domingo, 6 de julio de 2014

Escritura automática para no convertirme en un robot atiborrado de cerveza, con ese escaso talento que hace la zancadilla a un teclado que tiene la manía de cruzar en rojo sin mirar (I)

La escritura salva. O eso dicen. Los que tienen pasión y necesitan escribir todos los días. Yo lo intento. Pero nada. Me mueve la necesidad de hacer más liviano el tiempo, más laxo con mis paranoias. Incluso la cerveza es attrezzo. Incluso la mirada triste de la chica de la gasolinera es simple decorado al estilo Show de Truman. Uno cierra la puerta, pero los demonios encienden sus puros y aguardan en la oscuridad mostrando sólo un pequeñísimo dardo de luz roja. Enfrentamiento como mero espectáculo ficticio y sin argumentos. A veces el yoismo lo invade todo. Odio esas frases opulentas en las que todo el mundo parece justificarse. Es aburrido vivir en esas conversaciones. Prefiero la espalda ensangrentada del ángel que va empujando su silla de ruedas alrededor de mi lata de cerveza. Esa sordidez, por real, es más segura, más cercana. Lo demás es tan esperpéntico como el disfraz de un Teletubbie. Escribir es intenta comprender el mundo, vulgar excusa para maldecir golpeando el teclado, como si estuviéramos preñados de oráculos y serpentinas.

Pero no caigo en el tufo del elitismo rancio que llega de la mano de aquellos que crean textos abstrusos por la mera quimera de buscar la transcendencia en lo ininteligible. Ni fornico con el diccionario de sinónimos. Si utilizo este lenguaje es porque mi soledad son mis libros. Mi mente es así. Hijo único. Mucho tiempo libre. Mis metáforas son casas vacías, sueños de huérfana sólo accesibles a gente inteligente. Aunque reconozco que hay ocasiones en las que ni siquiera sé de qué coño estoy hablando. Pero recuerda: no me pagan. No te estoy vendiendo nada. No quiero escribir un libro. El contador de visitas está cerca de los trescientos mil y no significa NADA. Una bolsa vacía llena de pan duro y monstruos vitales. Cuidado: los ojos se agotan mientras Google sigue jugando a la ruleta rusa con tu tiempo libre.

No. No hace falta justificarme. Las cosas suceden. A veces hay que forzarlas. A veces hay que hacer lo mismo que los demás. A veces hay que contratar los servicios de una meretriz para sentir algo real durante dos o tres minutos, lo que me permita mi consabida eyaculación precoz. Soy culpable de que mi impostura se masturbe delante del espejo y olvide poner dos o tres tildes por párrafo. Me dejo llevar por el cansancio, el embrutecimiento más desolador. El adocenamiento más alienante. Pero me gusta vivir al margen. Por eso bebo. Por eso hago todas esas cosas ilógicas que me sabotean suavemente. Mi energía vital sólo puede concentrarse en el cortoplacismo del segundo siguiente. La felicidad es escasa porque el dolor se enamora de la realidad. Bukowski se ponía tras su máquina de escribir sin planear nada. Sólo pretendía exudar toda la mierda que había sufrido ese día. Quería triunfar. Sobrevivir. Respirar. Hacer equilibrismos ante el público siempre necio pero indispensable.

Mi ghetto trastabilla miseria. Ahí afuera hay locos. Y hombres sabios. Normalmente son la misma cosa. Apuesto todo al rojo impar de las esquirlas de cristal que tragué ayer. Sucedió al abrir la botella. El sacacorchos con su nihilismo mal entendido. Tenía que tirarla a la basura. Pero fue imposible resistir el impulso de llenar mi estómago con su Deltoya impúdico. A veces no quieres luchar. Sólo pretendes que, de alguna forma, alguien tire de la cadena por ti, que la guadaña llene tu boca con el sabor metálico de la sangre.

Escucho a Barricada: veo todo en blanco y negro, el vaso acaba siendo amigo mudo, las mismas caras, los mismos gestos… Eran buenos tiempos. Chupitos de absenta hundiéndose en los minis de cerveza. Las mujeres bebían con nosotros. Algunas se asustaban. Otras caían de rodillas a nuestros pies. Ciudades de carne que se conquistaban durante unos segundos. Pero éramos nosotros quienes, sin apenas darnos cuenta, hincábamos la rodilla absorbidos por su displicente mirada. Un baile. Un latido rompiéndose en sístoles y diástoles. Kaddish.

El cansancio lo reduce todo a pequeños detalles de faro en ruinas. La realidad se presenta como una vieja desdentada que busca con sus ojos famélicos el hueso sin carne del talento. Como un escritor beat que busca la trascendencia caminando hacia atrás. Como una herida que en los labios de una cazadora de arcoíris se transforma en hermosa esperma. La esquizofrenia del teclado arrecia. Por eso sigo masturbándome, atrapado en la creencia de que es la única manera de impedir que el huracán de palabras sin dueño conquiste los poemas de un corazón agorafóbico que mendiga por las tardes en el metro de Madrid para su marcapasos de viento.

Danse macabre: symphonic poem in G minor, Op. 40 by Camille Saint-Saëns on Grooveshark

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