sábado, 16 de julio de 2022

El filósofo es el único rebelde que siempre triunfa desde el interior, por eso, si tengo que elegir entre Espartaco que se rebela y odia, y Epicteto que parece resignarse y perdona: siempre con Epicteto.

Antes de los sueños llevaba una vida monótona: madrugar, conducir como una zombi hasta la oficina, varias horas de trabajo hasta que llegaba la hora de la comida y calentaba mi tupperware en el microondas, charla banal con mis compañeros, retomar el trabajo hasta las cinco de la tarde, y luego volver a casa, quizás una visita rápida al supermercado para hacer algo de cena decente o, si el cansancio no me lo impedía, quedar con alguna amiga o tener alguna cita con alguien decepcionante de Tinder con el que, a pesar de todo, terminaba acostándome solo para sacudirme el sopor de la semana. Tampoco es que el fin de semana supusiera demasiada novedad en mi vida, de hecho, lo aprovechaba para descansar, llenar la nevera, limpiar un poco mi casa y ponerme al día de todas las series de Netflix que seguía. También iba cada dos semanas a una psicóloga, un par de compañeras de la oficina me lo habían recomendado, y creía que hablar con alguien me ayudaría a librarme de mi sempiterna desidia vital, aunque de momento no había conseguido ningún progreso.

Fue hace dos meses cuando tuve mi primer sueño lúcido. Estaba en un avión, no sabía el destino ni por qué estaba allí, pero lo aceptaba con normalidad, como quien entra al cine a mitad de la película e intenta llenar los huecos de la historia sobre la marcha. A pesar de las turbulencias hablaba con mi compañero de asiento con tranquilidad. Era un hombre maduro, de pelo corto, con bastante canas en las sienes y barba de dos o tres días; las gafas de pasta negra pasadas de moda le daban un aire intelectual muy atrayente, también su forma descuidada de vestir, como si hubiera cogido cualquier cosa del armario sin prestar demasiada atención. Pero lo mejor era su voz, me tenía fascinada, era profunda, varonil, pero a la vez suave y aterciopelada; además, hablaba de forma pausada, sin estridencias.

En mitad de un silencio cómodo me sonrió y dijo que era un maleducado, que ni siquiera se había presentado. Cuando me dijo que se llamaba Marcos me dejó descolocada, pero no debió de notarlo porque enseguida me preguntó si era la primera vez que iba a Nueva York, que esperaba que hubiera cogido ropa de abrigo porque en septiembre hacía bastante frío. Tuve un pálpito y cogí uno de los periódicos que había repartidos por todos los asientos: sí, la fecha coincidía, desde luego era un sueño muy retorcido, pero seguí hablando sin mostrar nerviosismo. Sí, le contesté, era la primera vez, llevaba mucho tiempo planeando este viaje, aunque ahora ya no me hacía tanta ilusión. Me observó con intensidad, con un silencio discreto, y noté que me ruborizaba ligeramente. Mi primera impresión había sido acertada: era un hombre con un atractivo especial, y tenerle tan cerca despertaba mi lado más juguetón y sensual, tenía ganas de coquetear con él, de implicarle en ese juego de seducción, tan en desuso hoy en día, en el que cada gesto, mirada o comentario tiene connotaciones sexuales, aunque luego no quieras hacer nada.

Dos horas después, aunque quizás no tardé tanto en decidirme, la percepción del tiempo en el sueño era imprecisa, estábamos follando en los baños del avión. En la vida real nunca me hubiera planteado algo así, era bastante puritana, pero la impunidad del sueño me desinhibía, y el morbo de la situación provocó que, a despecho de la mediocridad sexual de mi vida real, me corriera con intensidad un par de veces. Nada más terminar y cuando todavía me estaba recomponiendo la ropa, el avión empezó a caer con mucha velocidad, taponándome los oídos. Dentro del baño escuchábamos los gritos, y la histeria del resto de los pasajeros; observé a Marcos, pero aunque percibía la inquietud en su mirada, no parecía asustado. Quise despedirme, pero solo me dio tiempo a darle un beso antes de que nos estrelláramos contra una de las Torres Gemelas.

Cuando se lo conté a mi psicóloga me aseguró con displicencia que no tenía importancia, seguramente me había sugestionado con algún documental, y sugirió que tomase melatonina e hiciera un poco más de ejercicio antes de acostarme. Salí un poco decepcionada por su falta de intuición, y eso que llevaba yendo a su consulta más de dos años. Sí que tenía importancia, sobre todo porque era la primera vez que tenía un sueño erótico con alguien que no fuera mi hermanastro, mi primer y único gran amor, el cual, curiosamente, también se llamaba Marcos.

Todo comenzó cuando tenía trece años, mi madre se había vuelto a casar y nos mudamos a la casa de su nuevo marido, y fue allí donde conocí a Marcos. Él tenía diecisiete años y, aunque suene tópico, era diferente a todos los demás chicos, no solo porque le gustaba escribir poesía, o actuase de forma impecable en su papel de hermano mayor responsable y atento, sino también por su forma de existir, de moverse, sus extrañezas, las opiniones que dejaba caer en nuestras conversaciones sobre arte, música o cine, y que yo memorizaba para intentar atrapar esa pequeña parte de su universo. También me atraía su obsesión por vestir casi siempre de negro, por esconder un cuerpo perfecto y musculado detrás de una lánguida pose trágica. Eso no le impedía ligar bastante, y yo odiaba con intensidad a todas las mujeres que aparecían por nuestra casa, aunque se aburriera de ellas a las pocas semanas y su recuerdo se redujera a unos cuantos mensajes desesperados en el contestador. Mi madre a veces le amonestaba, decía que las utilizaba, que no sabía comprometerse, pero yo le justificaba: ninguna estaba a su altura, nadie lo estaba.

Aún recuerdo con viveza aquel fin de semana: me despertó de madrugada el ruido de la ducha y salí adormilada de mi habitación; la puerta del baño estaba entreabierta, seguramente había estado de fiesta y quería despejarse. Me apoyé en la puerta y le observé, era la primera vez que veía a un hombre masturbándose y su efecto en mí fue inmediato: algo oscuro y ardiente se extendió por todo mi cuerpo, quería entrar ahí, necesitaba que me poseyera, que extirpase a la niña y me convirtiera en una mujer. Tuve que clavarme las uñas en las palmas de las manos para controlarme, pero no pude evitar seguir ahí, quieta, fascinada, observando durante unos minutos más cómo se tocaba, de esa forma tan brutal y mecánica que tienen los hombres, hasta que empezó a gemir con una sensualidad que me hizo temblar de placer. Y tal vez fue mi imaginación, quizás ni siquiera sabía que estaba ahí, pero entonces giró la cabeza para mirarme y sonrió, lo que me sacó de mi estupor y me hizo salir corriendo hasta mi habitación y cerrar la puerta. Al día siguiente, cuando coincidimos en el salón, no capté ninguna mirada, ningún gesto que revelase nada, pero ese recuerdo estuvo conmigo a partir de entonces todas las noches, ensortijado entre mis dedos húmedos de lujuria.

Por desgracia, a partir de entonces noté en él cierto distanciamiento, como si se sintiera incómodo en mi presencia; en muchas ocasiones quise hablarlo, pero no sabía qué decirle, cómo expresar mis sentimientos; me sentía una niña a su lado, no quería que se riera de mí. O tal vez yo no tenía nada que ver con su cambio de actitud, quizás se sentía insatisfecho con su vida, desubicado. En cualquier caso, a los pocos meses anunció a toda la familia que le habían concedido una beca para estudiar en Nueva York y que había decidido aceptarla. Me quise morir, fue algo horrible, de vivir juntos pasamos a solo vernos en las fiestas familiares; y lo peor es que me sentía culpable, como si en cierta forma yo hubiera provocado todo esto. Seguí obsesionada con él durante toda mi adolescencia, y aunque tuve algún novio, eran relaciones muy superficiales, le tenía tan idealizado que era imposible que nadie pudiera desplazarlo de su altar.

Pasaron los años y un día, de forma sorpresiva, ni siquiera le había visto las últimas Navidades, me llamó y me invitó a ir a verle. Yo iba a cumplir dieciocho años a finales de ese mes, y me dijo que ya había hablado con nuestros padres, y que él se encargaría de recogerme en el aeropuerto y hacerme de guía turística; además, añadió de forma criptica, me lo debía, ya era hora de que viviera una pequeña aventura. Casi me desmayo de la emoción: la siguiente semana fue una locura entre hacer las maletas, solicitar el pasaporte y, lo reconozco, resucitar viejas fantasías. Ya no era una niña, y necesitaba darle un sentido a nuestra historia, y qué mejor lugar que allí donde nadie nos conocía y éramos libres de hacer cualquier cosa. Sin embargo, un día antes de coger el avión recibí otra llamada que cortaría mi vida en dos: Marcos había tenido un accidente de coche y había muerto horas después en el hospital. Lloré durante semanas, meses, apenas comía, apenas vivía. Me regodeaba en el dolor, un dolor tan punzante, tan extremo, que mi familia, desbordada por la preocupación, estuvo a punto de internarme en un psiquiátrico. Comencé a tomar antidepresivos, una dosis bastante alta, la única forma de anestesiarme; después, por pura supervivencia, intenté esconderme en otros cuerpos, en otras drogas, en una vida cauterizada y sin sentido, pero que, a fin de cuentas, era la única vida que tenía.

Hasta que, doce años después, empezaron estos sueños. El primero fue el del avión, pero luego he tenido más, todos más o menos parecidos. El escenario cambia, puede ser un tren, un autobús, un edificio, una cafetería, pero siempre estamos Marcos y yo, conversando tranquilamente, ajenos a todo lo que acontece a nuestro alrededor, como si hubiéramos sido amantes hace muchos años y ahora intentásemos compensar el tiempo perdido redescubriéndonos el uno al otro. Y al poco rato, de forma ineludible, él, yo, o incluso los dos a la vez, insinuamos con una sonrisa procaz que ya ha llegado el momento, y nos metemos en cualquier lugar para hacer el amor, siempre como preámbulo de la muerte, porque todos los sueños terminan igual: un atentado, un accidente, un incendio, un terremoto, e incluso un tsunami arrasándolo todo.

El problema es que cuando me despierto, totalmente mojada y con agujetas en las piernas, la vida real me parece insustancial y aburrida. No tengo ganas de ir al trabajo, ni de hacer nada, es como si vivir solo tuviera significado cuando sueño con él. Nadie había conseguido superar el fantasma de Marcos, ni me había susurrado en catalán que mataría monstruos por mí. Pero tengo miedo, ¿por qué siempre termina todo en accidentes mortales, es una metáfora freudiana sobre el orgasmo? ¿Por qué tengo la sensación de que él es real, de que estoy soñando dentro de su sueño, o él dentro del mío, qué sucedería si pudiéramos vernos en persona?

El solo hecho de reflexionar sobre todo esto me está volviendo loca: solo son sueños, sublimación onírica de mi vacío afectivo, del dolor sin cicatrizar que me produjo la muerte de Marcos en mi adolescencia. Joder, tengo treinta años, debería ser más racional, mantener la compostura y, si es necesario, volver a los antidepresivos; lo que no puedo hacer es dejarme llevar por mis fantasías, comprar un billete de avión y presentarte en Barcelona a una cita con alguien con el que sueño, eso es completamente absurdo. Pero aquí estoy, paseando nerviosa a las once de la noche por la plaza de Sant Felip Neri, dándole vueltas a todo, pero también dudando de si el conjunto de suéter rojo y falda de cuero me favorece o tendría que haber elegido otra cosa. No sé qué me da más miedo, si el hecho de que él venga, o que intenten avasallarme un par de ingleses borrachos.

El sonido de unos pasos a mi espalda interrumpe mis reflexiones, sea quien sea se acerca hacia mí con decisión. Estoy tan nerviosa que no me atrevo a girarme. De pronto su voz, la misma voz de mis sueños, tan parecida a la de Marcos, penetra en el silencio de mi vida: “¿Irene, eres tú?".

miércoles, 6 de julio de 2022

Tímido e inconcluso poeta, marioneta consciente que confunde ternura con humedad afónica, cumplir años con sustituir un corazón de fuego por uno de piedra.

Son las tres de la madrugada, otra noche de amargura y alcohol barato. El nudo de mi pensamiento es que todo ha salido mal en mi vida, pero el problema real es que tengo que seguir, y seguir, y seguir, y por desgracia hace tiempo que me invade una desesperanza resentida. Por eso, cuando el impertinente timbre del móvil rompe el silencio, solo una ligera curiosidad malsana me mueve a buscarlo entre mi ropa. Sin embargo, no puedo evitar pegar un respingo cuando reconozco el número de teléfono: Helena. Meses sin saber de ella y ahora, de pronto, ahí está, solo tengo que aceptar la llamada y su voz entrará de nuevo en mi vida. El Übermensch ha muerto, ¿acaso puedo resistirme?

Helena: Qué tal Rorschach… solo quería decirte que estoy cansada de cruzarme con pollas sin talento. Mi coño es incapaz de soportar más decepciones, creo que mi única opción es volverme lesbiana y adicta a la masturbación.
Rorschach: Me encantan tus frases preparadas, pero tu única adicción es llenar vacíos existenciales con desgarros vaginales. Tu cinismo no conseguirá embaucarme esta vez.
Helena: A mí me encanta tu refinamiento. Quiero que descubramos juntos hasta donde alcanza mi deseo, he descubierto una parte oscura que solo puedo sacar contigo, quiero que me domines, que saques la furcia que hay en mí, la puta que quiere comerte la polla de rodillas, lamerte los huevos, apretarte dentro de ella, la golfa que necesita tu semen deslizándose por su cara, la que quiere llorar de placer atada a la cama y perder el miedo dejando que tortures su cuerpo con tus perversiones.
Rorschach: Me gusta vivir el presente, querida Helena, pero tú ya no vives aquí, te largaste de esta apestosa ciudad dejándome solo con mi locura. Eres desleal y caprichosa, ¿y pretendes ahora que bailemos juntos en el jardín en llamas de tu lujuria?
Helena: Acepta mi videollamada, bastardo, me voy a abrir para ti, voy a jadear para ti, voy a ser tu maldito juguete sexual…
Rorschach: Sucia meretriz… -me tiemblan las manos cuando acepto su solicitud, y unos segundos después veo a Helena masturbándose con furia en mi pantalla-. Ahora entiendo el plan maestro de las élites: a la mierda la intelectualidad digital, solo queremos utilizar la tecnología para darnos nuestro chute de endorfinas diario.
Helena: Olvida tus putas paranoias nihilistas y sácate la polla. No enfoques tu cara, necesito ver cómo te masturbas.
 
        Todo resulta demasiado morboso: coloco el móvil a la distancia adecuada y empiezo a tocarme con lentitud. Helena coge un consolador enorme, quizás uno de los que le regalé cuando vivía conmigo en Madrid, lo pone al máximo de vibración y empieza a follarse con violencia.
Helena: ¿Quieres que gima tu nombre? ¿Qué necesitas?
Rorschach: Me alegra que, a pesar de cosificarme, me des algo de iniciativa -le contesto con calma, aunque siento mi polla a punto de estallar-. Miénteme, dime que me quieres, que amarme era demasiado doloroso para ti y por eso te fuiste.

        Entorna los ojos, se frota el clítoris con desesperación mientras hace desaparecer entero el consolador dentro de ella, mientras gime mi nombre con un placer turbio y doloroso. La lasciva imagen se emborrona en mi cerebro, es un frenesí, una obra de arte incendiándose lentamente. De repente, como si la atravesase un témpano de hierro fundido, arquea la espalda hasta el infinito y exhala un largo suspiro.
Rorschach: Maldita puta, no he terminado, sigue, sigue hasta que te sangren los dedos. Ella, obediente, se acerca aún más a la cámara y se pone a cuatro patas; su cuerpo es un abismo de lubricidad resucitado, un acto de vudú esclavista. Juguetea con su saliva y, con una sonrisa condescendiente, se mete el pulgar en el culo y comienza a masturbarse de nuevo.
Helena: Me encantaría estar ahí -me dice entre gemidos-. Joder, me encantaba cuando te descontrolabas, me rompías la ropa y me violabas contra el suelo. Nunca me he sentido más degradada y excitada a la vez. Lo que más echo de menos es cuando me agarrabas la cabeza y me obligabas a lamerte el culo y luego me ahogabas con tu polla hasta que sentía que me iba a desmayar.

Rorschach: No te pongas romántica, fuiste tú quien huyó, quien no pudo seguir a mi lado. Quizás fue lo mejor: solo éramos dos cuerpos chocando en la oscuridad, sin redención ni salida. Ahora solo intento cubrir el agujero de desesperanza que has dejado en mi interior.

Helena: Mierda, sigue hablando, cómo me excitas, cabrón -cierra los ojos y su mano desaparece entera en su interior-, te siento tan dentro de mí, llenándome totalmente, me encanta el dolor que me provocas…
Rorschach: Bienvenida al sexo de Huxley, a la ausencia de ideales, al semen caliente y espeso sobre tu rostro granulado, al andamiaje de mentiras, al cadáver de la nada…
Empieza a gemir cada vez más fuerte, hasta que su squirting, con una hermosa parábola, baña el objetivo de la cámara del móvil enturbiando la imagen.
Rorschach: Sin darte cuentas has conseguido crear una metáfora pornográfica de aquella frase sobre las lágrimas en la lluvia que dijo Roy Batty en Blade Runner.
Helena: 
Me ha encantado, poeta -me contesta con voz agotada-, pero mañana tengo que madrugar. Au revoir.

        Su imagen desaparece y la oscuridad vuelve a reinar en la habitación. Miro el reloj: son las cuatro de la mañana. Me tumbo en la cama y, durante unos segundos, dudo de si realmente he estado hablando con ella o solo ha sucedido en mi cabeza. En cualquier caso, ¿qué más da? La metáfora de mi decadencia es esta insalubre falta de pasión en forma de polla flácida; ni siquiera un orgasmo podría salvarme. Aunque, ¿acaso tuve alguna vez fe en mi propia salvación? Au revoir, bella dama.