domingo, 26 de junio de 2022

Tenemos permiso del eclipse para desollarnos a la sombra del reloj atrasado y creernos inmortales; forniquemos ebrios de sombras, esquizofrénicos de esperanza.

La vida es como una partida de ajedrez: cuando te das cuenta de que quieres dejar de jugar y ofreces tablas, tu rival te indica con una sonrisa monomaniaca y cruel que no va a permitirte ni siquiera eso. A veces pienso en ti, tengo ganas de llamarte, no sé, de intentar arreglar las cosas entre nosotros. Pero nunca consigo que sea el día adecuado, siempre llego cansado o agobiado del trabajo, siempre hay algún puto problema que tengo que solucionar y que no me deja tiempo para… joder, de hecho, hoy, en mi único día libre, tengo que ir a renovar el carnet de conducir, me llegó el otro día la carta, y no me puedo permitir más multas de tráfico.


        Cada diez años toca hacerlo y quizás, más incluso que mi cumpleaños, es el signo más evidente de mi decrepitud física, del camino sinuoso y sin trincheras a la vista que me llevará a la tumba; y no es que, tú ya lo sabes, me importe demasiado morir, pero, aunque suene incongruente, me desagrada la certeza del hecho. Así que, cada vez que me toca renovar el carnet, al igual que sucede en mi cumpleaños o en las fiestas de Navidad, la noche anterior me emborracho como si fuera un cínico a las puertas del infierno. Por desgracia, ahora estoy sufriendo las consecuencias, son las once de la mañana, tengo un terrible dolor de cabeza por la resaca, y mientras conduzco hacia el lugar donde realizan el examen médico y se pagan las tasas estoy inmerso en una miríada de pensamientos intrusivos depresivos, de esos que giran en torno a sí mismos en un torbellino sin sentido; supongo que tampoco soportan la nada, necesitan un punto de apoyo, un confidente, alguien como tú, un pararrayos emocional; sin embargo, estoy solo, y lo único en lo que pienso es en parar el coche y dormir. Pero soy una persona adulta, la gente normal no hace ese tipo de cosas, es responsable, tiene su agenda y se mantiene firme ante las obligaciones; dios mío, ojalá pudiera vomitar sobre mi alienamiento vital y volver a casa. Miro la hora: todavía me sobra algo de tiempo, por lo que decido aparcar y buscar un bar para tomarme una cerveza, quizás así pueda tranquilizarme.

        No necesito pasear demasiado para llegar la misma conclusión de siempre: Madrid es insoportable, siempre hay ruido, obras, gente que te empuja, atascos, turistas haciendo fotos y con miles de bolsas del Primark… es una puta mole de cemento achaparrada que se yergue sobre nosotros como una miserable Torre de Babel sin personalidad ni épica, sin vocación de hogar ni trinchera, como un beso negro carente de amor. Harto de todo entro en el primer bar que veo, es de esos sitios viejos, casi norteamericanos, con una larga barra, un viejo rencoroso detrás de ella, y ese olor rancio a vino, fritanga y fracaso. Pido una cerveza y miro a mi alrededor: solo hay otra persona bebiendo, un par de taburetes más allá, una mujer enorme, con el pelo verde muy corto y maquillaje espeso; además, lleva un enorme vestido fucsia, aunque parece como si hubiera cogido una sábana sucia de hotel barato y le hubiera hecho un agujero para meter la cabeza. La miro fijamente y ella se percata.

—Hola —Se levanta y se arrastra hasta donde estoy sentado—. Soy Helena, trabajo como vidente.
—Rorschach Marlowe, controlador aéreo en paro —contesto.
—¿Te leo la mano, Rorschach?
—¿Cuánto?
—Una cerveza.
—De acuerdo.
Cuando me coge la mano izquierda noto una sensación viscosa, reprimo un escalofrío y me fijo en cómo la mira y recorre con su dedo lentamente la palma.
—Ah —dice—, tienes una línea de vida muy larga.
—En realidad, creo que ya he vivido demasiado. Dime algo nuevo.
—Ah —se concentra un poco más—. ¡Oh, ya lo veo! —exclama—. Antes de una hora vas a estar follando.
—¿Con quién? ¿Contigo?
—Puede, ¿alguna vez has pintado cuadros con tu propia sangre?
—No.
—Entonces, conmigo no.

        Le pago una cerveza, yo me acabo la mía y salgo de allí. A pesar de la extraña conversación me siento un poco mejor, aunque sigo sin saber por qué me causa tanta ansiedad renovar hoy el carnet. Quizás es porque me siento estúpido, siendo realista no me puedo permitir tener coche, es como sufragar los gastos de un hijo subnormal; y luego están los atascos, lidiar con psicópatas al volante que toman riesgos estúpidos por avanzar solo unos metros. A veces ir por la autopista es como estar en una película de Tarantino: algunos vuelcan tanta agresividad en su forma de conducir que parece su último reducto de masculinidad antes de la castración final.

        Cuando vuelvo al coche el interior está ardiendo, le ha debido dar el sol todo el tiempo que he estado dentro del bar, por lo que el bienestar de la cerveza fría desaparece en cuanto me siento. Pero la vida continúa, ya he agotado todas las excusas, tengo que madurar y seguir con mi pseudovida de adulto: bajo los cristales y arranco, ya casi es la hora de mi cita. Avanzo unos metros justo a tiempo para que el semáforo se ponga en rojo; freno, miro a mi alrededor y me fijo en una mujer que está a mi izquierda, sentada en la parada del autobús: parece Monica Bellucci, quizás un poco más rellenita, pero tiene la misma cara lasciva. Dirijo una mirada pecaminosa a su pequeña minifalda y al pequeño destello de braga roja que he creído ver cuando ha cruzado las piernas, se nota que el actual feminismo monjil no ha tenido mucho efecto sobre ella. Lo gracioso es que ella, que apenas está a tres metros de distancia, al percatarse de mi presencia en vez de mirarme con repugnancia me sonríe, un gesto de asunción y celebración de su propia belleza.

        El semáforo se pone en verde, los cláxones suenan con violencia detrás de mí, algunos coches empiezan a adelantarme por la derecha, pero yo sigo hechizado, sintiendo el prospectivo dolor de tener que alejarme de la única veta de placer estético que he encontrado en esta terrible mañana. Sin embargo, ella reacciona de forma sorprendente: se levanta de un salto, echa a correr hacía mí, abre la puerta del coche y se desliza dentro como si fuera una fruta madura cayendo del árbol. En ese momento lo único que se me ocurre es pisar a fondo el acelerador como si estuviera en medio de un secuestro.

—Me llamo Daphne —dice, mirándome con intensidad de psicópata desde el asiento de atrás.
—Encantado de conocerte, yo me llamo Rorschach Camus, filósofo en paro, ¿sueles meterte a menudo en coches de desconocidos con ese ímpetu?
—¿Francés completo por cincuenta? —me pregunta Daphne con lasitud profesional, contestado a mi pregunta indirectamente—. Déjame que adivine, me encantan estos juegos, ¿quizás eres más de arneses, lluvia dorada y lazo tailandés? -se echa a reír como una colegiala, aunque ahora que la tengo cerca le calculo al menos treinta años-. Pero dime, no te quedes callado, ¿Qué necesitas?
—Necesito renovar mi carnet de conducir —le respondo, intentando encontrar alguna razón para no echarla del coche.
—No hay problema, pero te costará setenta euros.
—¿También te dedicas a eso? —me echo a reír por su ocurrencia—. Vaya, esa sí que es una buena forma de diversificar el negocio en época de crisis.
—Ríete si quieres, pero si echas un buen polvo, luego eres capaz de solucionar cualquier problema. Si la gente disfrutara más de su cuerpo, sin represiones puritanas, todos seríamos más felices —hace una pausa y me mira con curiosidad—. Tienes un aspecto extraño, es como si estuvieras muerto, pero te hubieras olvidado de ello y siguieras actuando como si nada.
—No eres la primera mujer que me dice algo así, supongo que a veces buscar la satisfacción vital entre grandes periodos de angustia es el Grial de la existencia, aunque de momento esté fracasando en ello.
—¿Y cuáles son esas cosas que te angustian?
—No sé cómo actúan los demás, pero yo cuando me agacho para atarme los zapatos por la mañana, pienso, ¿Qué fallará hoy? Siempre espero que suceda algo malo, a veces son cosas idiotas, como que se atasque la cremallera del pantalón, pero lo que más me preocupa es, ¿por qué tengo esos pensamientos, para qué me sirven? Es una pérdida de energía, una completa inutilidad.
—¿Por qué no vas a ver a un psiquiatra?
—Es difícil encontrar un psiquiatra que no necesite a su vez otro psiquiatra. Además, todo el mundo tiene cremalleras que le preocupan, solo que su nivel de intensidad y confusión es diferente.

        Daphne bosteza, y me pide que vayamos a su casa, que allí solucionaremos todas mis angustias. Todo vuelve a ser demasiado surrealista, pero cualquier cosa me sirve para romper el surco común y eludir las tareas que, como ciudadano responsable, tenía la obligación de gestionar hoy. Me guía a través de las calles y veinte minutos después aparco enfrente de su casa: esta parece estar construida de contrachapado, los lados están un poco combados y el techo desnivelado, pero tiene un pequeño jardín con una enorme palmera en medio. Al salir del coche se adelante para abrir la puerta, lo que me permite disfrutar de su culo: es de esos pequeños, vibrantes y certeros, perfectos para la sumisión anal y los azotes disciplinarios, de esos que piden a gritos que los liberes de la falda y los saborees con fruición.
La casa por dentro está sucia, mal iluminada, transpira soledad, o tal vez la única soledad aquí sea la mía. Se va a la cocina a preparar un par de copas, y yo me derrumbo en uno de los sofás desvencijados de su pequeño salón. En realidad, este es el mejor momento, la expectación antes del acto, luego todo se convierte en algo banal, arduo y aburrido, como una película que has visto demasiadas veces.

—Lo primero, el dinero… —me dice con educación después de tenderme la copa. Le doy un billete de cincuenta y otro de veinte, los deja sobre la mesa y empieza a desnudarse.
—Pero Daphne, ¡yo quiero gestionar el carnet de conducir!
—No te preocupes, todos consiguen siempre aquello por lo que pagan.

        Se sube la falda, se sienta sobre mí y empieza a frotarse contra mi entrepierna. Se ha debido de quitar las bragas en la cocina, un gesto que no me termina de gustar, desnudar a una mujer es la mejor parte los preliminares. Pero ya da igual, y me zambullo en el milagro de su cuerpo: sus pechos son como nubes entre cascadas, aunque también noto un ligero olor a guantes de goma mojados. Sigo con el magreo, pero me siento triste, incluso con ganas de llorar, y quizás ella lo nota porque hunde su boca en mí haciendo que todo se difumine: su lengua es fría, casi gelatinosa, sus uñas se hunden en mi espalda, rasgándome la camisa y la piel. Bajo la mano y jugueteo con su sexo, y me sorprende lo húmeda que está; la trampa ya ha caído sobre nosotros, ya estamos listos para continuar propagando la fealdad de la especie un siglo más: me bajo como puedo los pantalones y entro en ella con una mezcla de crueldad y desgana. No es muy prieta, seguramente tiene algún hijo adolescente esnifando mierda ahora mismo en el patio del instituto, pero tampoco está mal, un sueño pequeño, minúsculo, pero a la altura de mi vida. Cierro los ojos y me rindo a la inercia de su cuerpo, a sus movimientos de fábrica de espejismos, como si creyera que este placer de prepago alberga un poso de trascendencia. Pero no puedo evitar ser un pirómano de espejos al que le gusta alimentar a los cuervos con trozos de su propio cerebro, por eso insisto, con la polla entumecida, hasta que su orgasmo, perfecta interjección de alegría, inunda todo con su disoluta belleza.

***
Una hora después, ahí estoy, de pie frente a una cámara, acompañado por una vieja gordísima, con ojos como nueces y rictus amargo:
—¡Venga, sonría! ¡No le va a doler! —Sonrío al flash, otra foto de psicópata para la colección.
—Le voy a dar el carnet provisional —me indica—, y dentro de un plazo de treinta días recibirá por correo el carnet definitivo —antes de despedirse vuelve a mirarme y noto que sonríe, pero es una sonrisa desagradable.

        Al entrar en el ascensor y mirarme en el espejo se confirma mi sospecha: tengo la cremallera del pantalón bajada. Bajo la mano para subirla, pero se atasca con el calzoncillo y resulta imposible; sin duda me sirve como profecía autocumplida, como metáfora decadente de mi forma de ser. Salgo del edificio arrastrando los pies, y al entrar en el coche y apoyar la espalda noto un ligero dolor, parece que Daphne me ha dejado también su marca, espero que no se infecte. Salgo conduciendo calle abajo, miro el reloj: aún quedan muchas horas por delante, no sabría afirmar si son una oportunidad o una maldición. Al encender la radio comienza a sonar una canción de amor y no puedo evitar empezar a reírme, supongo que ese podría ser el resumen: existen demasiadas canciones de amor horribles reverberando por el mundo, contaminando nuestro sentido común.

        De repente, justo cuando he salido a la autopista, empiezo a ver un poco borroso, con visión doble, no sé sí está provocado por el estrés, llevo así unos meses, y cada vez que sucede pienso en acelerar y tentar un poco al destino. Hoy quizás sea ese día, pero decido que, si consigo llegar a casa, me atreveré por fin a llamarte, aunque solo sea para contarte todo esto y que puedas alegrarte de la decisión que tomaste hace meses. Yo me conformaré con convertir de nuevo tu voz en mi hogar, una pequeña tregua antes del suspiro contenido y la despedida forzada, a fin de cuentas, el amor es encender una hoguera con la leña de tu propio árbol, hay días que no requieren nada más.