Después de leerme su libro “Curso urgente de política para gente decente”, necesitaba leer más cosas de él. Indispensables y muy recomendables sus ponencias en YouTube. Sus libros son amenos, interesantes, exigentes, polémicos e inspiradores. También tengo ahí un ensayo sobre literatura “Escribir Ficción” y una edición conmemorativa de Rayuela, quiero leerlos de nuevo. Luego hay otra pila compuesta por “La Broma Infinita” de Foster Wallace, “Viaje al fin de la noche” de Louis-Ferdinand Céline, “La vida instrucciones de uso” de Georges Perec, y por último “La conjura de los necios” de John Kennedy Toole, son libros que no he conseguido leer. Que me dan pereza. Que me acusan. Que me llaman lector ocasional, diletante, fraude intelectual. En parte tienen razón, pero es difícil gestionar la pereza endémica de mi carácter con la necesidad de disfrutar de esos clásicos. Hemos llegado a un trato: ellos se quedan inquisidores a la vista, y yo intento evitarlos el máximo tiempo posible.
Mi habitación, mi Sancta Sanctorum, el lugar donde escribo, un lugar importante. Tan importante como mi teclado, un teclado robusto, pesado, me encanta el sonido de las teclas al pulsarlas. Me gusta que tenga varios años, que me haya acompañado casi desde el principio del blog, un fiel compañero, como en ocasiones ha sido mi gato Kirk, o la botella de vino de madrugada. Ahora ya no hay vino, hay otras inspiraciones y convicciones. Otras causas. Diferentes efectos. Pero siempre la misma búsqueda: que la rayita que parpadea en el margen superior izquierdo se mueva y manche de palabras la pulcritud de la página en blanco”
No hay comentarios:
Publicar un comentario