Voy al cajero para que escupa el dinero de mi última
nomina mientras pienso en muertos de hemeroteca donde la belleza se confunde
con la verdad.
Me gusta cerrar bares, esas farmacias del alma donde combates
toda tu soledad, rodeado de hombres átonos por el reflejo del fondo de su vaso,
el tiempo detenido, sin origen, esperando hasta que la madrugada les embosque y
haga desaparecer el pequeño misterio de su existencia. Pero hay trincheras
llenas de gente como nosotros esperando a llenar el puesto vacío en la barra
sin preguntas ni consignas.
Otra noche desesperada, de las que tienes el filo de la
navaja apuntando a tus errores como las manecillas del reloj. Es tan absurdo
buscar el alumbrado de la vida en los ósculos de las putas o de las doncellas,
es más fácil invitar a una ronda a los parroquianos. Necesito gastar mi dinero.
Lo que haga falta para olvidar esa nota olvidada en mi camisa, esa caligrafía
que pensaba había olvidado, ese cariñoso apelativo que utilizaba conmigo.
Salgo fuera, nadie se da cuenta. Es agradable pasear de
noche cuando la resaca aún no existe. Debe de ser más de la una y hace bastante
frío. Observo a un par de vagabundos con sus ropas de abrigo agujereadas y sus
cartones, alguno no superará esta noche. Me acerco a un viejo que rebusca en la
papelera su cena. De pronto un timbre exagerado estropea el ensueño, el viejo
me mira atemorizado. Saco el móvil un poco abochornado. Si es Ella tengo que
colgar, me lo prometí. No, no es ella, de hecho no sé quién coño es. Lo apago. Cada
día que pasa sin llamarme es una pequeña puñalada a mi autoestima.
Recuerdo –error- uno de nuestros últimos polvos, como te
rompí las bragas, como había algo de rabia, pocos preliminares, sin
romanticismo extemporáneo, penetrándote con fuerza, sexo vertical mientras tu
coño se desbordaba. Gritabas, gemías, me utilizabas, me tirabas del pelo y
cambiabas de postura. En algún momento nos miramos a los ojos como pidiendo
perdón, como si supiéramos que ya no era posible dar más de sí y sin palabras
nos mecimos en el sonido de tu piel contra mi piel.
Un mes después te llamé. Suelo ser orgulloso pero te llamé.
Sin ningún plan, siguiendo un impulso al que no quiero dar nombre. Y tú, fría,
desapasionada, casi anónima. Mierda, fue horrible sentir esa voz.
Fuiste tú quien me preguntaba por Bukowski, yo te
relataba como se paseaba por habitaciones de hotel barato alcoholizado y en
calzoncillos gritando que era un genio pero que solo lo sabía él, como se
dedicaba a follar con putas y a enamorarse de ellas, como conseguía aguantar
noches como esta.
Te decía: “dels
teus pits neixen poemes” y tú contestabas
“Je vous aimerai jusqu'à ma mort. Je vais
essayer de ne pas mourir trop tôt. C'est tout, ce que j'ai à faire.”
Todo era tan mágico cuando me corría en tu boca y te
insultaba quedamente.
Salgo y veo en una marquesina a dos jóvenes, quizá
demasiado, ilusionados con la mentira. Me alegro, es una fiebre que todos
debemos de superar. Se cogen de la mano, se miran sin años de decepciones a sus
espaldas, con confianza, hay sueños todavía intactos detrás de esa mirada. Él
se acerca un poco más a ella en un gesto de protección cuando paso por delante,
roles primigenios. Bonito. Luego todo se echará a perder y ella recuperará el
tiempo chupando una polla de media a la semana. En un par de meses hasta el
olor habrá desaparecido de su mente, las historias primerizas en la gran ciudad
no suelen funcionar. Pero dejemos que disfruten de ese primer momento al mirar
debajo de sus ropas, cuando ella sienta ese sabor almizcle y el dolor y el
placer se conjuguen a la par. Todo tiene su proceso.
Me alejo. No quiero volver a casa. Solo necesito un poco
más de alcohol para superar esta noche. Cojo un taxi, tengo que ir a Madrid,
alejarme de este puto pueblo del extrarradio. Voy a Segundo Jazz, hay una jam sessión y el camarero me
cae simpático. El típico lugar donde llevas a una mujer: un ambiente
encantador, música a la altura. Luego te la follas y ella descubre años después
que ni siquiera te gusta el jazz. Para compensar tanto cinismo siempre voy
solo.
Atravieso el umbral. Pido mi Absolut Vodka. Intento
disfrutar. Pido un segundo. Pasa el tiempo. Antes del tercero la angustia se
abre paso. Salgo a la calle, demasiada emoción, demasiada nada en mi interior.
Afloran recuerdos asociados a pensamientos de esos que los psiquiatras no
aconsejan. “No estuve a la altura” se convierte en un mantra, “cobarde” “fracasado”
se añaden en diversas tonalidades de desprecio autocompasivo. Empiezo a
boquear, joder… ¿un puto ataque de ansiedad? Empieza a llover, necesito mojarme,
necesito revocarme en el barro, me tiro al suelo en medio de la calle.
Alguien se acerca, un impermeable azul, como un trocito
de cielo bajo la lluvia me obliga a mirar al frente. ¿Mi salvadora? ¿El destino
conspirando? Aturdido, intento incorporarme.
No. Es un transexual, una lumi. Buenas tetas y buena
nuez. Me ayuda a levantarme y con una voz sugerente me propone chupármela en un
portal por quince euros. Me va a comer los huevos con fruición. Seguro que sabe
chuparla mejor que ninguna mujer que haya conocido. Me toca la cara y su
aliento me devuelve a la realidad. Le pido disculpas y sigo adelante.
Me he dejado el abrigo en el local. Me da la impresión
que todo el mundo se gira a mirarme y decido largarme definitivamente de allí.
El viento se cuela entre los rotos de mi gabán, las
mujeres sacan música del asfalto con sus carreras. En Madrid ya es navidad, con
todos esos adornos y Papa Noel en los balcones, pero sigue siendo oscura, un
enorme almacén abandonado. Sigo mojándome, no sé dónde ir. Tampoco literalmente.
Me pongo algo de música, David Lynch…me gusta esta. Son las
tres de la madrugada y de pronto una china se convierte en un oasis bajo la
lluvia: tres botes de cerveza. Casi la abrazo. Me cruzo con un gato, pequeño,
aterido y hambriento. Intento cogerlo, pero no hay cebo. Se mete debajo de un
coche… ¿otra víctima más esta noche?
De alguna forma consigo llegar a casa, pongo la estufa y
me derrumbo en la cama. Estoy calado y empiezo a tiritar. Aparece de nuevo Él,
la imagen de lo que pude haber sido, un Superyó altivo que me mira con
desprecio. No dice nada, pero escucho su voz dentro de mi cabeza preguntando “¿por
qué?”
Joder, no necesito estas mierdas. Necesito pornografía,
la masturbación es una forma eficaz de terminar el día. Empiezo a machacármela,
pienso en algunas, en otras y al final en todas. Pero se mezclan las fantasías
con los recuerdos. No hay manera. Me deprimo. Cojo el mando y pongo música.
Satie, revolquémonos en el declive.
Recuerdo a Manolo, como se ponía en la calle a tocar la
guitarra, como llevaba siempre una pequeña libreta donde iba apuntando
estrofas, palabras, ¿Dónde se fue toda esa energía, cómo conserva la gente
normal esa ambición para levantarse por las mañanas y continuar hacinados en su
rutina?
Nos comportamos como si la vida se redujera a esquivar los
sueños que antes eran todo, como si ahora fueran charcos profundos que pudieran
tragarte por completo. Y cuanto más hábil te vuelves al saltarlos más fácil te resulta
olvidarte de ti mismo.
Sísifo, dentro de la mitología griega, hizo enfadar a los
dioses. Como castigo, fue condenado a perder la vista y empujar perpetuamente
un peñasco gigante montaña arriba hasta la cima, sólo para que volviese a caer
rodando hasta el valle, y así indefinidamente.
Es un ejemplo de la completa inutilidad de la vida. Pero
Camus no promovía el quietismo o la pasividad ante el absurdo, nos obligaba a
aceptarlo como la menos mala de las alternativas –un salto de fe religioso
sería la otra- siguiendo adelante en un eterno enfrentamiento. Quizá Sísifo experimenta una breve libertad mientras el peñasco termina de caer y puede disfrutar en la cima unos breves instantes.
Recuerdo cuando tenía la respuesta a todas las grandes
preguntas, aquí, a mi lado, en el sonido de tu respiración, dentro de esa mirada
que sigue perdurando en las cenizas de todo lo demás.