Tres de la mañana, pensamientos inconexos en torno a una botella de vino. Frustrado, incompetente para la vida real, esquivando la autorrealización personal y la trascendencia, confundiendo el sexo con amor, escribiendo para doblegar la sonrisa del coyote, para sobrevivir, para no masturbar el fraude y terminar vomitando idiosincrasia inútil. Buscando ser el suicida que cae en los márgenes de la página en blanco, que sobrevive a la caída e intenta respirar mientras un pequeño hilillo de sangre florece, como la sonrisa de Dios, sobre el párrafo.
Las mujeres. Oh, sí. No me avergüenza reconocer que tengo miedo a intimar con ellas, es demasiado arriesgado, la mayoría son veleidades ciclotímicas, molinos de viento esquizoide de excéntrica ferocidad. Hay demasiados juegos de poder, sucede demasiado rápido pasar de una fascinante calidez a la insoportable tensión de la insatisfacción y los reproches. Mi única fortaleza consiste en huir, pero, ¿cómo hacerlo? Están por todos partes, contoneando sus cuerpos al ritmo de un diapasón obsceno, intentar eludirlas sólo consigue que me obsesione más con ese reino estrecho y húmedo donde la naturaleza exige que eyaculemos ríos blancos de fertilidad hedionda.
Alguien llama a la puerta e interrumpe mi soliloquio autocompasivo. ¿Quién podría venir a mi casa a estas horas? Cuando abro la puerta la sorpresa me deja mudo: Carla. Tuvimos una fuerte discusión hace un par de meses, pensé que sería definitivo y no volvería a verla. No debería dejarla entrar, Carla solo me trae problemas, demasiado intensa, joven y loca, con esa tendencia estúpida a mezclar antidepresivos con alcohol; pero, ¿acaso se le puede culpar? Durante toda su vida ha sufrido los abusos de una familia disfuncional y de una colección de novios tarados y agresivos; por lo menos se toma la vida con humor, no ha permitido que los traumas le hundan. Sigue en el umbral, expectante, sin decir nada, contoneándose, su carmín rojo corrido, los ojos extraviados, una falda cortísima que me deja ver un destello de lencería negra, y, quizás lo más importante, una botella de Absolut Vodka en la mano.
- Rorschach: “El amor no es eterno, pero nos hace eternos a nosotros.”
- Carla: “Déjate de gilipolleces, he venido a follar. Bésame, pedazo de cabrón.”
Nuestros diálogos siempre están repletos de romanticismo. Nos besamos y, sin más ceremonia, entra en casa y se tumba en el sofá. Satie suena de fondo humillado ante la visión de su cuerpo. Me tumbo junto a ella, mis manos se deslizan por su cuerpo, aparto sus bragas y ejerzo cierta crueldad en su interior. Carla gime, pero me aparta enseguida, en sus ojos un brillo peligroso, le da un trago a la botella directamente, me saca la polla y escancia un poco de ambrosía sobre ella; muy lentamente, y sin apartar su mirada de mí, se la mete entera en la boca. La chupa con brío y ganas, con esa intuición de puta que siempre me hace perdonárselo todo; yo respondo a su generosa oferta abofeteándola con saña y agarrándola del pelo para poder follarme su boca al ritmo adecuado. Carla es como una enfermedad: cuando estás infectado ya no hay cura posible, solo queda zambullirse en su accidente con sonrisa de loco. Cuando estoy a punto de correrme le doy la vuelta, le subo la falda y empiezo a jugar con la lengua, a bosquejar su clítoris, a zambullirme en ella; el sexo es una guerra donde tienes que darlo todo, relampaguear ante el milagro del orgasmo ajeno y propio. Cuando ya está totalmente encharcada se la meto con dureza: es como estar dentro de las entrañas de una flor azul, algo sórdido y delicado a la vez.
Follamos con pasión, con ecos de reconquista, reconociéndonos el uno en el otro: somos dos inadaptados, demasiado lúcidos en nuestra otredad para aceptar el surco común, lidiando con una existencia imposible de reconciliar con la normalidad. Carla quiere alargarlo y cuando estoy a punto de correrme me muerde con saña, cambia de postura, me cosifica. Admiro que nunca se niegue a hacer lo que sugiero, nunca se ofende por mis insultos y brusquedades, para ella el placer está por encima de tabúes y convencionalismos. No se lo confieso porque no quiero darle más poder sobre mí, pero follar con ella es como estar enganchado a la heroína y al opio a la vez, te crea una dependencia cada vez mayor por conseguir una dosis más, un minuto más, un beso más, otro orgasmo lleno de histeria.
Mi vecino golpea la pared, estamos haciendo demasiado ruido. Levanto a Carla y la empotro contra esa misma pared. Sus piernas acarician el vacío, el mundo gira cada vez más deprisa, es como una muñeca en mis brazos, nuestras lenguas mezcladas en gritos de poesía y elegías de amor. Noto como vuelve a correrse, sus uñas deslizándose por mi espalda en surcos de grotesca pasión, su coño como una herida abierta; su placer me excita demasiado y me desbordo en su interior.
Quizás sea amor después de todo.