jueves, 24 de agosto de 2017

Un pequeño hilillo de sangre florecía, como la sombra impertinente de Dios sobre el asfalto. Alguien avisó a una ambulancia. Alguien aprovechó para robarle la cartera.

Es una noche calurosa de verano. Mi barrio apesta a ruido, a humanidad de guetto: gritos, risas, portazos, coches con la música demasiado alta pasando demasiado rápido, niños que no pueden dormir, como perros sin dueño ladrando su histeria. La precariedad nítida a los sentidos, como las flores de nieve para Hans Castorp. Mientras dilapido la segunda cerveza de la noche pienso en Susana, esa compañera que al verme alicaído en el trabajo me ha abrazado al despedirnos. Fue la misma que dijo que mis textos transpiraban misoginia. Yo le hablé de un pertinente homenaje a Bukowski, pero no volvimos juntos a mi casa. Las mujeres, bueno, cada uno tiene sus creencias, yo comparto aquello de que son demasiado volátiles, que la mayoría primero se muestras cálidas, como una catedral de carne en tu honor, para luego, cuando ya te han atrapado entre sus piernas, despedazar tu yo más profundo, ansiosas por convertirte en lo que necesitan. Mi única fortaleza es huir, mantenerme alejado; pero, ¿cómo hacerlo? Están en todas partes, contoneándose como un diapasón cachondo. Intentando eludirlas solo consigo obsesionarme más con ese reino estrecho y húmedo, ese perfecto ataúd de carne donde la Naturaleza exige que volquemos ríos blancos de fertilidad hedionda.

Con la cuarta cerveza no sé si sentirme como un pájaro en una tierra de gatos hambrientos, o levantarme y emular a Travis Bickle delante del espejo. Creo que estoy deprimido, lo cual, como diagnóstico, ya es un avance. La depresión, la pandemia del siglo XXI, agotamiento, malestar psíquico que hace que todo parezca una mierda, esa abulia que se mantiene día tras día, emponzoñándolo todo. Si fuera una mujer podría llorar un rato antes de acostarme y achacarlo al síndrome premenstrual, sin embargo, atrapado en mi rol de género, lo único que se me ocurre es masturbarme y acostarme lo antes posible. Bajo un poco el volumen de la playlist de música clásica y abro un par de páginas de pornografía hardcore.

Estoy seleccionando varios vídeos, a cada cual más depravado, cuando suena el timbre de la puerta. Miro la hora: 02:45 de la madrugada, ¿quién cojones se atreve a llamar a estas horas? Espero unos segundos, quizás se hayan equivocado. Pero siguen llamando con insistencia. Roto el embrujo de mi soledad me levanto y abro la puerta, y, como un perfecto deux ex machine, aparece en el umbral mi querida Carla, con esa sonrisa desquiciada de colegiala inocente y perdida. La observo en el umbral: carmín espeso, ojos extraviados, falda corta acompañado de un destello de braga roja, dos coletas de pelo rubio lacio. Con un gesto señala la botella de Absolut Vodka que lleva en la mano, me da un beso largo con lengua y entra en mi casa.

Carla… nos conocimos a través de internet, en un chat de BDSM. Antes era muy aficionado a eso, conectarme por las noches, contar historias a ras del teclado, quizás alguna llamada de teléfono subida de tono. Con ella fue todo distinto, más rápido, más fluido. Los dos vivíamos en Madrid, y cuando nos decidimos a quedar en persona ya sabíamos cómo iba a terminar la noche. Después de varias semanas quedando me juró que sus traumas adolescentes no le impedirían mantener una cierta lealtad en nuestra relación. Esa fue la etiqueta que eligió para identificar lo que quería conmigo. Todo iba demasiado rápido, y aun así, a pesar de la diferencia de edad, de las alarmas sonando en el costado derecho de mi cerebro, bajé la guardia. Claro que sabía que solo éramos follamantes, que la obsolescencia sentimental caería sobre nosotros y que pronto se aburriría de estar con un tipo que prefería pasar los fines de semana en casa rodeado de libros y alcohol antes que salir al exterior.

          Pero la lógica quedó obnubilada por su cuerpo de avispa tatuado, por su bolso de Poe, por esos veintitrés años de vitalidad y su forma de beber, bailar, follar, hablar, reír, moverse, en definitiva: de vivir. Pero todo tiene un final, y cuando un año más tarde le monté un número de adolescente inepto, tragicómico, en un bar, porque había descubierto que se estaba follando a otro, ella, con total displicencia, me dijo que lo sentía pero que la vida seguía y bla, bla, bla… la falta de empatía en un discurso de ruptura es como la música de ascensor, algo desagradable, manido y vulgar, que te desarma nada más empezar.

Y sin embargo aquí la tengo de nuevo en mi habitación, tres meses después, bebiendo a morro de la botella, seguramente puesta de pastillas, o de algo que la tiene aceleradísima, mirando sin disimulo a su alrededor, quizás buscando cambios. Rachmaninoff suena muy bajito de fondo. Todavía no hemos cruzado ninguna palabra. Antes también era así, forma parte de nuestro juego, la idiosincrasia habitual. Alarga la mano y me ofrece la botella de vodka. Dudo durante unos segundos, pero el gesto parece la pequeña y tonta coartada de algo que ya quedó decidido cuando abrí la puerta. Cojo la botella, le doy un buen trago, y luego, muy despacio, me bajo los pantalones y los calzoncillos, y escancio un poco sobre mi polla. Sus ojos vibran, cae de rodillas delante de mí y masajeándome con ternura los cojones se la mete casi entera en la boca. La agarro del pelo para sentir su garganta al ritmo adecuado. La racionalidad se esfuma, solo queda el placer puro, la crisálida de la nada. Después de un raro la aparto, le bajo la falta y las bragas, y, disfrutando del momento, me arrodillo a orar entre sus piernas. Siempre me ha encantado el milagro intrínseco de un coño, cómo se humedece cuando mis dedos acarician su contorno y mi lengua se introduce en él, penetrando ese espacio, bosquejando su clítoris, jugando, zambulléndome una y otra vez; hay algo sagrado en poseer a una mujer así, como si durante unos minutos consiguieras equilibrar la entropía que te rodea.

Sigo masturbándola con la lengua hasta que se corre entre gemidos entrecortados. Ahora me toca a mí. Le doy la vuelta y se la meto con dureza. Es como estar dentro de las entrañas de una flor azul, sórdido y delicado a la vez. Me doy cuenta, resentido, que todavía la echo de menos, y empiezo a insultarla y a follármela cada vez con más saña. Ella lo disfruta, me obliga a cambiar de postura y me empieza a montar, sus uñas en mi espalda son la mejor marca de empoderamiento femenino. Hay una corriente de rencor animal entre nosotros, como si necesitásemos desquitarnos por algo. Algún vecino ingrato golpea la pared, quizás quejándose del ruido. Levanto a Carla y la empotro contra esa misma pared. Sus piernas acarician el vacío, el mundo gira cada vez más deprisa, nuestros gemidos son gritos de poesía, nuestro placer ecos de conquista y muerte. Lo vamos a conseguir… sí… ¡sí!... ¡SÍ! Su coño empieza a contraerse, Carla me muerde el labio y el sabor metálico de la sangre se mezcla con su saliva. Nos corremos como salvajes en una fiesta pagana, implosionando en la voladura incontrolada de su coño. Después de un par de embestidas nos desplomamos sobre la cama.

Al rato giro la cabeza y la contemplo: sigue ahí, respirando lentamente, muy quieta, con los ojos cerrados, lo mejor de mí secándose en su interior. La guerra ha terminado. Y sin moverme, observo expectante su cuerpo endiosado, sintiéndome como una pared enamorada, contando los segundos antes de que su mirada me derribe por completo.

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