
Russell no era economista, y en su planteamiento había una falacia transparente. En primer lugar porque nunca es posible determinar cuántos alfileres o cuántas unidades de cualquier producto necesita el mundo: suele ocurrir que, al mejorar los métodos de fabricación y abaratarse la mercancía, se encuentran nuevos usos y se multiplica la demanda. Y en segundo lugar porque la economía es una arquitectura terriblemente movediza que va desplazando siempre sus engranajes: los trabajadores sobrantes en la industria de los alfileres podrían emplearse en una industria derivada (la de los alfileres de corbata, por ejemplo), en una industria nueva (la del automóvil estaba en pleno florecimiento en la época en la que Russell escribía) o en otra actividad económica diferente a la industrial.
Lo que ocurrió durante décadas en las economías capitalistas, de este modo, fue que los avances tecnológicos, además de incrementar los beneficios empresariales mediante la mejora de la productividad, posibilitaron la prosperidad de amplias capas sociales. Los profesionales y los obreros siguieron trabajando ocho horas diarias, como en 1932, pero pasaron de recibir salarios de subsistencia a mejorar poco a poco sus condiciones laborales: accedieron a viviendas cada vez más dignas, compraron automóviles y renovaron su vestuario cada temporada. Fue la era de gestación de las famosas clases medias.
Este es el paisaje social que se presintió en los años 90, cuando comenzó a hablarse del reparto del trabajo y de la civilización del ocio. Se nos anunció el advenimiento de la felicidad: la revolución tecnológica copernicana que se estaba produciendo permitiría que los seres humanos dejarán por fin de ganarse el pan con el sudor de su frente y se dedicaran a su familia, a sus aficiones y a sus placeres.
Qué lejanos e irreales nos parecen ahora aquellos tiempos. Hoy se nos pide que trabajemos más horas —por menos dinero—, que agrupemos las fiestas para no distraernos, que nos jubilemos más tarde e incluso que no nos enfermemos si queremos cobrar nuestro salario. Ya no se habla de la civilización del ocio, sino de la cultura del esfuerzo. Como si hubiéramos mordido la manzana de algún árbol prohibido, hemos sido expulsados de un paraíso que ni siquiera llegamos a conocer.
Visto con frialdad, sin embargo, todo parece un gran disparate: en los países desarrollados, las rentas del trabajo —es decir, la suma de todos los salarios que perciben los ciudadanos— tienen cada vez menos peso en la riqueza nacional, lo que significa que se va engrosando crecientemente el número de eso que Bauman llama “consumidores defectuosos”, personas que no tienen dinero para gastar y que no contribuyen por lo tanto al funcionamiento de la economía. Las rentas del capital, por el contrario, son cada vez más grandes, pero como es imposible emplearlas en inversiones productivas, puesto que no hay ya compradores suficientes, se emplean en alimentar bolsas especulativas. Es decir, si todo siguiera así, acabaríamos teniendo un gran productor de alfileres que no necesitaría a nadie para fabricarlos pero que, por la misma razón, no encontraría a nadie que pudiera comprarlos. De este modo se cumplirían, en una versión postmoderna, las predicciones de Marx y Rosa Luxemburgo acerca de la lógica autodestructiva del capitalismo.
Es falso que el trabajo dignifique. Trabajar —es la parte que más me gusta de la Biblia— es un castigo divino, una maldición que empobrece la mayoría de las vidas. Incluso las tareas más nobles, como la creación artística, se convierten en algo desagradable cuando se hacen a cambio de un salario. La verdadera humanización de nuestras sociedades está en el ocio, en la vacación, en la disposición libre de nuestro tiempo para ocuparlo en lo que deseemos, sea hacer transacciones financieras delante de un ordenador o leer un libro debajo de un árbol.
Ése debería ser a mi juicio el derrotero ideológico de la izquierda europea, como quería Paul Lafargue: el elogio de la pereza. Impedir la competencia con países donde rige el esclavismo laboral, atajar la economía especulativa y propiciar la distribución racional del trabajo. Pero para ello, antes que nada, hay que reconquistar la senda de la cohesión social, porque no es que no haya dinero para pagar el bienestar, como se nos dice cada día, sino que ese dinero está mal repartido. Tony Judt recordaba que en 1968 el director ejecutivo de una compañía como General Motors ganaba sesenta y seis veces más que un trabajador medio de esa empresa, mientras que en nuestros días el director ejecutivo de una firma semejante gana novecientas veces más. Con estas cifras, las crisis serán perpetuas.
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