Está mal, y no es lo
acostumbrado. Pero no me importa.
Veo chicas y me acuerdo de
pelos en el lavabo.
Veo chicas y me acuerdo de
intestinos.
Y vejigas, y movimientos
excretorios.
Está mal también que las
campanillas de los heladeros, los bebés, las válvulas de motor, plagióstomos,
palmeras, pasos en el corredor… todo me entusiasme con la fría calma de la tumba.
El único alivio es,
quizás, saber que hubo otros hombres desesperados:
Dillinger, Rimbaud,
Villon, Babyface Nelson, Séneca, Van Gogh.
O mujeres desesperadas:
luchadoras, enfermeras, camareras, putas poetisas…
aunque sí creo que el
crujir de los cubitos de hielo es importante,
o un ratón husmeando en
una lata de cerveza vacía;
dos huecos vacíos
mirándose mutuamente,
o el mar nocturno
claveteado de manchados barcos, que te penetra la cautelosa membrana del
cerebro con sus luces, con sus saladas luces, que te tocan y se marchan, en
busca del amor más sólido de una tal India;
o conducir largas
distancias sin razón, narcotizado a través de cristales bajados
que te rasgan y agitan la
camisa como un pájaro asustado.
Y siempre el semáforo
rojo, siempre rojo.
Fuego nocturno, y derrota,
derrota…
Escorpiones, chatarra,
fardos: ex empleos, ex mujeres, ex rostros, ex vidas.
Beethoven en su tumba más
muerto que una remolacha;
carretillas rojas, sí, tal
vez; o una carta del infierno firmada por el diablo;
o dos chicos buenos
moliéndose a golpes mutuamente
en algún estadio barato
lleno de estridente humo.
Pero la mayoría de las
veces no me importa, aquí sentado, con la boca llena de dientes cariados, aquí
sentado leyendo a Herrick y a Spencer, y a Marvell y a Hopkins y a Bronte (a
Emily hoy); y escuchando El hada de mediodía de Dvorak o Le Chausser Maudit de
Franck.
En realidad no me importa,
y está mal: recibo cartas de un joven poeta (muy joven, parece) diciéndome que
algún día se me reconocerá sin duda como uno de los grandes poetas mundiales.
¡Poeta!
Qué malversación: hoy he
recorrido al sol las calles de esta ciudad,
sin ver nada, sin aprender
nada, sin ser nada, y de regreso a mi habitación,
pasé junto a una vieja que
sonreía con una horrible sonrisa; estaba ya muerta.
Y recuerdo cables en todos
lados: cables de teléfono, cables eléctricos, cables para rostros eléctricos
atrapados como peces de colores en el cristal y sonriendo; y los pájaros se
habían ido; a ningún pájaro le gustan los cables, o la sonrisa de los cables.
Y cerré mi puerta (por
fin), pero a través de la ventana era igual:
Ha sonado un claxon;
alguien se ha reído, han tirado de la cadena
Y, entonces, cosa extraña,
pensé en todos los caballos con números
Que se han esfumado frente
al griterío; que se han esfumado como Sócrates, como Lorca, como Chatterton…
Supongo que nuestra muerte
no importaba demasiado,
Salvo por una cuestión de
eliminación, un problema, como tirar la basura
Y aunque he guardado las
cartas del joven poeta
No me las creo
Pero, igual que hago con
las palmeras enfermas y la puesta de sol, a veces las miro.
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