viernes, 20 de mayo de 2016

Madrid es una ciudad con el estómago lleno de náusea, los edificios se yerguen sobre nosotros como rosales carnívoros que nos mastican durante ocho horas eternas. Después escupen nuestros cuerpos sonámbulos para que convirtamos las calles en un huerto abonado por nuestra propia podredumbre.

El primer atisbo de interés en escribir algo fue mientras leía “Cartero” de Bukowski. Me gustan las novelas en primera persona, las paranoias, obsesiones, recuerdos, sentimientos, las impresiones de una vida quizás parecida a otras muchas, pero descrita de tal forma que consigue que te metas en la cabeza del protagonista y compartas su azaroso destino. Poco importa que la realidad se plasme bajo la visión sesgada del autor, o que los personajes secundarios se conviertan en meras marionetas de sus antojos demiurgos, lo importante es conseguir la empatía del lector, ese es el verdadero éxito.

Quizás el problema es que no nos han educado para el fracaso. Por eso el arte salva, al escribir –por ejemplo-, acaricias cierta transcendencia. Cauterizas los segundos que te suceden. Y, poco a poco, logras cierta calma. Aunque ya sabemos que la sociedad no valora esas filigranas espirituales, apenas tenemos tiempo para leer, ¿de dónde lo sacaremos para escribir? Releo mi blog y me percato de la forma torpe en que naufrago en la metaliteratura para justificar mi falta de constancia: frases y párrafos enteros buscando la coartada, escribiendo sobre por qué no escribo. Reconociendo que para hacer interesante una autobiografía hay que poner al realismo a cuatro patas y dejar que el lirismo se lo folle con parsimonia.

Hasta mis fantasmas me han abandonado. Miro por la ventana y brindo con cerveza caliente. Estéril depresión. Lo malo de escribir es que la mayoría de las veces no hay nada interesante que contar o inventar. Lo malo de escribir es que muchas veces no tienes talento. No hay nada eficiente ni delicado en las palabras que tropiezan. Y cuando eludes el esfuerzo e intentas un poco de escritura automática, lo único que consigues es volver a los uróboros temáticos habituales. Pongo Radiohead de fondo, el último disco, quizás así me inspire un poco. El Rey ha vuelto. Larga vida al Rey.

Kant afirma que las reuniones más interesantes son en grupos mayores de tres personas y menores de seis. Menor número lastra el contenido de la conversación, más resulta excesivo y provoca que el grupo se fragmente. Sin embargo creo que a partir de tres o más personas es difícil mantener la intimidad, se pierde complicidad. Solo dos personas pueden conseguir la equidad perfecta de protagonismo, si se aprecian y consiguen crear la atmosfera de intimidad adecuada pueden llegar a tal grado de complicidad y sinergia que hablarán de sus debilidades, deseos, aspiraciones, vergüenzas y arrepentimientos con total naturalidad. Pero si entran en la pareja más personas se rompe el equilibrio y aparecen sutilmente otro tipo de sentimientos contradictorios: envidia, exclusión, desidia, celos…

Por eso, a despecho del poliamor que tan de moda está ahora, creo que en las relaciones sentimentales sucede lo mismo. De todas formas el amor, como concepto, está sobrevalorado, nuestra cultura eurocentrista le ha atribuido grandes y nobles atributos cuando en realidad todo eso es mentira: el amor es egoísmo, lucha de poder, miedo, insatisfacción, frustración, obsesión, inseguridad, flaqueza, necesidad, incomprensión. El amor tiene la forma de unos ojos azules fríos y desapasionados, de unos labios agrietados, de una falda airada que se despide con el sonido de un portazo. El amor es una perogrullada, un prejuicio de necios, un masoquismo lleno de ansiedades y adaptaciones literarias. El amor es tan necesario como perjudicial y nocivo.

Y poco más. La cerveza ya ha cumplido su función. Hace calor en Madrid. Mañana seguiré divagando en otra entrada.

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