sábado, 31 de agosto de 2019

Escritura automática: confidencias nocturnas delante de un vaso con forma de garfio.

            Una de mis frustraciones con la escritura es que soy incapaz de escribir si tengo música de fondo, he probado de todo tipo -jazz, clásica, bandas sonoras, electrónica-, pero siempre pierdo la concentración, como si mi cerebro estuviera memorizando la melodía, por lo que el resultado suelen ser tonterías inconexas como las de esta entrada. Me da mucha envidia la gente que afirma escribir con música, que le estimula, como Stephen King, Paul Auster… incluso Stephenie Meyer lo hace y añade sus playlist al final de los libros; ¿qué será de ella? ha fracasado en todos los proyectos que siguieron a su saga de vampiros adolescentes. Quizás su creatividad solo tenía una bala de plata y su único talento fue aprovechar la ventana de oportunidad. Supongo que también depende de si vas a escribir una novela, un relato corto o una chorrada autoconclusiva para tu blog outsider -hace mucho que el algoritmo de Google dejó de ser mi amigo-; de todas formas el ansia de notoriedad es un mal vicio, como la masturbación para un católico: algo que anhelas pero te esfuerzas en esconder.

            En cualquier caso los juntapalabras vivimos una época gloriosa, incluso borrachos podemos escribir sin demasiado esfuerzo, el Word se encarga de corregir las erratas y los errores ortográficos más flagrantes, no es necesario perder tiempo al día siguiente intentando pasar a limpio un montón de páginas de escritura jeroglífica. El alcohol tiene su parte proactiva: inhibe el censor, ese runrún impertinente en tu cerebro que invita continuamente a borrar lo que has escrito, todo te parece una genialidad trascendente que merece ser compartida e inmortalizada, te dejas mecer por el impulso aparentemente lúcido que fluye ante el teclado, sin más consecuencia que mostrar tu obvia genialidad. Supongo que ahí está la clave: no reflexionas sobre la importancia o el sentido de escribir, no piensas en la sempiterna productividad del capitalismo que se nos inocula desde pequeños, lo haces porque te gusta, porque llevas tiempo sin hacerlo y tienes ganas de compartir pensamientos y reflexiones. La acción te reanima ante la pusilanimidad del sonámbulo, es importante intentarlo.

            Un juntapalabras está obligado a tener vida social, necesita alimentar su literatura, poner a prueba sus prejuicios involucrándose de vez en cuando con personas nuevas. Lo intento, pero aunque la mayoría de la gente con la que interactúo me parece simpática, no puedo evitar comportarme como un huraño. Los observo y me parece que hablo con extraterrestres: prioridades vitales diferentes, taras diferentes, procesos mentales diferentes. Por suerte me llevo bien con todo el mundo, caigo simpático, solo tengo que observar, sacar algún tema que provoque el interés de mi interlocutor y tirar del hilo; todo el mundo está enamorado de su propia voz, todos quieren contar su historia, aunque sea parasitando la vida de los demás. Se podría decir que el mayor fracaso de las redes sociales es que te ignoren, hasta las personas más tóxicas son capaces de conseguir adeptos con su fascinante basura mental.


            Al final siempre se trata de pasión vital. Por eso me engancha el alcohol, es como un acicate, como un atajo hacia algo que, de otra manera, soy incapaz de conseguir. La pasión por seguir adelante a pesar de. La pasión por llamar a esa mujer que te obsesiona a pesar de. La pasión por aprovechar este tiempo prestado para escribir o hacer algo que justifique un poco tu existencia a pesar de. Los dados están trucados, pero lo absurdo sería no jugar, no salir a la calle, no contestar ese mail, no intentar conquistar a tu crush, no salir de tu zona de confort, no arriesgarte por miedo a perder. Es un impulso cortoplacista, pero puede convertirse en una sombra de victoria.

            La inspiración se acaba, metáfora de una cerveza vacía, de una canción de Tool apagándose. Y llega el cansancio, el miedo a la resaca prospectiva. Acaricio las venas de mi muñeca: estar vivo no era la forma más elegante de terminar la noche. Mi mano alarga su trenza de suspiros hacia otro brindis de realismo lírico, pero la euforia que me provoca el alcohol es un espejismo, como los gemidos de una puta filtrándose a través del fláccido tabique. La ciudad está a la espera, todo el mundo tiene una cuerda, ¿tiene forma de horca o solo sujeta un globo de helio que quiere partir hacía el fulgor de los ojos de Dios? Pero Dios no tiene escrúpulos ni polla, solo es un cerebro de hierba que trastabilla, cae y muere en el fango de su propia inexistencia. La fe es el sopor del patético animal que lame los barrotes de su jaula, la esperanza es la lava del arrebato.

Pero todo es una divagación deshonesta, un intento fútil de no pensar en ti. Tú, innombrable trueno silencioso, los ojos verdes de Eva Green en Sin City, me hiciste amarte para luego clavar tu cuchillo. Esta noche tu sombra corre bajo la luna de asfalto con mi corazón en su boca y la muerte, con su caricia sincera, baja por mi garganta como un ratón asustado. Pero ya lo dijo el maestro: no hay pasión sin cierta crueldad, lo más importante es saber atravesar el fuego.

jueves, 29 de agosto de 2019

Charles Bukowski, El capitán salió a comer y los marineros tomaron el barco

“Cada nueva línea es un comienzo y no tiene nada que ver con ninguna de las líneas que la han precedido. Todos empezamos de cero cada día. Y, por supuesto, no tiene nada de sagrado. El mundo puede vivir mucho mejor sin escritura que sin fontanería. Y en algunos lugares del mundo hay muy poco de ambas cosas. Claro que yo preferiría vivir sin fontanería, pero yo estoy enfermo.”

“Hay muchas cosas de las que escribir, pero no de las que hablar.”

“La vida casi resulta razonable cuando los caballos cumplen tus deseos. Pero los espacios que quedan en medio son muy planos. Gente pululando. La mayoría de ellos perdedores. Empiezan a secarse como el polvo. Chupados hasta quedar secos. Y, sin embargo, cuando me obligo a quedarme en casa empiezo a sentirme muy apático, enfermo, inútil. Es extraño. Las noches siempre están bien; por las noches tecleo. Pero los días hay que quitárselos de encima.”

“Algunos de los nuevos creadores, algunos de los nuevos famosos. No son lo mismo para mi. Los miro, los escucho y pienso: ¿es esto todo lo que hay? Quiero decir, parecen encontrarse cómodos; se quejan… pero parecen CÓMODOS. No hay ferocidad. Los únicos que parecen feroces son los que han fracasado como artistas y creen que el fracaso es culpa de fuerzas externas. Y lo que crean es malo, horrible.”

“Es como cuando ligaba con mujeres en los bares. Solía pensar, quizá ésta sea la que estaba buscando. Otra rutina más. Y sin embargo, durante el acto sexual, pensaba: ésta es otra rutina. Estoy haciendo lo que se supone que tengo que hacer. Me sentía ridículo, pero seguía adelante en cualquier caso. ¿Qué otra cosa podía hacer? Tendría que haberme parado. Tendría que haberme echado hacia atrás y haber dicho:
-Mira, nena, estamos siendo unos estúpidos. No somos más que peones en manos de la naturaleza
-¿Qué quieres decir?
-Lo que quiero decir, nena, es que si alguna vez has visto a dos moscas follando o algo de eso.
-¡ESTÁS LOCO! ¡YO ME LARGO DE AQUÍ!
No podemos examinarnos demasiado de cerca, o dejaríamos de vivir, lo dejaríamos todo. Como esos hombres sabios que se quedan sentados en una roca y no se mueven. Aunque tampoco sé si eso será tan sabio. Desechan lo evidente pero algo les hace desecharlo. En cierto modo son moscas que se follan a sí mismas. No hay escapatoria, ni en la acción ni en la inacción.”

sábado, 24 de agosto de 2019

Escribo para construir un edificio de palabras tan alto que tenga tiempo de olvidarme de mí mismo durante la caída.

Borracho a las dos de la madrugada. Dedos de harapo sobre el teclado, destellos neuronales perdiendo el equilibrio al borde del vaso, un fantasma paseando por el jardín salvaje. Ya empiezo a notar las habitaciones rotas de la resaca, la gotera de sangre zozobrando en mi tejado existencial, la pólvora ardiendo en el corazón del pájaro azul, la vida real preparando para mañana su cruel emboscada.

Voy a la cocina a por la segunda botella de vino. Al sentarme de nuevo frente al teclado el ordenador hace un ruido extraño y se apaga, la oscuridad me ilumina con su pesimismo. Hasta las máquinas se rinden con un estertor de cansancio, vivimos en medio de un naufragio pragmático, entre la náusea y la violencia del abandono. Por eso el arte resulta tan incómodo: provoca el fetichismo de los requiems, el vértigo lúcido, un apetito suicida ante el harapiento placer efervescente del exabrupto poético. Buscamos el exilio interior para, de alguna manera, convertir la melancolía en un cuchillo con el que rasgar la página en blanco y así arrojar, en un gesto de perversidad y candidez romántica, el reloj contra el suelo.

Observo por la ventana de mi habitación las sábanas tendidas de mis vecinos, como se cogen de la mano formando figuras de tiza. En medio de esta soledad, ¿hay algo que importe? ¿Qué sentido tiene la nostalgia que sienten mis cicatrices por tu cuerpo? Ya no quieres mancharte conmigo, compartir tu frío, parafrasear en medio de la fricción a Clementine y Joel. Ahora, perdida la belleza, ¿qué nos queda? Apenas un mapa de caricias borroso, canciones pasando hambre en las manos equivocadas.

Me tumbo en la cama y cierro los ojos. Tu recuerdo sigue golpeándome. Me dejo llevar e imagino mis dedos acariciando de nuevo tus interiores, susurrándote obscenidades al oído hasta que pierdes el control de tu carne escarchada; me imagino rasgando tu ropa y follándote como si estuviera profanando una iglesia, tu coño brillando como una tormenta en mitad del océano.

             Unos minutos después el placer me sacude con su latido afilado e intenso; el orgasmo que lleva tu nombre y tiene vocación de genocida se empieza a secar sobre las sábanas. Por desgracia, hasta las pasiones desubicadas tienen fecha de caducidad.

viernes, 23 de agosto de 2019

Reseña: Cómic ‘Y: El último hombre’

Y: El último hombre es una serie de cómics de ciencia ficción ganadora del premio Eisner a la mejor serie en 2008. Creada por el guionista Brian K. Vaughan (autor de renombre conocido también por Saga y Runaways), y la dibujante Pia Guerra para el sello editorial Vertigo de DC Comics, empezó a publicarse en septiembre de 2002; el último número, el sesenta, se publicó en 2008. Narra las aventuras del joven Yorick Brown y su mascota, el mono Ampersand, únicos supervivientes de una extraña plaga que ha acabado con la vida de todos los hombres del planeta, la de cualquier ser con el cromosoma "Y", incluidos todos los animales, embriones o huevos fertilizados.

Atrapado en un mundo caótico en el que las mujeres luchan por reorganizarse y sobrevivir, la primera intención de Yorick es buscar a su prometida trasladándose a Australia, pero pronto será disuadido por una agente del gobierno encargada de su protección (la agente 355) y por una científico (Dra. Allison Mann); juntos intentarán despejar las dudas que asaltan al lector: ¿Qué o quién ha provocado la plaga? ¿Por qué Yorick y Ampersand son los únicos supervivientes? ¿Hay algún tipo de cura? Lo que sigue es una odisea épica en busca respuestas, mientras Yorick madura poco a poco a medida que va aceptando que, muy posiblemente, tiene en sus manos el destino de la humanidad. El camino estará plagado de peligros: el grupo de extremistas feministas Las Hijas de las Amazonas que intentarán asesinarle para liberarse del último exponente del yugo masculino, militares que consideran la relevancia de obtener para su país al único hombre vivo u organizaciones con oscuras intenciones.

Hay dos o tres peculiaridades que hacen de este cómic una pieza original, extraña a las tramas contemporáneas y fácilmente atribuible a una concepción de la ciencia ficción y de la serialización más clásica. La más destacable de todas es el propio punto de partida: todos los hombres están muertos y la sociedad está una situación postapocalíptica. Esta premisa, la del individuo aislado en un entorno hostil, recuerda a grandes obras del género como ‘El Planeta de los Simios’, ‘Mad Max’, la excepcional novela de Richard Matheson ‘Soy Leyenda’ y, más concretamente, a una obra de ciencia ficción ambientada en el siglo XXI escrita por Mary Shelley (sí, la autora de Frankenstein): ‘The Last Man’. Otras importantes referencias confesas de Vaughan aluden a escritoras de ciencia ficción como Joanna Russ, P.D. James (por su historia ‘Hijos de los hombres’, llevada al cine en 2006) o Alice Bradley Sheldon.

La segunda peculiaridad es también muy reseñable. Si nos fijamos, la mayor parte de las obras de ciencia ficción actuales prefieren un protagonismo coral, en el que diversos personajes desarrollan tramas paralelas que acabarán confluyendo, pero que tienen un peso similar en la estructura argumental de la serie. Aquí no. El protagonista es único e indiscutible y sólo se puede hablar de los demás en clave de secundarios. Ya desde el mismo título se especifica esta inercia: Y, el último hombre; sólo uno, y sólo él, Yorick, nombre shakesperiano, un protagonista que se nos presenta al principio como una persona inmadura, aficionado a los trucos de magia y al escapismo, cuya buena parte de los diálogos son citas y homenajes a la cultura pop, pero cuya complejidad y realismo marca un punto de ruptura a partir del número dieciocho con el arco argumental ‘Palabra Clave’; aquí entendemos que la ambición de Brian K. Vaughan no es solo presentar una distopía, aderezada con alguna explosión y un par de chistes malos, no, quiere más, y os aseguro que el viaje del lector va a estar lleno de turbulencias creativas deslumbrantes.

El último factor es un marcado carácter clásico en el uso que hace de la serialización; no hay secuelas, spin-off, miniseries o varios arcos argumentales más o menos estancos, aquí se nos presenta solo una historia: el periplo de Yorick y sus acompañantes para encontrar la solución al exterminio de los hombres del planeta. Existen, por supuesto, arcos argumentales que enriquecen la trama y aportan verosimilitud, pero la impresión general es de estar leyendo un todo pétreo y cerrado al que no le sobra nada gracias a una planificación excepcional, con un uso del cliffhanger muy acusado unido a un desarrollo de la trama pausado, que prefiere focalizarse en la construcción de los personajes antes que en las perspectivas geopolíticas y globales. Por otra parte, la serie es excelente a nivel gráfico, con un trazo sencillo pero muy efectivo a la hora de componer la personalidad y los rasgos definitorios de los personajes, su belleza, soberbia, miedo o locura. Cierto es que no posee demasiadas innovaciones formales, pero la historia no lo necesita.

En resumen, para amantes de la ciencia ficción y de las buenas historias en general, Y, el último hombre es una obra de referencia. Podéis comprarla en Amazon o en cualquier tienda de cómics, Vertigo ha sacado toda la obra en cinco tomos de muy buena calidad. Otra opción es descargarla desde este enlace personal que he subido a MEGA. Para visualizar los archivos de cómic en formato cbr y verlos en el ordenador tenéis que descargar también este programa YACreader. Feliz lectura.

jueves, 22 de agosto de 2019

Mientras en Europa se preparan para una nueva recesión, en España seguimos todavía con un Gobierno en funciones.

Escribir sobre la política española es como elucubrar sobre el futuro de una serie de televisión, una serie lenta y mediocre, pero lo suficientemente adictiva para que estés expectante ante lo que pueda suceder en el siguiente capítulo. Sánchez debe su actual poder, a pesar de sus cuatro investiduras fallidas, a tres circunstancias: a su temeridad, más que a su audacia; a la propaganda orquestada a su favor, más que a una gestión mínimamente aseada; y a la inercia de una ‘bonanza’ heredada que empieza a dar claras señales de agotamiento. El mayor acierto de Sánchez ha sido su mayor lastre: haber ganado la moción de censura a Rajoy, pero con unos apoyos parlamentarios que no ha podido ni sabido mantener.

Después de otra investidura fallida el veinticinco de julio se materializó una idea que el PSOE sigue sin admitir: quien solo tiene un tercio de la Cámara no puede imponer su voluntad a los otros dos tercios. Tras aquella derrota, Sánchez ha malgastado casi la mitad del plazo disponible sin hacer nada útil para construir una mayoría de gobierno. Mucha retórica efectista, demasiado abuso de los instrumentos institucionales para la propaganda de partido, usar el tiempo como herramienta de asfixia y presión colectiva, descargar responsabilidad sobre todos los demás escaqueando la suya propia y someter al aliado imprescindible a un aluvión de improperios y 'humillaciones', esperando ablandar su voluntad por esa vía o, en su defecto, hacerle cargar con la cólera del frustrado votante de izquierda.

El Gobierno de coalición está descartado. Para Podemos firmar un pacto de legislatura quedando fuera del Gobierno sería una forma absurda de atarse las manos cuatro años, con todos los inconvenientes de pertenecer al bloque gubernamental y ninguna de sus ventajas. Que haya o no Gobierno, que se repitan o no las elecciones, depende ya exclusivamente de Pablo Iglesias. Y todo ello en vísperas de una recesión económica y de un nuevo estallido del conflicto de Cataluña. Una solución lógica sería que Iglesias regale sus votos a Sánchez para la investidura a cambio de nada; sin ningún acuerdo ni negociación, sin ningún compromiso que se prolongue un minuto más allá de la votación. Se presentaría como un acto de generosidad política para evitar a la ciudadanía el trauma de una repetición electoral, y ya de paso evitar coaliciones de derecha y su propio descalabro electoral.

De todas formas, me pregunto, con los claros indicadores que existen de recesión, la inestabilidad del gobierno italiano, el PIB de Alemania cayendo en un -0,1% (de repetirse en el tercer trimestre, el país entraría en recesión técnica), un posible Brexit sin acuerdo el 31 de octubre, la guerra comercial entre China y EEUU, el conflicto que va a provocar la sentencia del ‘procés’ en Cataluña, y tantas otras cosas, ¿por qué esa obsesión por entrar en el gobierno? ¿De qué serviría? ¿No sería más recomendable para Iglesias quedar libre para defender su programa maximalista y fustigar al Gobierno ante cada acto que huela a debilidad ideológica, ante cada decisión en contra de los intereses del ‘pueblo’ a las que se verán abocados en cuanto estalle la recesión? Pero aquí, al igual que en una serie mala, no existe demasiada coherencia, los personajes se dejan guiar por una lógica incomprensible, quizás porque al estar embriagados por sus ambiciones personales no tienen en cuenta lo que sucede fuera de su burbuja. A los ciudadanos, ciegos ante su destino, sólo les queda esperar con triste paciencia el siguiente capítulo para enfrentarse al poco edificante final de esta temporada/investidura de la que apenas queda un mes. Veremos con qué nos sorprenden, aunque ya os adelanto que no será nada bueno.

jueves, 15 de agosto de 2019

¿Cómo es posible que la Community manager de un perro haya conseguido llegar a presidenta de la Comunidad de Madrid?

Los políticos no salen de la nada, florecen en el caldo de cultivo social como parte de nosotros y nuestros valores. Isabel Díaz Ayuso, esa ínclita mujer que se pasó media campaña soltando propuestas surrealistas como garantizar una paga para los concebidos no nacidos en el seno de una familia numerosa, lamentar la falta de atascos en el centro de Madrid por culpa de las medidas de Carmena, una de las señas distintivas de la capital junto con la Cibeles, el Bernabéu y las obras faraónicas de Gallardón, o que alzaba el puño en alto para advertir contra la dictadura progre que quiere contaminar todo. Esa mujer de cara de pasmo infinito, de boca entreabierta y ojos de moja en trance a punto de ascender a los cielos, gobernará la Comunidad de Madrid. Y a pesar de todo lo anterior tenía curiosidad por saber cómo se desenvolvía como parlamentaria y por ello estuve viendo en varios momentos su investidura.

Fue bochornoso por parte de casi todos, me quedé incluso sorprendido de la visceralidad de algunas intervenciones. El único destacable Ángel Gabilondo, inteligente, locuaz, amable, incluso llegando a pedir perdón por no dar sus votos, tendiendo la mano con el ánimo de colaborar, de hacer política, de explicar las cosas, de llegar a las mejores soluciones. Afeó en varias ocasiones las interlocuciones personales de Errejón a la familia de Ayuso y sus negocios, indicando que quizás era más necesario hacer un monográfico sobre las buenas formas parlamentarias que sobre la corrupción. El que me desagradó enormemente fue Errejón, jugó la carta de la oposición dura, televisiva, atacando en los personal. Dijo: “De tener el honor de ser propuesto para el puesto, no rebajaría el parlamentarismo y la dignidad de las instituciones como usted lo ha hecho”. Sin embargo, fue precisamente lo que provocó él al dejar a un lado la política y entrar en el terreno personal, siendo condescendiente, faltón, incluso pecando de cierta soberbia intelectual. Ayuso tuvo la réplica fácil y enfangó el resto de la investidura: “Es usted el político más traidor que se conoce, que le debe absolutamente todo a un señor que se llama Pablo Iglesias, al que en el momento más difícil le dijo ahí te quedas, me largo, que de repente me va a interesar la política madrileña”, “Ustedes que nacieron de la dictadura, de una de las dictaduras más vergonzosas que soporta hoy el planeta, que es la venezolana. ¿Cómo tratan allí a los jóvenes? ¿Cómo tienen allí a los desfavorecidos?”. Luego jugó la carta del victimismo al asegurar que estaba siendo víctima de: “la campaña más machista y deleznable que se ha hecho contra una candidata que es mujer. Me enfrento a los diputados más machistas que me he encontrado en mi vida, metiendo a la familia, con medias verdades.”  Y para finalizar, el momento emotivo al hablar de su padre: "Era un hombre bueno, honrado, trabajador, muy querido padre que estaría muy orgulloso si hoy estuviera vivo y viera que su hija se va a convertir en presidenta de la Comunidad"

Que el PSOE en el 26M no haya avanzado ni un milímetro, que Más Madrid y Podemos sumen en la Asamblea de Vallecas lo mismo que en 2015 y que, seguramente por un fallido candidato al ayuntamiento (Pepu Hernández) y una pelea entre la plataforma de Carmena y Pablo Iglesias, el consistorio de la capital haya regresado a manos de la derecha constituye una auténtica catástrofe para la izquierda. Y, a pesar de ello, no parece lo de ayer el mejor camino para recuperar la credibilidad, sino otro paso más en la máquina del fango, ¿por qué dar más prioridad a atacar a Ayuso hablando de un presunto delito de alzamiento de bienes que, de todas formas, ya está prescrito, cuando se puede hacer oposición criticando su programa, explicando y señalando los acuerdos con VOX o, simplemente, esperando que su nula experiencia gestora se muestre con perniciosa rotundidad en los próximos meses? Pero en estos tiempos de desconexión ciudadana, en la que todo parece un show, donde el titular prima sobre el contenido y lo importante es que hablen de ti para poder existir y mantenerte en política, leo con rubor como los periodistas hablan de Errejón como líder de la oposición, mientras dejan a Gabilondo como un mero tramoyista que pasaba por ahí.

            En resumen, tenemos lo que nos merecemos, un reflejo fiel de esta sociedad mediocre. Auguro muchos años en el poder a esta amiguísima de Casado -la única razón real de su candidatura-, que, al menos, nos dará muchos titulares llenos de ocurrencias simpatiquísimas, de esas que tanto gustan a la mayoría de la gente, sobre todo a esos madrileños que todavía defienden a Esperanza Aguirre afirmando que fue una gran gestora.

miércoles, 14 de agosto de 2019

Tenía veinticuatro años y había abandonado la universidad.

            Tenía veinticuatro años y había abandonado la universidad. El carácter es destino y estaba claro que mi futuro era ser un fracasado, todo me causaba demasiado esfuerzo, no albergaba una pizca de ambición, constancia y disciplina. Y el contrapunto exterior, la gente, me producían hostil perplejidad: no entendía sus esfuerzos, sus conversaciones, no entendía sus relaciones, los embarazos, las horas extras, las colas para comprar el último modelo de móvil, no entendía sus prioridades ni porqué dedicaban tanto esfuerzo a cosas que, desde mi punto de vista, eran tan absurdas. Quizás por eso intentaba excusar mi estilo de vida como un reflejo perverso de lo que los demás querían imponerme; cuando volvía borracho entre semana a las ocho de la mañana y me cruzaba con los rostros abotargados de la gente que cogía el metro para ir a su trabajo pensaba que ahí estaba mi victoria, porque no eran felices, eran piezas de dominó cayendo, vendiendo años, salud y esfuerzo por la pura trasmutación en tuerca, desangrándose poco a poco sin atreverse a pedir la guillotina, a lo sumo disfrutando del escapismo de las compras en un centro comercial los fines de semana. Mi vida era totalmente improductiva y, sin embargo, me sentía superior a todos ellos.

            Mi reduccionismo en aquellos años era de una ternura ridícula, a fin de cuentas tampoco era feliz, solo tenía más tiempo libre que ellos, pero sin metas ni proyectos no servía de mucho. En lo único que empleaba mi tiempo era en ir a la biblioteca casi todos las semanas y sacar libros de Cioran, Joyce, Fante, Schopenhauer, Kierkegaard, Bukowski, Dostoievski, Kafka, Séneca, Sartre, Camus... a veces lo hacía por pura altanería intelectual, lecturas de las que presumir en alguna conversación, pero por suerte la mayoría de los libros me zarandeaban, me hacían pensar, reflexionar, se convertían en obsesión y peregrinaje llevándome de un autor a otro. Supongo que hice de la necesidad virtud y lo convertí en una coartada existencial, como si el tiempo empleado en leer pudiera justificar el hecho de haber convertido el quietismo vital en mantra. El resto del día lo empleaba en fumar hachís, escanciar vino por la alfombra y escribir durante horas.

Recuerdo que por aquella época estaba obsesionado con mi vecina, una auténtica belleza, joven, turgente, altiva, de pelo azabache y sonrisita mordaz. La había pillado una noche dándose el lote con un tipejo en el descansillo del portal y desde entonces me fascinaba. Escribir mis fantasías era más fácil que flirtear con ella o invitarla a salir -pusilanimidad como adjetivación perfecta de mi carácter-, y escribía compulsivamente decenas de relatos dedicados a su culo, su cuello, su enormes tetas, sus ojos, sus pies, su todo; la usaba como fetiche sexual, sin preámbulos, sin ambages, sin diálogos, una mezcla entre el tono de Ryū Murakami en su novela ‘Azul casi transparente’ y Bret Easton Ellis en ‘American Psycho’. Después me masturbaba con violencia, delineando su cuerpo con ansiedad, ondeando el pulso de su sangre como una sinfonía en un océano de oleaje eterno, imaginando su orgasmo como un universo implosionando al borde del abismo.

Esa era mi situación con veinticuatro años, viviendo solo en una casa familiar vacía de renta antigua, embrutecido por una rutina improductiva y a la vez agotadora. A veces mi amigo Carlos interrumpía esa inercia misántropa. Carlos era el rey lagarto, capaz de beber y drogarse sin límites; siempre que salíamos con más gente en algún momento de la madrugada surgían las excusas: el trabajo del día siguiente, el cansancio, la falta de dinero, el local cerrado. Con Carlos nunca, albergaba una devoción absoluta a quemar la noche hasta su último aliento, hasta la última copa en el after más sórdido, hasta la última visita al baño antes de insistir de nuevo con la chica de la barra. Su modus operandi habitual era llamarme frenético decenas de veces hasta que le cogía el teléfono, me explicaba que había tenido un día horrible en el trabajo -spoiler: todos los días eran malos para él-, y necesitaba salir un poco, nada serio, solo un par de horitas para desconectar. Y allá iba yo, apenas las ocho y media de tarde, sin saber cuándo volvería a mi casa. Nada más abrirme la puerta me ofrecía varias rayas de coca de generosa progresión ascendente y una botella de vodka Absolut que pretendía que nos bebiéramos a palo seco, con la única concesión de unos cubitos de hielo. Una hora después ya estábamos frenéticos, gritando incoherencias, huyendo por las escaleras sin esperar el ascensor porque todo se movía demasiado despacio.

En los Bajos de Arguelles existía un garito donde ponían chupitos de absenta. Había de dos clases: supérieure de sesenta y cinco grados y el suisse de ochenta y cinco. No era fácil acostumbrarte a ellos, el hada verde te despejaba de inmediato, como un puñetazo en el estómago. Siempre pedía la primera ronda con una sonrisa condescendiente, como un hombre de mundo que conoce perfectamente cuál es su límite, en mi caso con cuatro chupitos la noche era perfecta, continuaba sin daños aparentes, incluso podía añadir algún chupito de tequila sumergido en una jarra de cerveza mientras reía imbuido en las conversaciones y la música más banales. Pero sabía que a partir del cuarto se producía la desconexión, el despertar magullado y solitario en el banco de un parque sin móvil, o en casa de Carlos, recriminándome en plena resaca toda clase de infamias. Naturalmente, que yo recuerde, nunca salí de ese local sin haberme bebido un mínimo de seis. Supongo, aunque suene a cliché, que quería ver arder el mundo, pero me conformaba con romper con lo sensato, con la zozobra del camino del exceso; a fin de cuentas el alcohol me permitía ser espontáneo, no preguntarme el porqué de las cosas y su falta de sentido, simplemente podía dejarme llevar, vivir a pesar mío. Junto a Carlos me convertía en un forajido, en un anarquista revolucionario con una bomba de relojería en la cabeza, en un poeta que imploraba piedad sexual a las mujeres sin pudor. Y agotábamos la noche, medio afónicos y enfebrecidos, agonizando de placer entre las piernas de alguna improvisada musa, o cayendo sin pudor en un columpio de vómito. Nuestra quimera existencial quedaba atrás, sólo importaba el minuto siguiente, el placer, la sensación de urgencia, la curiosidad, disfrutar de una juventud que se iba quedando atrás sin que nos diéramos cuenta.


Ha pasado más de una década y todavía recuerdo esas noches con agrado, quizás porque las cosas no han mejorado demasiado desde entonces. En la ventana de enfrente se escuchan gritos:
-¡Eres un mierda, ni siquiera eres capaz de encontrar un empleo, me das asco!
-¡¿Cómo eres capaz de decirme eso?! ¡Puta!

Las sirenas se acercan inmisericordes, todo sigue girando a pesar nuestro. Hace años que no sé nada de Carlos, nos distanciamos, empezamos a querer cosas diferentes, a ser diferentes. Normalmente las amistades no se rompen por una terrible discusión, solo es dejadez, indiferencia progresiva. Pero esta noche brindo por ti, drugo del caos. Fueron noches inmortales, y no hubieran podido suceder sin ti.

We can beat them, for ever and ever
Oh we can be heroes, just for one day

domingo, 11 de agosto de 2019

La visita de Manolo.

Siempre que hablo con Manolo por teléfono, un amiguete sevillano que conocí hace años en Barcelona, recuerdo la anécdota de la giganta alemana. Fue una de las primeras veces que vino de verme por Madrid, en aquella época solo quería hundirme en la bebida hasta quedar en estado comatoso, a ser posible en la pútrida soledad de mi habitación; pero él había venido a la capital con ganas de juerga y me obligó a salir al exterior. El plan habitual cuando tenía visitas era empezar a beber en mi casa, cenar algo y, cuando estuviéramos suficientemente alcoholizados, coger el metro e ir a los Bajos de Arguelles y luego ya de madrugada al Heaven, una discoteca gótica de dos plantas que había cerca de Callao, mi lugar favorito de vicio estético y desconexión neuronal.

La primera noche discurría por el camino del exceso habitual y planificado, eran las tres de la madrugada, ya había hecho gala de algunos movimientos espasmódicos en la pista de baile del Heaven durante un par de horas, y me encontraba tumbado en los mullidos sillones de la planta baja degustando el tercer o cuarto vodka con Red Bull observando, entre el anhelo y la desidia, los movimientos lánguidos de la góticas adolescentes en la pista. Había dejado a Manolo solo, obnubilado por el paisaje de estrógenos y lolitas oscuras, y suponía que estaría ocupado acosando toscamente a alguna. Yo no me atrevía a tentar al destino de nuevo, sabía que no estaba en mi mejor momento y que cualquier fémina que me hiciera un poquito de caso provocaría de nuevo en mí la obsesión tóxica, absurda y dependiente, como si ella fuera la única solución a mi caos existencial. Luego durante unos meses sería feliz, la perfección y finalidad anudada a los lunares de su espalda; pero en algún momento empezaría su frialdad, su desapego y finalmente el abandono, los recuerdos insalubres, el dolor, etcétera. Siempre que entraba en ese tipo de bucle mental, con el peligro añadido del abuso de alcohol en lugares públicos, solía recurrir a conversar con mi amigo imaginario Dick Grayson:

- Estoy muy jodido -comenzaba así el diálogo en mi cabeza-, no sé divertirme, no sé vivir; seguramente tampoco sé follar bien, por eso me abandonan todas, qué puedo hacer, ¿castración química, estudiar derecho, aprender a vivir como un mendigo, irme del país? Qué cojones puedo hacer, ¿dónde están las soluciones, a qué puedo recurrir para que toda esta mierda tenga sentido?
- Cálmate joder -me contestaba Dick con su habitual tono displicente-, putos problemas del primer mundo para adultescentes mimados, eres un necio pusilánime al que le falta perspectiva, ¿las mujeres? No seas absurdo, mastúrbate con asiduidad para mantener la libido bajo mínimos y resígnate cada vez que surja la vocecilla: "no eres feliz, cambia tu vida". Es solo la naturaleza humana, odia la tranquilidad.
- Pero yo quiero amor, una musa que se corra conmigo con Yann Tiersen de fondo.
- Claro, pero para ello, ¿estás dispuesto a machacarte en el gimnasio, comprarte ropa nueva, pedir un crédito para un coche decente, en suma, estar a la altura de la hipergamia femenina? Porque la cosa va de eso, no estás en un puto anime donde una nínfula punk sin sujetador va a llamar a tu puerta para hacerte una mamada diaria mientras repite sin cesar lo maravilloso que eres. No existe Madoka Ayukawa. El amor tampoco, solo es una suma de prejuicios culturales, de soledades y precipicios abotargados. Lee a Schopenhauer y recurre a la prostitución, te evitarás problemas.
- Sé que tienes parte de razón, pero es que todos los demás aspectos de mi vida son una mierda, ni siquiera sirvo como esclavo asalariado. Me gustaría vivir en un relato de Bukowski, en Clerks; o en una de esas películas románticas de los ochenta, idealista y con final feliz.
- Tú eres gilipollas, nadie quiere ser Bukowski, solo observar desde lejos cómo se hunde en la miseria, a lo sumo querrías ser su amigo y follarte a sus mujeres. En Clerks la ex del protagonista se folla un cadáver y termina ingresada en un psiquiátrico; y no me hables de las puñeteras películas de los ochenta: te producen nostalgia porque te haces mayor, pero son artificios tan ingenuamente cándidos que necesitarías volver a ser virgen para disfrutarlos como antes. Mira a tu alrededor, casi todo el mundo se esfuerza por mantener su disfraz, pero detrás de todo ese maquillaje hay vidas de mierda como la tuya, seguramente la mitad de estas tías lo único que quieren es que alguien les eche un polvo para poder sentirse un poco especiales durante un rato; en serio, busca otras prioridades vitales.
- Joder, eres muy tóxico, todo te parece mal, solo sabes ver el lado indeseable de las cosas, se supone que estas charlas son para animarme, no para que empiece a buscar una viga para la soga.
- No hay guion, no hay nada escrito. No debemos esperar a que llegue lo que hemos decidido, de forma ingenua, creer que ha de llegarnos. La vida no nos debe nada, no hay nada ni nadie esperándonos salvo nosotros mismos. Puedes intentar perderte en la sublimación intelectual del nihilismo de Heidegger o la náusea de Sartre, pero lo único que sirve es luchar contra tus cobardías habituales y… -hace una pausa y se empieza a reír-, mira, fíjate en Manolo, ¡él sí que sabe llevar la teoría hasta el final!

Advertido por mi psicosis funcional levanté la mirada y quedé sobrecogido por la escena: en mitad de la pista mi querido amigo retozaba sin pudor con una giganta que le doblaba en altura y corpulencia. La hipérbole era tan notoria que cuando se ponía de puntillas para besarla parecía uno de esos pajaritos que alzan el pico hambrientos buscando la comida que trae al nido su madre.

Manolo se me acercó enfebrecido un rato después y me dejó claro que la velada debía continuar en otra parte por lo que, atrapado por las leyes tácitas de camaradería, les acompañé fuera, ambos iban extremadamente borrachos, y cogimos un taxi hacía mi casa. Al llegar me despedí de los dos con gesto cansado y me encerré en mi habitación.

Llevaba un par de minutos metido en la cama cuando unos alaridos demenciales me sobresaltaron. Maldita sea, ¿es que no podían follar como personas normales? Mis vecinos estaban acostumbrados a muchas cosas, pero eran casi las cinco de la mañana y no podía permitirme más visitas de la policía. Fui corriendo hasta su habitación pero al abrir la puerta me quede paralizado: la valquiria cabalgaba con violencia a Manolo, riadas de carne subiendo y bajando a un ritmo atronador, le intuía más que verle, era algo fascinante y repulsivo a la vez. Las ventanas de mis vecinos se abrían iluminando sus caras asustadas mientras la giganta embestía el maltrecho cuerpo de Manolo cada vez con más saña. Tenía que reaccionar y parar esa carnicería, pero cuando entré en la habitación ya era demasiado tarde: la siguiente sentadilla destrozó la cama y bajo el ímpetu sexual de la giganta cayeron juntos al suelo, su abrazo de osa, de mantis religiosa, envolviendo totalmente a Manolo como un pantagruélico caparazón de carne. Eros y Tánatos colisionaron en ese dormitorio hasta que de pronto la gigante gritó: cristales rotos como cornetas del apocalipsis, un extraño gorgoteo anti natura que se prolongó hasta lo indeseable y, por fin, un temblor de magnitud siete cuando se deslizo hacia un lado del suelo boca abajo y, ajena a mi presencia, empezó a roncar casi instantáneamente. También sentí en el aire otro sonido más sutil procedente de nuevo pequeño casanova, por suerte no era un estertor, solo el frágil movimiento de la vida volviendo a sus pulmones. La crisis parecía resuelta por ahora, cerré la puerta y volví a mi habitación.

Al día siguiente la giganta había desaparecido y Manolo se levantó cojeando y lleno de moratones. El dolor de su entrepierna le duró varios días, de lo demás apenas le quedó un recuerdo difuso. Supongo que el cerebro es sabio y necesita combatir los traumas, o quizás todo haya sido una exageración literaria y fue la mejor experiencia de su vida; ¿acaso importa queridos lectores?


sábado, 10 de agosto de 2019

Todos los días pienso en el suicidio, a veces muy intensamente. Es mi particular minuto de odio hacia mí mismo, una salida de emergencia de letrero luminoso que me desahoga con su parpadeo. Y aunque suene fatal es, junto a la masturbación, el mejor momento del día.

Mañana nos veremos, pero sé que algo ha cambiado irremediablemente entre nosotros. Pequeñas palabras y caricias que ya no están, una sensación de frío, de vacío. Antes en mi cuerpo latía un poema, deseo, morbo, ganas de abrazarte, de celebrar una fiesta y perder un poco la cabeza. Ahora, no sé por qué, siento que voy a encontrarme con nuestra despedida, con un viaje que separará nuestros caminos, que no voy a estar cerca de ti, que la pasión ha muerto y nuestra mirada de complicidad entre náufragos ha desaparecido. Y me siento culpable porque a veces quise que ocurriera, quería soltar lastre con esa compulsión de hijo único de querer estar solo sin sentirme solo. Y al escribir esta verdad tan fea me embarga la melancolía, quizás nunca tuve nada qué darte, nada con lo que asirte a mi pecho, sólo poesía de nadie y un rastro de estrella en medio de ninguna parte. Pero a pesar de todo: si quieres bailar, bailaré; y si no, también lo haré.

***

De qué sirve escribir todos los días. De qué sirve el esfuerzo de recorrer las calles de mi memoria si mi cuerpo es un arpa sucia por el que sucede inclemente la serenata del camión de la basura. Sin embargo, al llegar a casa después del trabajo, enciendo el ordenador e intento escribir. No quiero vivir la vida que me toca. No quiero irme a la cama y dejarlo para mañana. No quiero que el día termine así, sin un matiz de relevancia. No busco ni siquiera transcendencia: hace tiempo que maté a mi héroe y sería ridículo intentar revivirlo. Lo que me mueve es el miedo, el miedo al sonambulismo vital.

Por eso sigo deslizándome por el teclado, sin saber muy bien qué va a suceder en la siguiente línea, una huida hacia delante esbozada con cierta histeria, como si la dedicación tuviera un poso de justicia poética y me redimiera de todas las horas muertas apiladas delante de mí. Pero es una dulce mentira, la página en blanco solo perdona a los kamikazes que se lanzan sobre ella con todas sus fuerzas, que no evitan el golpe y acaban con su cerebro desbordado en los márgenes de tinta. Por eso mis dedos, ateridos y sin musa, siguen preguntándose para qué sirve todo este esfuerzo intelectual, toda la quimérica obsesión, si al final son las tuercas, los números con traje gris y dos mil alarmas en su móvil, los que dominan el mundo.


jueves, 8 de agosto de 2019

¿Habrá de nuevo elecciones generales el 10 de noviembre?

Me han hecho esta pregunta de forma anónima en Curious, una plataforma donde se pueden enviar preguntas de todo tipo -os dejo el enlace aquí por si alguien más quiere animarse-, pero me he alargado demasiado en la respuesta y la limitación de caracteres no me permite copiarla entera por lo que pongo aquí, en forma de entrada, por si hay más gente interesada en el tema.

De todas formas comenzaré diciendo que cuando escribo de política siempre fallo en mis pronósticos, por ahí tengo varias entradas advirtiendo sobre el presunto ‘peligro’ de VOX -una idea de campaña que utilizó muy bien el PSOE azuzando el miedo a la derecha para movilizar a su electorado-, pero que al final no ha sido para tanto; aunque no hay que olvidar que gracias a ellos el PP gobierna en Andalucía, Madrid, Murcia, etcétera. Pero volviendo a la pregunta, sí, creo que habrá de nuevo elecciones generales el 10N. Está claro que esa ha sido siempre la intención de Pedro Sánchez: construir un ‘relato’ y vender la idea de que él lo ha intentado pero que no ha sido posible llegar a acuerdos por demérito de los demás. El motivo de esta estrategia es obvia: después de la sentencia del ‘procés’ en octubre será imposible contar con los votos de los nacionalistas e independentistas catalanes y vascos (Bildu unió su campaña con ERC), por lo cual aprobar los Presupuestos y gobernar resultará muy difícil, sobre todo con Ciudadanos y el PP bloqueando todo. 

            Por otro lado lo de gobernar con Pablo Iglesias era algo que no quería ni siquiera probar, sabía que le podía robar el protagonismo y no quería un gobierno dentro de su gobierno. La broma ha durado más de lo necesario porque Pablo Iglesias ha jugado bien sus cartas hasta el final, por un lado veía clara la intención del PSOE de ningunearles, y por otro lado necesitaba capitalizar sus pobres resultados electorales entrando en el gobierno para evitar que en el futuro pudieran cuestionarle y así ganar algo de tranquilidad ante la amenaza de Teresa Rodríguez, los anticapitalistas, la disgregación de su partido y los tweets extemporáneos de Errejón -y su amenaza velada de montar su propio partido a nivel estatal-. Pero al final no ha sido posible, es más, tanto tacticismo burdo y lamentable lo único que han conseguido es el descrédito y la decepción absoluta de buena parte de sus votantes. El peor parado de los dos, en mi opinión, ha sido precisamente Pablo iglesias; fue una buena jugada retirarse a última hora de ese supuesto gobierno de coalición, pero lo arruinó todo cuando convirtió el Congreso en un zoco y se mostró como un diletante mediocre en su última comparecencia.

Dicho lo cual ahora solo pueden darse dos situaciones: o Pablo Iglesias cede y da los votos de su partido gratis, o vamos a segundas elecciones, que es lo que el PSOE siempre ha querido porque confía en sacar mejor resultado y no depender de los nacionalistas. ¿Se arriesgará Iglesias a esta situación, con el partido cuesta abajo en las encuestas, incluso con IU pidiéndole que llegue a un acuerdo? ¿Será tan obtuso, testarudo y soberbio para hacerlo? Es posible, quizás confía en hacer de nuevo una buena campaña, no perder demasiados escaños y volver a ser imprescindible para Pedro Sánchez en otra intentona para ese mal llamado gobierno de coalición.

          Pero el resultado de unas Elecciones Generales depende de demasiados factores, también en España, ¿y si hay demasiada abstención entre el votante de izquierda y la demoscopia optimista que rodea en todo momento al PSOE no es tan acertada, que sucedería si Podemos baja demasiado y entre los dos partidos obtienen menos escaños que ahora? O peor aún, imaginemos que Casado consigue convencer a Rivera y Abascal de ir juntos en coalición para no perder votos, tendríamos un ‘trifachito’ estatal que, a pesar de las salidas de tono de VOX, han demostrado tener la capacidad de llegar a acuerdos para gobernar; de hecho podría darse la situación inversa a las últimas elecciones, con una movilización del votante de derechas ‘asustado’ ante la irresponsabilidad de Sánchez y sus ocurrencias; la última causa rubor: cerrar el Valle de los Caídos, algo que sin duda mejorará la vida de todos los españoles. O, simplemente, que nuestro querido presidente en funciones meta la pata en campaña o durante los debates; a fin de cuentas la gente está muy cansada, la desilusión es palpable, todo es muy volátil, cada vez resultan menos creíbles los gestos demagógicos de la izquierda y, en general, de toda la clase política; cualquier salida de tono se puede pagar con decenas de miles de votos.
           
            España no puede seguir sin gobierno, tiene demasiados problemas que hay que empezar a atajar. Y si eso no fuera suficiente razón para demandar más responsabilidad, en Europa se avecinan varios conflictos importantes: Trump y su guerra comercial con China, un posible Brexit duro en octubre, y la inestabilidad política en otros países, como Italia, que ya han anunciado nuevas elecciones. Pedro Sánchez está actuando de una forma descaradamente burda, también los dirigentes de Podemos, ninguno ha estado a la altura de la responsabilidad parlamentaria que le exigían los votos obtenidos. Por lo tanto, no sé si al final se atreverán a provocar unas nuevas elecciones, ahora mismo veo probable que sí, pero todavía queda un mes y medio por delante. Pero de suceder ya pueden olvidarse de mi voto, no pienso volver a votarles nunca más.

            Añado un artículo de Ignacio Valera; no estoy siempre de acuerdo con él, pero creo que aquí ha estado muy acertado.

Desbarajuste neuronal.

Creo que el problema principal que todos tenemos, y del cual beben todas nuestras crisis existenciales, da igual cuando nos alcancen, es la falta de trascendencia. Es una frustración latente en una esquina del cerebro que aparece cuando menos te lo esperas, puede ser de vacaciones en un resort de lujo cuando desacostumbrado al tiempo libre te pones a pensar en tu vida, puede aparecer también cuando cumples años, cuando te abandona el tercer amor de tu vida, cuando has culminado con éxito un gran proyecto personal, pero una semana después cuando la euforia ha desparecido te sientes vacío de nuevo, o en pleno insomnio a las cuatro de la madrugada; y lo que sientes es frustración, anhelo, necesidad de legado, de significado vital.

            Sería lógico pensar que allá afuera hay muchas formas de afrontar la vida y encontrar esa trascendencia, y por tanto la solución es fijarse un poco más en los demás; pero siempre me ha dado la impresión que la mayoría de la gente está obsesionada en promover una integración homogénea y grisácea de postulados y prioridades ya establecidos, es decir, ser una burda copia de los demás en una sociedad que no tiene en cuenta sus potencialidades personales. La paradoja es que luego desean diferenciarse en las cosas más superficiales, un proyecto de vida basado en presumir de sus compras compulsivas, su coche, su ropa o las caras vacaciones que realizan a lugares exóticos y cuya moda va permutando cada año. Mi reduccionismo, ¿está provocado porque la gente me aburre o porque me resulta demasiado esfuerzo salir de mi zona de confort? Quizás las dos cosas. El otro día quedé con un grupo de diez personas que conocí a través de un grupo de WhatsApp de actividades por Madrid, la tecnología ayudando a los ineptos sociales. No estuvo mal, pero tampoco creáis que mi risible y endeble atalaya es lo único que alimenta mi cinismo, lo cierto es que a mí edad es más complicado hacer amigos; claro que puedes encontrar gente afín que le emocionan las mismas cosas que tú consideras importantes, incluso que entiendan el estado anímico de mierda en que habitualmente estás, pero al final tiendo a que las cosas se disgreguen. Con las mujeres es diferente, el aliciente del sexo es lo único que logra superar mi tedio cortoplacista.

De hecho, la semana pasada conocí a una mujer gracias a una aplicación de ligoteo: un poco de charla, intercambio de teléfonos, de fotos, de opiniones. Todo muy aburrido. Pero ahí estaba la necesidad sexual pujando en mi interior, la imaginación forzando imágenes de los dos desnudos, sudando, esforzándonos por llegar al cisma, a esos segundos de placer en los cuales nada importa, al soma de la otredad. También hay que tener en cuenta la reafirmación personal: alguien aceptando tu cuerpo, tus taras físicas, tus fluidos. Antes era más complicado pero a la vez más satisfactorio, el romanticismo llenaba de trascendencia un acto físico de celo sempiterno; convertía un confuso acto de necesidad animal en algo más; hacía más fácil perpetuar nuestros genes, esclavizar nuestro futuro por un linaje genético aceptable, salir de nuestra isla de soledad para proyectar un plan socialmente aceptable.

            Al final quedé con esa mujer. Vivía sola, cuarenta años, soltera desde hace año y medio, sin hijos, de belleza insulsa. Todas sus piezas mentales parecían correctas, aunque previsibles: un poco feminista, un poco de izquierdas -aunque no fue a votar en las últimas elecciones-, teleoperadora a pesar de haber estudiado una carrera de integración social, con un ligero rencor hacia los hombres que disimulaba presumiendo de ir al cine o de vacaciones sola. Las mierdas habituales. Como decía, todo este sobreesfuerzo era por pura necesidad sexual, algo en lo que también coincidimos porque después de algunas cervezas me invitó a su casa. Aunque acepté, creo que una parte de mí estaba más interesada en poder contar algo al día siguiente que en la experiencia en sí. 

            
            Ahora tocaría un poco de narración erótica, pero fue un polvo bastante aburrido. Estoy acostumbrado a follar fuerte y duro, que escrito así parece que me creo Christian Grey y no salgo de casa sin mi fusta y las esposas a juego, pero no encuentro otra forma de resumirlo. Ella, sin embargo, tendía más a un romanticismo de misionero silencioso, una gestión más suave y lenta, con besitos en el lóbulo de la oreja. Lo molesto de la falta de afinidad sexual es que sueles descubrirlo cuando ya estás desnudo encima de la otra persona.

            Recuerdo que hace años leía el blog de una chica que estaba obsesionada con tener pareja, escribía bastante bien y contaba con pelos y señales todas sus frustrantes aventurillas sentimentales. Escribía casi a diario, y un día tuvimos una pequeña discusión porque le dije que escribir de forma compulsiva era un síntoma claro de insatisfacción, o al menos una de las causas más evidentes. Ella, naturalmente, lo negó, pero unos meses después conoció a alguien especial -además de forma muy romántica y apasionante, en mitad de una viaje que se había organizado sola por EEUU-, y fue dejando progresivamente de escribir. A ver, seamos sensatos, ¿quién tiene tiempo para recordar todas las banalidades cotidianas del día, cuando estás demasiado ocupada siendo feliz? Recuerdo que antes de encontrar el amor escribió una frase entre el pesimismo y la broma indulgente: “Tengo miedo de acabar vieja y sola, morir y convertirme en comida para mis perros”. Seguramente no era su intención pero guardaba reminiscencias con la película ‘Soylent Green’. A mí no me preocupa demasiado, creo que al final lo de tener pareja es solo una distracción, algo que tiene la potencialidad de ser positivo o negativo en tu vida, depende de a quién escojas, pero que no puede, a medio y largo plazo, solucionar el problema que planteaba al principio: la falta de trascendencia. Y no, los hijos no cuentan, son solo otra distracción necesaria para la perpetuación de la especie, pero de un esclavismo brutal y adocenado.

Pero sí, la falta de trascendencia, de pudor existencial, la incapacidad de dotar a nuestra vida de significado real, ese es el mayor problema, eso es lo que nos rechina, eso es lo sentimos cuando conseguimos aquello que nos venden como felicidad y nos damos cuenta que ha sido solo una burda distracción que nos frustra aún más. Pasan los años y nos convertimos en sonámbulos, olvidamos nuestros sueños y pasiones, nos reducimos y rendimos, nos adaptamos al ‘sálvese quien pueda’ de una sociedad que nos obliga a sobrevivir y vivir al día, desalentando nuestro interés en asuntos de improductiva metafísica. Pero aun así, en nuestro fuero interno, como decía al principio, la intrascendencia nos alcanza y nos condena. Nos hace infelices. Nos mata lentamente. Nos convierte en comida de perro.

Vaya, cuanta intensidad, tendréis que perdonarme, me he dejado llevar. No me hagáis caso, estamos vivos, ¡muy vivos!, con un montón de cosas importantes por hacer en este jueves vulgar de principios de agosto. De hecho, voy a dar ejemplo, dejaré de escribir y limpiaré el arenero de mi gata; parece el lugar más razonable -entre la mierda- para empezar a buscar un poco de mi perdida trascendencia.