domingo, 22 de julio de 2018

Interludio Despoético

Eva mordía todas las manzanas, y Dios, en una misericordia ampulosa, le provocó un ataque al corazón
Y así, con un formulario de luces en forma de himno, la encerraron en una clínica mental
Allí le rompieron los dedos de dos en dos, dejando hilos de sangre, como pequeños caminos de escarcha roja
Abrieron sus piernas y del incendio brotó un aguacero y un pantano de huérfanos
Con morfina y litio la confinaron en el fleco moribundo que existe entre las olas y el tramo pegajoso del reloj
Así el vómito se convierto en milagro, la cara en maquillaje, el sexo en una eucaristía de manos sucias

Cuando está sola Eva llora trozos de lana, vacía sus costillas de lluvia y luego se duerme con las manos dentro del pecho
No sirve de nada huir, ¿hacia dónde? Ya no hay lugares que puedan salvarnos.

La chica más guapa de la ciudad, Charles Bukowski

Cass era la más joven y la más guapa de cinco hermanas. Cass era la chica más guapa de la ciudad. Medio india, con un cuerpo flexible y extraño, un cuerpo fiero y serpentino y ojos a juego. Cass era fuego móvil y fluido. Era como un espíritu embutido en una forma incapaz de contenerlo. Su pelo era negro y largo y sedoso y se movía y se retorcía igual que su cuerpo. Cass estaba siempre muy alegre o muy deprimida. Para ella no había término medio. Algunos decía que estaba loca. Lo decían los tontos. Los tontos no podían entender a Cass. A los hombres les parecía simplemente una maquina sexual y no se preocupaban de si estaba loca o no. Y Cass bailaba y coqueteaba y besaba a los hombres pero, salvo un caso o dos, cuando llegaba la hora de hacerlo, Cass se evadía de algún modo, los eludía.

Sus hermanas la acusaban de desperdiciar su belleza, de no utilizar lo bastante su inteligencia, pero Cass poseía inteligencia y espíritu; pintaba, bailaba, cantaba, hacía objetos de arcilla, y cuando la gente estaba herida, en el espíritu o en la carne, a Cass le daba una pena tremenda. Su mente era distinta y nada más; sencillamente, no era práctica. Sus hermanas la envidiaban porque atraía a sus hombres, y andaban rabiosísimas porque creían que no se sacaba todo el partido posible. Tenía la costumbre de ser buena y amable con los feos; los hombres considerados guapos le repugnaban: “No tienen agallas -decía ella-. No tienen nervio. Confían siempre en sus orejitas perfectas y en sus narices torneadas… todo fachada y nada dentro…” Tenía un carácter rayando la locura; un carácter que algunos calificaban de locura.

Su padre había muerto del alcohol y su madre se había largado dejando solas a las chicas. Las chicas se fueron con una pariente que las metió en un colegio de monjas. El colegio había sido un lugar triste, más para Cass que para sus hermanas. Las chicas envidaban a Cass y Cass se peleó con casi todas. Tenía señales de cuchilladas por todo el brazo izquierdo, de defenderse en dos peleas. Tenía también una cicatriz imborrable que le cruzaba la mejilla izquierda; pero la cicatriz, en vez de disminuir su belleza, parecía por el contrario, realzarla.

Yo la conocí en el bar West End unas noches después de que la soltaran del convento. Al ser la más joven, fue la última hermana que soltaron. Sencillamente entró y se sentó a mi lado. Yo quizá sea el hombre más feo de la ciudad, y puede que esto tuviera algo que ver con el asunto.

– ¿Tomas algo?
– Claro, ¿Por qué no?

No creo que hubiese nada especial en nuestra conversación esa noche, era sólo el sentimiento que Cass transmitía. Me había elegido y no había más. Ninguna presión. Le gustó la bebida y bebió mucho. No parecía tener edad, pero de todos modos le sirvieron. Quizás hubiese falsificado el carnet de identidad, no sé. En fin, lo cierto es que cada vez que volvía del retrete y se sentaba a mi lado yo sentía cierto orgullo. No sólo era la mujer más bella de la ciudad, sino también una de las más bellas que yo había visto en mi vida. Le eché el brazo a la cintura y la besé una vez.

– ¿Crees que soy bonita?- preguntó.
– Sí, desde luego. Pero hay algo más… algo más que tu apariencia…
– La gente anda siempre acusándome de ser bonita. ¿Crees de veras que soy bonita?
– Bonita no es la palabra, no te hace justicia.

Buscó en su bolso. Creía que buscaba el pañuelo. Sacó un alfiler de sombrero muy largo. Antes de que pudiese impedírselo, se había atravesado la nariz con él, de lado a lado, justo sobre las ventanillas. Sentía repugnancia y horror.

Ella me miró y se echó a reír.

– ¿Crees ahora que soy bonita? ¿Qué piensas ahora, eh?

Saqué el alfiler y puse mi pañuelo sobre la herida. Algunas personas, incluido el encargado, habían observado la escena. El encargado se acercó.

-Mira -dijo a Cass-, si vuelves a hacer eso te echo. Aquí no necesitamos tus exhibiciones.
– ¡Vete a la mierda, amigo! -dijo ella.
– Será mejor que la controles -me dijo el encargado.
– No te preocupes -dije yo.
– Es mi nariz -dijo Cass-, puedo hacer lo que quiera con ella
– No -dije-, a mí me duele.
– ¿Quieres decir que te duele a ti cuando me clavo un alfiler en la nariz?
– Sí, me duele, de veras.
– De acuerdo, no lo volveré a hacer. Ánimo.

Me besó, pero como riéndose un poco en medio del beso y sin soltar el pañuelo de la nariz. Cuando cerraron nos fuimos a donde yo vivía. Tenía un poco de cerveza y nos sentamos a charlar. Fue entonces cuando pude apreciar que era una persona que rebosaba bondad y cariño. Se entregaba sin saberlo. Al mismo tiempo, retrocedía a zonas de descontrol e incoherencia. Esquizoide. Una esquizo hermosa y espiritual. Quizás algún hombre, algo acabase destruyéndola para siempre. Esperaba no ser yo.
Nos fuimos a la cama y cuando apagué las luces me preguntó:
– ¿Cuándo quieres hacerlo, ahora o por la mañana?
– Por la mañana -dije, y me di la vuelta.

Por la mañana me levanté, hice un par de cafés y le llevé uno a la cama.
Se echó a reír.

– Eres el primer hombre que conozco que no ha querido hacerlo por la noche.
– No hay problema -dije-. En realidad no tenemos por que hacerlo.
– No, espera, ahora quiero yo. Déjame que me refresque un poco.

Se fue al baño. Salió enseguida, realmente maravillosa, largo pelo negro resplandeciente, ojos y labios resplandecientes, toda resplandor… Se desperezó sosegadamente, buena cosa. Se metió en la cama.

– Ven, amor.

Fui.

Besaba con abandono, pero sin prisa. Dejé que mis manos recorriesen su cuerpo. Acariciasen su pelo. La monté. Su carne era cálida y prieta. Empecé a moverme despacio y queriendo que durara. Ella me miraba a los ojos.

– ¿Cómo te llamas? -pregunté.
– ¿Qué diablos importa? -preguntó ella.

Solté una carcajada y seguí. Después se vistió y la llevé en coche al bar, pero era difícil olvidarla. Yo no trabajaba y dormí hasta las dos y luego me levanté y leí el periódico. Cuando estaba en la bañera, entro ella con una hoja: una oreja de elefante.

– Sabía que estabas en la bañera -dijo-, así que te traje algo para tapar esa cosa, hijo de la naturaleza.

Y me echó encima, en la bañera, la hoja de elefante.

– ¿Cómo sabías que estaba en la bañera?
– Lo sabía.

Cass llegaba casi todos los días cuando yo estaba en la bañera. No era siempre la misma hora, pero raras veces fallaba, y traía la hoja de elefante. Y luego hacíamos el amor.

Telefoneó una o dos noches y tuve que sacarla de la cárcel por borrachera y pelea pagando la fianza.

– Esos hijos de puta – decía-, sólo porque te pagan unas copas creen que pueden echarte mano a las bragas.
– La culpa la tienes tú por aceptar la copa
– Yo creía que se interesaba por mí, no sólo por mi cuerpo.
– A mí me interesas tú y tu cuerpo. Pero dudo que la mayoría de los hombres puedan ver más allá de tu cuerpo.

Dejé la ciudad y estuve fuera seis meses, anduve vagabundeando; volví. No había olvidado a Cass ni un momento, pero habíamos tenido algún tipo de discusión y además yo tenía ganas de ponerme en marcha, y cuando volví pensé que se habría ido; pero no llevaba sentado treinta minutos en el West End cuando ella llegó y se sentó a mi lado.

– Vaya, cabrón, has vuelto.

Pedí un trago para ella. Luego la miré. Llevaba un vestido de cuello alto. Nuca la había visto así. Y debajo de cada ojo, clavado, llevaba un alfiler de cabeza de cristal. Sólo se podían ver las cabezas de los alfileres, pero los alfileres estaban clavados.

– Maldita sea, aún sigues intentando destruir tu belleza….
– No, no seas tonto, es la moda.
– Estas chiflada.
– Te he echado de menos -dijo
– ¿Hay otro?
– No, no hay ninguno. Solo tú. Pero ahora hago la vida. Cobro diez billetes. Pero para ti es gratis.
– Sácate esos alfileres.
– No, es la moda.
– Me hace muy desgraciado.
– ¿Estás seguro?
– Sí, mierda, estoy seguro.

Se sacó lentamente los alfileres y los guardo en el bolso.

– Porque la gente cree que es todo lo que tengo. La belleza no es nada. La belleza no permanece. No sabes la suerte que tienes siendo feo, porque si le agradas a alguien sabes que es por otra cosa.
– Vale -dije-, tengo mucha suerte.
– No quiero decir que seas feo. Sólo que la gente cree que lo eres. Tienes una cara fascinante.
– Gracias.

Tomamos otra copa.

– ¿Qué andas haciendo? -preguntó.
– Nada. No soy capaz de apegarme a nada. Nada me interesa.
– A mí tampoco. Si fueses mujer podrías ser puta.
– No creo que quisiera establecer un contacto tan íntimo con tantos extraños. Debe ser un fastidio.
– Tienes razón, es fastidioso, todo es fastidioso

Salimos juntos, por la calle, la gente aún miraba a Cass. Aún era una mujer hermosa, quizá más que nunca.

Fuimos a casa y abrí una botella de vino y hablamos. A Cass y a mí, siempre nos era fácil hablar. Ella hablaba un rato yo escuchaba y luego hablaba yo. Nuestra conversación fluía fácil sin tensión. Era como si descubriésemos secretos juntos. Cuando descubríamos uno bueno, Cass se reía con aquella risa…, de aquella manera que sólo ella podía reírse. Era como el gozo del fuego. Y durante la charla nos besábamos y nos arrimábamos. Nos pusimos muy calientes y decidimos irnos a la cama. Fue entonces cuando Cass se quito aquel vestido del cuello alto y lo vi… Vi la mellada y horrible cicatriz que le cruzaba el cuello. Era grande y ancha.

– Maldita sea, condenada, ¿Qué has hecho? -dije desde la cama
– Lo intenté con una botella rota una noche. ¿Ya no te gusto? ¿Soy bonita aún?

La arrastré a la cama y la besé. Me empujo y se echo a reír:

– Algunos me pagan los diez y luego, cuando me desvisto no quieren hacerlo. Yo me quedo los diez. Es muy divertido.
– Sí -dije-, no puedo parar de reír… Cass, zorra, te amo… deja de destruirte; eres la mujer con más vida que conozco.

Volvimos a besarnos. Cass lloraba en silencio. Sentí las lágrimas. Sentí aquel pelo largo y negro tendido bajo mí como una bandera de muerte. Disfrutamos e hicimos un amor lento y sombrío y maravilloso.

Por la mañana, Cass estaba levantada haciendo el desayuno. Parecía muy tranquila y feliz. Cantaba. Yo me quedé en la cama gozando su felicidad. Por fin, vino y me zarandeó.

– ¡Arriba, cabrón! ¡Límpiate con agua fría la cara y la polla y ven a disfrutar del banquete!

Ese día la llevé en coche a la playa. No era un día de fiesta y aún no era verano, todo estaba espléndidamente desierto. Vagabundos playeros en andrajos dormían en la arena. Había otros sentados en bancos de piedra compartiendo una botella solitaria. Las gaviotas revoloteaban, estúpidas pero distraídas. Ancianas de setenta y ochenta, sentadas en los bancos, discutiendo ventas de fincas dejadas por maridos asesinados mucho tiempo atrás por la angustia y la estupidez de la supervivencia. Había paz en el aire y paseamos y estuvimos tumbados por allí y no hablamos mucho. Era agradable simplemente estar juntos. Compré bocadillos, patatas fritas y bebidas y nos sentamos a beber en la arena. Luego abracé a Cass y dormimos así abrazados un rato. Era mejor que hacer el amor. Era como fluir juntos sin tensión. Luego volvimos a casa en mi coche y preparé la cena. Después de cenar, sugerí a Cass que viviésemos juntos. Se quedó mucho rato mirándome y luego dijo lentamente “NO”. La llevé de nuevo al bar, le pagué una copa y me fui.

Al día siguiente, encontré un trabajo como empaquetador en una fabrica y trabajé todo lo que quedaba de semana. Estaba demasiado cansado para andar mucho por ahí, pero el viernes por la noche me acerqué al West End. Me senté y esperé a Cass. Pasaron horas. Cuando estaba ya bastante borracho, me vio el encargado.

– Siento lo de tu amiga.
– ¿El qué? -pregunté.
– Lo siento. ¿No lo sabías?
– No
– Suicidio, la enterraron ayer.
– ¿Enterrada? -pregunté. Parecía como si fuese a aparecer en la puerta de un momento a otro. ¿Cómo podía haber muerto?
– La enterraron las hermanas
– ¿Un suicidio? ¿Cómo fue?
– Se cortó el cuello.
– Ya. Dame otro trago.

Estuve bebiendo allí hasta que cerraron. Cass, la más bella de las cinco hermanas, la chica más guapa de la ciudad. Conseguí conducir hasta casa sin poder dejar de pensar que debería haber insistido en que se quedara conmigo en vez de aceptar aquel “NO”. Todo en ella había indicado que le pasaba algo. Yo sencillamente había sido demasiado insensible, demasiado despreocupado. Me merecía mi muerte y la de ella. Era un perro. No, ¿por qué acusar a los perros? Me levanté, busqué una botella de vino, bebí lúgubremente. Cass, la chica más guapa de la ciudad muerta a los veinte años.

Fuera, alguien tocaba la bocina de un coche. Unos bocinazos escandalosos, persistentes. Dejé la botella y aullé “¡MALDITO SEAS, CONDENADO HIJO DE PUTA, CALLATE YA!”.

Y seguía avanzando la noche y yo nada podía hacer.


sábado, 21 de julio de 2018

Reseña del libro ‘Heridas abiertas’, de Gillian Flynn

El martes quedé fascinado con la nueva serie de HBO ‘Heridas abiertas’, hacía tiempo, seguramente desde la primera temporada de True Detective, que una serie no me evocaba una atmosfera tan inquietante. Fascinante y cautivadora la interpretación de Amy Adams, con un montaje delicioso, con silencios, flashback obsesivos y un Jean-Marc Vallée en estado de gracia, en apenas dos capítulos me enganchó. Por desgracia a un episodio por semana hasta finales de agosto no podía terminar de disfrutar de esa miniserie (ocho episodios). Como soy alguien obsesivo me puse a investigar y cual fue mi sorpresa cuando averigüé que era una adaptación de una novela de Gillian Flynn (conocida a su vez por la conocida adaptación cinematográfica de ‘Perdida’). El paso más lógico fue comprar la novela y empezar a leerla. En realidad no esperaba mucho, pero me ha sorprendido muy gratamente.

‘Heridas abiertas’ narra la historia de Camille Preaker, una reportera de un periódico de Chicago que es enviada a Wind Gap, un pueblecito de Missouri del que es oriunda, para cubrir la noticia de dos niñas secuestradas y asesinadas por lo que parece obra de un asesino en serie. Allí le esperan una familia a la que hace años que no ve, una policía local abrumada y unos recuerdos de un pasado para nada idílico. Una trama clásica de novela negra que, en teoría, se gestiona de forma convencional. Sin embargo Flynn desarrolla a sus personajes de una forma casi subversiva. Por poner un ejemplo se nos avisa en la contraportada que Camille ha estado internada unos meses en una clínica psiquiátrica, el libro al estar escrito en primera persona enseguida transmite al lector que la protagonista tiene problemas de ansiedad, y que seguramente es alcohólica, por lo que deduce esas han sido las causas de su crisis. Sin embargo, en apenas un par de capítulos, el motivo de su internamiento se revela mucho más escabroso: desde los trece años tiene un trastorno obsesivo compulsivo que le induce a cortarse, y tiene el cuerpo lleno de cicatrices y de palabras grabadas con cortes de cuchilla.

“Verán, yo me hago cortes. También incisiones, tajos, escarificaciones y heridas. Soy un caso  muy especial; tengo un propósito. Bueno lo que pasa es que mi piel grita. Está recubierta de palabras, “cocina”, “bollo”, “garito”, “rizos”, como si un crío de primaria hubiese aprendido a escribir sobre mi carne con un cuchillo en las manos. A veces, pero solo a veces, me río. Cuando salgo de la bañera y veo, con el rabillo del ojo, en el lado de una pierna: “muñeca”. Cuando me pongo un suéter y, en un destello, veo en la parte interna del brazo: “dañino”. ¿Por qué esas palabras? Miles de horas de terapia han arrojado como resultado unas cuantas ideas de los buenos doctores.”

Flynn elabora una historia en la que los personajes femeninos llevan todo el peso de una trama y donde, de una forma u otra, siempre existe un poso latente de violencia. Para ello disecciona la sociedad de medio oeste americano, ese pequeño pueblo de Wind Gap, haciendo transitar por su historia a personajes torturados, madres que no quieren a sus hijos, niños crueles e infancias rotas. Un thriller psicológico absorbente, domestic noir reposado, que se aleja de las novelas procedimentales de asesinos en serie para meternos en una historia más pequeña, más íntima, pero no por ello menos espeluznante. Atentos sobre todo a ese doble final que convierte las últimas treinta páginas en una auténtica vorágine efectista. Muy recomendable.

martes, 10 de julio de 2018

Quizás la felicidad es el silencio del dolor porque la risa del mutilado aún necesita amor.

Aburrimiento. Quimeras. Bukowski. Máscaras. Fisura. Sísifo. Esquirlas. Chopin. Estupro. Adicción. Aflicción. Frío. Aquiles. Destemplanza. Peonía. Amor. Guerra. Futilidad. El arte no salva, solo se enamora de una soledad elitista, de la tristeza exhibicionista de una cama vacía. Síntomas que conmueven y provocan otra calada de escapismo. Veo entre sueños unas baldosas manchadas de vino y tinta, como si fueran el recorrido de una canción sobre mi piel muerta.

Todo es genial. Todo es una mierda. La desidia de bailar en la oscuridad con la oscuridad. El acto poético mancharse los dedos con la mortaja blanca del sexo. Esperar el accidente cálido y sensual. Unos pechos que envilezcan mis manos. Una lengua que recorra las fronteras del monstruo púrpura. Un coño convertido en cadalso y redención. No hagáis caso al pesimista que indica que todo es vulgar y ridículo, es cierto que somos animales masturbándose ante el espejo de la naturaleza, pero hemos sido nosotros quienes hemos puesto nombre al juego. Sigamos follándonos al suicidio sin entorpecernos con el baile de palabras confusas y anhelos de apagón.

Pero volvamos a la soledad de mi presente. Mi mano tiembla ante la pornografía depravada que Internet ofrece a sus files retoños. El estertor de mi sensibilidad hace zozobrar mi copa y el vino cae manchando mi vacío existencial. Me levanto para limpiar el desastre y en ese momento escucho unos gritos que vienen de la calle. Salgo al balcón y el espectáculo no puede ser más degradante: un poeta, como vil mesías llorando otoños, declama en voz alta sobre el amor y la épica del romanticismo y su pasión. Las ventanas se abren y la gente sonámbula agita sus cabezas y puños ante sus viles metáforas. Es inadmisible, nos ha costado años mutilar nuestra sensibilidad para que ahora venga un sensiblero enajenado y nos escupa en la cara nuestra falta de decoro y trascendencia. Saco la pistola y apunto con cuidado: ¡¡BANG!! Uno menos. Escucho aplausos. Llega un furgón de la policía y recogen el cuerpo. Los padres orgullosos salen a la calle en bata y pisotean sus poemas. Me estrechan la mano. Esos soñadores son peligrosos –me dicen-, su locura es contagiosa. Gracias a mi acción heroica sus hijos vuelven a estar a salvo.

Subo a mi casa y me siento delante del ordenador, ha vuelto el silencio y la normalidad. El estupor de los hombres grises dando cuerda a sus relojes. Algo rechina en un rincón de mi cerebro, pero lo ignoro. Me conecto a internet y busco el vídeo de antes, es hora de disfrutar del arte de verdad. Ropa interior desahuciada. Dedos abriendo la carne. Dolor. Placer. Mentira. Posesión. Un cuerpo aplastando otro cuerpo. La polla entrando con dureza. Fricción. Cosificación. Elipsis anal. Negación. Abismos. Cicatrices. Rompeolas en la piel. Destrucción. Garganta de aristas. La pornografía es tierra empapada y dilatada frotándose en el cajón cerrado de un eco de existencia pretérito... es poesía de nudos y cepos esquizoide. El orgasmo opaco. El disfraz de rencor. Una broma escatológica. Miedo a la otredad.

Y todo sigue. Y seguimos. Pero la calma no llega. Y mi orgasmo es muerte.

miércoles, 4 de julio de 2018

Reseña "De Profundis", de Oscar Wilde

De profundis es la epístola que Oscar Wilde (1854-1900) escribió a su amante Lord Alfred Douglas (1870-1945), alias Bosie, desde la cárcel de Reading, donde cumplió dos años de trabajos forzados por sodomía e indecencia moral. Wilde conoció a Bosie en 1891, el momento álgido de su carrera literaria. Bosie era hijo de John Douglas, marqués de Queensberry, el inventor de las reglas del boxeo. Tras varios enfrentamientos dialécticos, en 1895 el marqués dejó una nota pública en el club de Wilde acusándolo de homosexual. A instancias de Bosie, que odiaba a muerte a su padre, y desoyendo el consejo de sus amigos, Wilde inició contra el marqués un proceso por calumnia y difamación. El abogado de Queensberry amenazó con hacer comparecer a los muchos prostitutos de los bajos fondos londinenses con los que Wilde tuvo relaciones. Esto fue suficiente para probar la inocencia del marqués y condenar en los procesos subsiguientes a Wilde. En la cárcel de Reading, Wilde observa como su fortuna se desvanece, su madre muere y su esposa obtiene el divorcio y le aparta para siempre de sus dos hijos.

Wilde salió de Reading en 1897, convertido en un paria a quien se negaba la publicación y representación de sus obras e incluso el saludo en la calle. A pesar de todo lo sucedido se vuelve a reunir con Bosie en Nápoles. Pero su reconciliación dura poco, Wilde sintió que Bosie lo abandonaba cuando él ya no tenía dinero para sus extravagancias y ser vistos juntos era motivo de vergüenza y no de orgullo. Bosie a su vez quería ser aceptado como poeta lejos de la sombra de su protector. De Nápoles salió la última producción de Wilde, La balada de la cárcel de Reading. Murió tres años más tarde en París. Incluso su muerte tiene una anécdota curiosa: antes de morir pidió el champán más caro del hotel en el que se alojaba y, en un momento de lucidez, consciente de su ruina económica, dijo: «Estoy muriendo por encima de mis posibilidades».

Volviendo a la carta, en ella le reprocha a Alfred las infidelidades, la ruina económica, el abandono, la divulgación de su correspondencia privada, la destrucción de su Arte y el inicio del juicio que lo llevó a la ruina. En medio de la guerra visceral entre Alfred y su padre, Wilde se vio envuelto en una “tragedia repugnante y repelente”. El resultado fue que el marqués de Queensberry apareció ante todos como un “héroe de opúsculo de catequesis”, Bosie como un joven inocente manipulado por cuarentón perverso y Wilde quedó a medias entre “Gilles de Rais y el marqués de Sade”. Sin embargo, la cárcel y el dolor son experiencias en las que Wilde encuentra el camino de la regeneración moral. La carta es de una belleza desgarradora: «Detrás de la alegría y la risa, puede haber una naturaleza vulgar, dura e insensible. Pero detrás del sufrimiento, hay siempre sufrimiento. Al contrario que el placer, el dolor no lleva máscara».

A pesar de la vehemencia de sus reproches, de la ira reprimida, de la tristeza, también hay momentos de inteligentes metáforas, de geniales diatribas sobre un amor que fue neurótico y clandestino por la represión de la época. Repite la frase «el vicio supremo es la superficialidad», y de ahí pasa del reproche a la advertencia moral: avisa a Bosie que las consecuencias de convertir el odio hacia su padre en el sentimiento central de su vida es haberle amputado la empatía y la imaginación para todo lo demás.

Todo el texto denota, en el fondo, un ansia por comprender el comportamiento malsano e ingrato de Bosie, una búsqueda de justificación y autoengaño. Pero la absurda tragedia es la miopía sentimental de Wilde, que diviniza a Bosie como si se tratara de la reencarnación de Dorian Gray, cuando solo es un cretino vulgar y limitado. Algunos podrían argüir que resulta demasiado prejuicioso condenar a Bosie sin conocer su versión de la historia, pero gracias a la biografía de Douglas Murray sabemos cómo siguió su vida: después de morir Oscar Wilde abjura de él y su relación, y no cesa de difamarlo siempre que tiene ocasión. Se arrepiente de sus devaneos homosexuales, contrae matrimonio y se convierte al catolicismo. Años después añade a su currículo ser un antisemita furibundo y declarar públicamente su admiración por Adolf Hitler. Tiene un enfrentamiento con Winston Churchill, quien le acaba poniendo un juicio por libelo que le hace acabar en la cárcel. Y cuando estalla la Guerra Civil Española, nuestro querido lord Alfred toma partido por el general Franco, a quien considera el salvador de Occidente.

Tirar tu vida a la basura por alguien que no lo merece es, según se mire, una estupidez o un acto de poesía autodestructiva, la prueba definitiva de que la vida carece de lógica. Escribir sobre ello puede dar lugar a novelas tan interesantes como El tedio, de Alberto Moravia, o esta carta donde leemos, con la misma perplejidad y orfandad que Wilde, el desarrollo de sus pensamientos. De Profundis es recomendable para aquellos que ya han leído su obra y quieren escarbar en su biografía, pero lejos queda ese ampuloso prólogo de su novela El retrato de Dorian Gray, aquí tenemos al escritor abierto en canal, vencido, solo, su vida destrozada frente a él. Toda una experiencia literaria.

Aunque el hombre mata lo que ama
que cada uno de ellos escuche lo siguiente:
algunos lo hacen con mirada amarga,
otros con palabra aduladora.
El cobarde mata con un beso,
¡el valiente lo hace con la espada!