
Pero no caigo en el tufo
del elitismo rancio que llega de la mano de aquellos que crean textos abstrusos
por la mera quimera de buscar la transcendencia en lo ininteligible. Ni fornico
con el diccionario de sinónimos. Si utilizo este lenguaje es porque mi soledad
son mis libros. Mi mente es así. Hijo único. Mucho tiempo libre. Mis metáforas
son casas vacías, sueños de huérfana sólo accesibles a gente inteligente. Aunque
reconozco que hay ocasiones en las que ni siquiera sé de qué coño estoy
hablando. Pero recuerda: no me pagan. No te estoy vendiendo nada. No quiero
escribir un libro. El contador de visitas está cerca de los trescientos mil y no
significa NADA. Una bolsa vacía llena de pan duro y monstruos vitales. Cuidado:
los ojos se agotan mientras Google sigue jugando a la ruleta rusa con tu tiempo
libre.
No. No hace falta
justificarme. Las cosas suceden. A veces hay que forzarlas. A veces hay que
hacer lo mismo que los demás. A veces hay que contratar los servicios de una meretriz
para sentir algo real durante dos o tres minutos, lo que me permita mi
consabida eyaculación precoz. Soy culpable de que mi impostura se masturbe
delante del espejo y olvide poner dos o tres tildes por párrafo. Me dejo llevar
por el cansancio, el embrutecimiento más desolador. El adocenamiento más
alienante. Pero me gusta vivir al margen. Por eso bebo. Por eso hago todas esas
cosas ilógicas que me sabotean suavemente. Mi energía vital sólo puede
concentrarse en el cortoplacismo del segundo siguiente. La felicidad es escasa
porque el dolor se enamora de la realidad. Bukowski se ponía tras su máquina de
escribir sin planear nada. Sólo pretendía exudar toda la mierda que había
sufrido ese día. Quería triunfar. Sobrevivir. Respirar. Hacer equilibrismos
ante el público siempre necio pero indispensable.
Mi ghetto trastabilla miseria.
Ahí afuera hay locos. Y hombres sabios. Normalmente son la misma cosa. Apuesto todo
al rojo impar de las esquirlas de cristal que tragué ayer. Sucedió al abrir la
botella. El sacacorchos con su nihilismo mal entendido. Tenía que tirarla a la
basura. Pero fue imposible resistir el impulso de llenar mi estómago con su Deltoya impúdico. A veces no quieres
luchar. Sólo pretendes que, de alguna forma, alguien tire de la cadena por ti,
que la guadaña llene tu boca con el sabor metálico de la sangre.
Escucho a Barricada: veo todo en blanco y negro, el vaso acaba
siendo amigo mudo, las mismas caras, los mismos gestos… Eran buenos
tiempos. Chupitos de absenta hundiéndose en los minis de cerveza. Las mujeres
bebían con nosotros. Algunas se asustaban. Otras caían de rodillas a nuestros
pies. Ciudades de carne que se conquistaban durante unos segundos. Pero éramos
nosotros quienes, sin apenas darnos cuenta, hincábamos la rodilla absorbidos
por su displicente mirada. Un baile. Un latido rompiéndose en sístoles y
diástoles. Kaddish.
El cansancio lo reduce
todo a pequeños detalles de faro en ruinas. La realidad se presenta como una
vieja desdentada que busca con sus ojos famélicos el hueso sin carne del
talento. Como un escritor beat que busca la trascendencia caminando hacia
atrás. Como una herida que en los labios de una cazadora de arcoíris se
transforma en hermosa esperma. La esquizofrenia del teclado arrecia. Por eso sigo
masturbándome, atrapado en la creencia de que es la única manera de impedir que
el huracán de palabras sin dueño conquiste los poemas de un corazón
agorafóbico que mendiga por las tardes en el metro de Madrid para su marcapasos
de viento.
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