Escribo
desde la fealdad, y para las feas, las viejas, las camioneras, las frígidas,
las mal folladas, las infollables, las histéricas, las taradas, todas las
excluidas del gran mercado de la buena chica. Y empiezo por aquí para que las
cosas queden claras: no me disculpo de nada, ni vengo a quejarme. No cambiaría
mi lugar por ningún otro, porque ser Virginie Despentes me parece un asunto más
interesante que ningún otro.
Me
parece formidable que haya también mujeres a las que les guste seducir, que
sepan seducir, y otras que sepan casarse, que haya mujeres que huelan a sexo y
otras a la merienda de los niños que salen del colegio. Formidable que las haya
muy dulces, otras contentas en su feminidad, que las haya jóvenes, muy guapas,
otras coquetas y radiantes. Francamente, me alegro por todas a las que les
convienen las cosas tal y como son. Lo digo sin la menor ironía. Simplemente,
yo no formo parte de ellas. Seguramente yo no escribiría lo que escribo si
fuera guapa, tan guapa como para cambiar la actitud de todos los hombres con
los que me cruzo. Yo hablo como proletaria de la feminidad: desde aquí hablé
hasta ahora y desde aquí vuelvo a empezar hoy. Cuando estaba en el paro no
sentía vergüenza alguna de ser una paria, sólo rabia.
Siento
lo mismo como mujer: no siento ninguna vergüenza de no ser una tía buena. Sin
embargo, como chica por la que los hombres se interesan poco estoy rabiosa,
mientras todos me explican que ni siquiera debería estar ahí. Pero siempre
hemos existido. Aunque nunca se habla de nosotras en las novelas de hombres,
que sólo imaginan mujeres con las que querrían acostarse. Siempre hemos
existido, pero nunca hemos hablado. Incluso hoy que las mujeres publican muchas
novelas, raramente encontramos personajes femeninos cuyo aspecto físico sea
desagradable o mediocre, incapaces de amar a los hombres o de ser amadas. Por
el contrario, a las heroínas de la literatura contemporánea les gustan los
hombres, los encuentran fácilmente, se acuestan con ellos en dos capítulos, se
corren en cuatro líneas y a todas les gusta el sexo. La figura de la pringada
de la feminidad me resulta más que simpática: es esencial. Del mismo modo que
la figura del perdedor social, económico o político. Prefiero los que no
consiguen lo que quieren, por la buena y simple razón de que yo misma tampoco
lo logro. Y porque, en general, el humor y la invención están de nuestro lado.
Cuando no se tiene lo que hay que tener para chulearse, se es a menudo más
creativo. Yo, como chica, soy más bien King Kong que Kate Moss. Yo soy ese tipo
de mujer con la que no se casan, con la que no tienen hijos, hablo de mi lugar
como mujer siempre excesiva, demasiado agresiva, demasiado ruidosa, demasiado
gorda, demasiado brutal, demasiado hirsuta, demasiado viril, me dicen. Son, sin
embargo, mis cualidades viriles las que hacen de mí algo distinto de un caso
social entre otros.
Todo
lo que me gusta de mi vida, todo lo que me ha salvado, lo debo a mi virilidad. Así
que escribo aquí como mujer incapaz de llamar la atención masculina, de
satisfacer el deseo masculino y de contentarme con un lugar en la sombra.
Escribo desde aquí, como mujer poco seductora pero ambiciosa, atraída por el
dinero que gano yo misma, atraída por el poder de hacer y de rechazar, atraída
por la ciudad más que por el interior, siempre excitada por las experiencias e
incapaz de contentarme con la narración que otros me harán de ellas. No me
interesa ponérsela dura a hombres que no me hacen soñar. Nunca me ha parecido
evidente que las chicas seductoras se lo pasen tan bien. Siempre me he sentido
fea, pero tanto mejor porque esto me ha servido para librarme de una vida de
mierda junto a tíos amables que nunca me habrían llevado más allá de la puerta
de mi casa. Me alegro de lo que soy, de cómo soy, más deseante que deseable.
Escribo
desde aquí, desde las invendibles, las torcidas, las que llevan la cabeza
rapada, las que no saben vestirse, las que tienen miedo de oler mal, las que
tienen los dientes podridos, las que no saben cómo montárselo, ésas a las que
los hombres no les hacen regalos, ésas que follarían con cualquiera que
quisiera hacérselo con ellas, las más zorras, las putitas, las mujeres que
siempre tienen el coño seco, las que tienen tripa, las que querrían ser
hombres, las que se creen hombres, las que sueñan con ser actrices porno, a las
que les dan igual los hombres pero a las que sus amigas interesan, las que
tienen el culo gordo, las que tienen vello duro y negro que no se depilan, las
mujeres brutales, ruidosas, las que lo rompen todo cuando pasan, a las que no
les gustan las perfumerías, las que llevan los labios demasiado rojos, las que
están demasiado mal hechas como para poder vestirse como perritas calentonas
pero que se mueren de ganas, las que quieren vestirse como hombres y llevar
barba por la calle, las que quieren enseñarlo todo, las que son púdicas porque
están acomplejadas, las que no saben decir que no, a las que se encierra para
poder domesticarlas, las que dan miedo, las que dan pena, las que no dan ganas,
las que tienen la piel flácida, la cara llena de arrugas, las que sueñan con
hacerse un lifting, una liposucción, con cambiar de nariz pero que no tienen
dinero para hacerlo, las que están desgastadas, las que no tienen a nadie que
las proteja excepto ellas mismas, las que no saben proteger, esas a las que sus
hijos les dan igual, esas a las que les gusta beber en los bares hasta caerse
al suelo, las que no saben guardar las apariencias; pero también escribo para
los hombres que no tienen ganas de proteger, para los que querrían hacerlo pero
no saben cómo, los que no saben pelearse, los que lloran con facilidad, los que
no son ambiciosos, ni competitivos, los que no la tienen grande, ni son
agresivos, los que tienen miedo, los que son tímidos, vulnerables, los que
prefieren ocuparse de la casa que ir a trabajar, los que son delicados, calvos,
demasiado pobres como para gustar, los que tienen ganas de que les den por el
culo, los que no quieren que nadie cuente con ellos, los que tienen miedo por
la noche cuando están solos.
Porque
el ideal de la mujer blanca, seductora pero no puta, bien casada pero no a la
sombra, que trabaja pero sin demasiado éxito para no aplastar a su hombre,
delgada pero no obsesionada con la alimentación, que parece indefinidamente
joven pero sin dejarse desfigurar por la cirugía estética, madre realizada pero
no desbordada por los pañales y por las tareas del colegio, buen ama de casa
pero no sirvienta, cultivada pero menos que un hombre, esta mujer blanca feliz
que nos ponen delante de los ojos, esa a la que deberíamos hacer el esfuerzo de
parecernos, a parte del hecho de que parece romperse la crisma por poca cosa,
nunca me la he encontrado en ninguna parte. Es posible incluso que no exista.
No hay comentarios:
Publicar un comentario