lunes, 26 de octubre de 2020

Ya disponible en Amazon mi novela ‘El soldado que siguió más allá del río Ganges’

Como algunos ya sabéis en noviembre del año pasado -como pasa el tiempo-, me puse en serio a escribir una novela, con su escaleta, sus horarios de trabajo, su planificación, su ‘esta vez lo terminas salga lo que salga’, etcétera. Seis meses después la envié a mis lectores cero, y a principios de julio la registré en el Registro Territorial de la Propiedad Intelectual con las correcciones que me habían enviado. Para mí el trabajo ya estaba hecho: me había propuesto el reto de salir de mi zona de confort, demostrar que podía terminar un proyecto de esa envergadura de forma satisfactoria, y eso fue lo que hice. Pero hace un mes empezaron a insistirme en la idea de maquetarlo, que no podía abandonar la novela en una carpeta de mi disco duro, que debía hacer un esfuerzo y compartirla, dar la posibilidad de leerla en papel. Y como la voz femenina en cuestión era muy convincente me puse a ello.

Para hablar un poco de la novela qué mejor que copiar directamente la pequeña sinopsis de su contraportada: “Marcos, a pocos meses de cumplir los treinta años, siente que vive inmerso en la decadencia, incapaz de reaccionar, como si ya fuera tarde para todo lo importante: su trabajo de teleoperador le causa cada vez más ansiedad, su proyecto de novela es un fracaso, su novia le ha dejado por teléfono y sus dos únicos amigos parecen tan perdidos como él. Sin embargo, cuando ya se ha resignado a esa apatía vital, un encuentro fortuito le cambiará la vida para siempre…”

La novela tiene treinta y ocho capítulos, 418 páginas en total. Los primeros diez capítulos -cien primeras páginas- tienen el tono habitual en mi blog, pero a partir de ahí la novela cobra vida, y voy añadiendo y cambiando cosas de la escaleta demasiado a menudo, convirtiendo progresivamente el leitmotiv de la novela en una historia de amor y redención que quizás no sea del gusto de todo el mundo, o al menos no de los que esperan algo mucho más oscuro y cercano al realismo sucio de Bukowski. Sin embargo, creo que tiene muchas otras cosas a su favor. Cuando digo que he estado seis meses trabajando, me refiero a estar un mínimo de dos horas todos los días, a cuidar muchísimo el lenguaje, a reescribir tres borradores, a meter cientos de referencias a la cultura pop de los ochenta, a hablar de cine, literatura, música -hay cierta obsesión sempiterna por Billie Eilish, y tengo varias listas de Spotify con la música que aparece en la novela para quien le interese-, y filosofía. Mis personajes no son idiotas, no hay diálogos, ni situaciones al azar, todo tiene un intencionalidad. Me he esforzado por escribir la novela que me gustaría leer, y eso me ha hecho ser muy exigente en cosas que quizás, para otra persona, no tendrían demasiada importancia, pero que para mí como lector-escritor eran esenciales.

Vamos al precio. La novela en papel tiene un precio de 9,95€, aunque Amazon siempre hace un descuento del 5%, por lo que se queda en 9,45€. Para explicar cómo funciona Amazon, os comento un poco los entresijos: debido al número de páginas la impresión cuesta 5,82€, a esto hay que sumar el dinero que Amazon se adjudica, por lo que el precio se quedaría en 9,57€, a lo que hay que sumar el IVA; en resumidas cuentas: no gano nada. Es obvio que lo podría poner a 15€ y monetizar -una de las palabras de moda del siglo XXI-, pero como dije desde el principio la intencionalidad de este proyecto es estrictamente personal, ponerlo a la venta es secundario, por lo cual estoy contento por dar todas las facilidades posibles a cualquier incauto que siga siendo fetichista de los libros en papel y quiera tener un ejemplar en su casa. En cuanto a la versión digital la he puesto a 2,95€, por si alguien quiere leerlo en un eReader. Si no tenéis un Kindle con el programa Calibre es fácil la conversión a ePub, no le he puesto DRM, lo he comprobado y queda perfecto; también hay páginas online para hacerlo. De todas formas si tenéis algún problema me mandáis un mail y os envío el archivo en ese formato.

La maquetación la ha realizado mi novia Helena, por lo cual desde aquí mi agradecimiento eterno, no me veía capaz de meterme también en eso xD Decir que lo hemos revisado varias veces, puliendo cada detalle, la elección de la portada, la fuente, índice, separación de capítulos, etcétera. Ya hemos comprobado el libro en físico y también en formato digital, por lo cual no ha sido simplemente convertirlo con el programa de Amazon y ya está, llevamos un mes con ello. Con todo, si alguien ve algún problema o errata que me lo indique y lo corregiremos inmediatamente.

Y creo que eso es todo. Reconozco que hay mucha sublimación y obsesión por temas muy personales, pero las cuatro personas que de momento la han leído han coincidido en que resulta muy entretenida y adictiva, sobre todo en la parte final. Espero que si os animáis a comprarla -enlace directo en la parte derecha del blog pinchando en la portada y en la imagen de esta entrada- la disfrutéis tanto o más que yo al escribirla.

viernes, 23 de octubre de 2020

Reflexión sobre Kimagure Orange Road e Izumi Matsumoto

Ayer por la noche un amigo me avisó de que Izumi Matsumoto, el autor del manga Kimagure Orange Road de enorme éxito a finales de los ochenta, había fallecido. Me dio mucha lástima, sobre todo porque había tenido la oportunidad de conocerle en persona, fue en 2010, le habían invitado al XVI Salón del Manga de Barcelona y me sorprendió que se mostrara en la ronda de preguntas tan amable, sincero y humilde. Unos días después investigué sobre su vida y descubrí que llevaba sin dibujar desde 1999 porque sufría de fuga espontánea de líquido cefalorraquídeo, lo que le provocaba unos terribles dolores de cabeza, lo que le obligaba a pasar ingresado en el hospital varias semanas debido al dolor; tardaron casi cinco años en darle un diagnóstico, lo que sumado a otras complicaciones posteriores de salud acabaron con su carrera como dibujante.

No pensé mucho más en ello y me acosté enseguida, aunque resulte insensible decirlo las noticias de fallecimientos de gente famosa son demasiado habituales en esta pandemia. Sin embargo, una parte de mi cerebro se negaba a descansar, en realidad, sí me había afectado la noticia, y en un rapto proustiano que agudizó mi insomnio comencé a recordar los años en los que estuve obsesionado con la serie. De hecho, si tuviera que elegir una palabra para hablar de esa época escogería soledad. Y es que ser hijo único, sobre todo cuando tu familia es totalmente disfuncional y estás demasiado aislado, resulta bastante complicado. Por fortuna tuve una de las mejores formas de escapismo del mundo: la televisión. Mi infancia y parte de la adolescencia se fundió en escenas de películas que veía una y otra vez: un gremlin explotando en el microondas, Han Solo respondiendo Lo sé antes de quedar congelado en carbonita, una canción de Leonard Cohen sonando en una emisora ilegal de radio, Rocky ganando el combate de su vida, Jack Nicholson volando sobre el nido del cuco, los westerns de Sergio Leone, el baile sensual de Gilda, Conan cortando cabezas, Paul Newman comiendo cincuenta huevos, Sherlock Holmes resolviendo los crímenes de Jack el Destripador, Humphrey Bogart en un aeropuerto lleno de niebla, el macarra con corazón alzando el puño mientras suena Don't You (Forget About Me) o Dante y Randal discutiendo sobre Star Wars; incluso en Navidades tenía mis favoritas, destacando la que protagonizaba James Stewart que terminaba llorando de emoción rodeado de su familia y amigos.

        Pero con catorce años lo que más me marcó fue devorar todas las series de anime que emitieron en Tele 5 y Antena 3 a principios de los noventa. Podría citar miles, como Ranma ½, Caballeros del Zodiaco, Oliver y Benji, Transformers, City Hunter, Rurouni Kenshin o Bateadores, pero hubo una que se grabó a fuego en mi memoria: Kimagure Orange Road. Se emitía a diferentes horas, sin un criterio de programación serio, de hecho, ni siquiera pude ver el final hasta un par de años después, pero sus episodios solían ser autoconclusivos y la base argumental, muy sencilla de seguir, giraba en torno al triángulo amoroso de los protagonistas: Kyosuke, un muchacho tímido e indeciso que acaba de mudarse a una nueva ciudad y que tiene multitud de poderes -telequinesis, viajar en el tiempo, cambiar de cuerpo, hipnosis, teletransportación-, los cuales solo le sirven para meterse en problemas todo el tiempo; Hikaru Hiyama, una chica jovial y alegre un año más joven, que se enamora perdidamente de él; y, por último, Madoka Ayukawa, de personalidad reservada y fría, que mantiene durante la serie una lucha interior entre su amistad con Hikaru y los sentimientos crecientes hacia Kyosuke. Hay muchos secundarios que enriquecen la historia, como las hermanas pequeñas de Kyosuke, Manami y Kurumi, amigos de instituto e incluso rivales en el amor de las protagonistas.

        Además de su mezcla perfecta de romanticismo, comedia y ciencia ficción la serie destacaba por el diseño de personajes de Akemi Takada, que en aquel momento estaba en el cenit de su carrera, sobre todo por el magistral trabajo que realizó con Madoka Ayukawa, mejorando el dibujo de Izumi Matsumoto y consiguiendo transmitir su fascinante y carismática belleza. Como curiosidad, su apellido lo componen dos kanjis: ‘ayu’, que es un pequeño pez plateado, y ‘kawa’, literalmente río; el reflejo de esos peces en los ríos produce que a veces el agua brille como la plata y después oscurezca su tono, metáfora perfecta del carácter ciclotímico del que hacía gala. Izumi Matsumoto consiguió crear a una de las primeras chicas tsundere de la historia del manga japonés, un personaje femenino cuyo comportamiento al principio es frío y hostil, pero que según avanza la serie iba desvelando su lado más tierno y sensible. Madoka atrae y fascina a Kyosuke desde su primer encuentro, pero también el espectador cae en su influjo, y no solo por su acusado sentido de la justicia, su pasado de pandillera, la melancolía con la que toca el saxofón o su feminismo autosuficiente, sino también por cómo en ocasiones se desprende de su coraza y se muestra frágil e insegura ante sus propios sentimientos, por ese romanticismo que permea muchas de sus excesivas reacciones y, en resumen, por su perfecta imperfección.

        Supongo que hablar con tanto entusiasmo de un personaje de anime no me deja en buen lugar, pero, seamos sinceros, ¿nunca habéis deseado cuando erais jóvenes que vuestro personaje literario favorito, o el protagonista de alguna película, existiera de verdad? ¿Nunca os ha fascinado la magia que desprenden algunas historias, que parece llegar a tu vida en el momento adecuado, hasta el punto de sentirlas más reales que todo lo que te rodea? Pues así me sentía yo cuando descubrí la serie en mi primer año de instituto, y quizás eso explique en parte por qué me afectó tanto lo que sucedió más tarde con Marta, una compañera de clase. Lo primero que tengo que indicar es que Marta parecía una encarnación viviente de Madoka: el pelo largo negro azabache, ojos verdes, más alta y voluptuosa que sus compañeras; y, por si todo lo anterior no fuera suficiente, practicaba taekwondo y quería ser médico forense, una sublime excentricidad. El flechazo fue brutal, no podía dejar de fantasear con ella, pero, aunque me tenía completamente idiotizado, era incapaz de decirle nada en clase. Por suerte, a los dos meses de comenzar el curso, Sara, otra compañera de clase con la cual sí me relacionaba, me invitó a su cumpleaños, y acepté cuando me enteré de que Marta también pensaba ir.

        Llegó el deseado viernes por la tarde y, después de acicalarme con esmero, salí a la calle dispuesto a afrontar el desenlace que, en mi cabeza, sería igual que en las películas románticas de los ochenta que tanto me gustaban: con una explosión de fuegos artificiales iluminando el beso de los protagonistas. Cuando llegué al bar donde habíamos quedado antes de irnos a cenar, ante la ausencia de Marta decidí infundirme algo de valor pidiendo un cóctel con alcohol. Me lo bebí con ansiedad, pero al terminarlo solo noté un regusto azucarado en el paladar y, con cierta inconsciencia, pedí otro. Como era de esperar a la media hora el efecto del alcohol me provocó una verborrea impudorosa, y arrastré a Sara a un rincón del local para contarle todas mis infantiles ensoñaciones. Ella era buena chica, pero llegó un momento en que su paciencia se agotó y me interrumpió:
Sara: Siento ser yo quien te lo diga, pero Marta está saliendo con Carlos.
Rorschach: ¿Carlos? -repetí atontado, como si no acabase de creérmelo.
Sara: Sí, desde hace un par de meses -repitió tajante.

        Todas mis fantasías fueron pulverizadas en un instante y me quedé aturdido: Carlos era el repetidor de la clase, el macarra, el iletrado que fumaba porros, orgulloso de su falta de cerebro, ¿qué podía ver Marta en él? Era imposible, no estaba a su altura, no era nadie. Empecé a encontrarme mal, necesitaba salir de ahí, pero al levantarme el alcohol me subió de golpe y pagué las buenas intenciones de mi anfitriona vomitando encima de sus zapatos. Me limpié como pude la boca con unas servilletas mientras intentaba disculparme, pero justo en ese momento apareció Marta y, al darse cuenta de la situación, me señaló con asco y comenzó a reírse. Una intensa vergüenza me inundó, y en lo único que pude pensar mientras veía como se acercaba enfadado uno de los camareros, es que mi vida era una película de bajo presupuesto, con un actor fracasado en el papel principal y un guión torpe y cruel.

        Ese desengaño me afectó mucho, no supe relativizarlo y convertirlo en una mera anécdota. Y no es que no hubiera sufrido rechazos antes, pero algo en el ridículo de mis aspiraciones, en cómo había terminado todo, me convirtió en un resentido. Y sé que era una tontería, ¿qué me impedía pasar página e intentar olvidarme de Marta? Incluso ahora me cuesta explicarlo, es como si al reírse de mí me hubiera condenado a ser el Yuusaku de la historia, a resignarme a ser el eterno secundario. Creo que entendí demasiado pronto que no era un bonito y perfecto copito de nieve: formaba parte del mismo montón de estiércol que todos los demás, y reaccioné a esa banal epifanía adolescente arrancando de cuajo mis ínfulas románticas e iniciando una debacle neuronal de alcohol y estupidez todos los fines de semana que, obviamente, me alejó todavía más de la imagen que anhelaba tener de mí mismo.

        Forzando un poco la elipsis, tres años después conseguí aprobar por la mínima el examen de selectividad y me matriculé sin demasiadas ganas en la universidad. Lo irónico es que quizás necesitaba ese cambio de escenario porque dos meses después conocí a una chica en una fiesta, nos acostamos esa misma noche y comenzamos a salir. Esa primera relación tardía no tuvo nada de romántico, y todos mis soliloquios fatalistas sobre mi papel de secundario con trama previsible tuvieron vocación de profecía autocumplida. A pesar de ello intenté disfrutar con un cortoplacismo frenético de la relación, pero solo duró un año dejándome un enorme poso de decepción.

        Sin embargo, no era tan fácil huir de Kimagure Orange Road, y a punto de cumplir treinta años, después de otra estúpida debacle sentimental en Barcelona que me había obligado a mudarme de vuelta a Madrid, descubrí una tarde en la Fnac, por pura casualidad, que habían sacado a la venta la serie completa en DVD; y no solo eso, la edición estaba muy cuidada, casi como si hubiera sido realizada por fans, con postales de regalo, merchandising e incluso un CD con la banda sonora. Pero lo más importante es que, además del doblaje en japonés, se había realizado un nuevo doblaje en castellano mucho más meticuloso y fiel al original, doblando incluso las canciones que servían de inicio a cada capítulo.

        Al principio no estuve seguro de querer comprarla, pero al final no pude resistir la curiosidad, a fin de cuentas, en ese momento estaba en paro y tenía mucho tiempo libre. Esa misma tarde comencé a verla, pero después de tres capítulos hice una pausa y me puse a hacer la cena. La verdad es que no había sentido nada especial, de hecho, me resultaba algo aburrida; inmediatamente recordé una de las frases que decían al final de la película The Breakfast Club: "Cuando crecemos se nos muere el corazón”, una forma lírica de expresar que el tiempo nos convierte en adultos cínicos y mediocres. Pero no tenía planes para ese fin de semana, o sea que, casi por compromiso, seguí viendo episodios. Y no sé si fue a partir del sexto o el séptimo, pero poco a poco comencé a dejarme arropar por esa historia que tanto me había obsesionado cuando era adolescente, por ese romanticismo naif tan japonés, hasta el punto de que en algunos capítulos no pude evitar emocionarme. El domingo de madrugada, después de un maratón de casi veinte horas, terminé de ver el último capítulo totalmente cautivado.

        Cuando me fui a la cama reflexioné sobre ello: la serie había conseguido retrotraerme a mi propio pasado, recordarme a mi yo más joven, a ese chaval que tenía pánico al futuro, que idealizaba a las mujeres porque, quizás de forma inconsciente, quería que le salvasen de sí mismo; ese muchacho que pasaba los fines de semana solo ante el televisor, siendo feliz en su pequeña burbuja, sonriendo como un idiota mientras veía una y otra vez los mismos capítulos, justo como acababa de hacer ahora mismo, quince años después. Qué extraño comprobar que a veces no cambiamos tanto, que solo nos escondemos de nosotros mismos, tal vez para no enfrentarnos a nuestros miedos y renuncias.

        En Japón existe la leyenda del Hilo Rojo del Destino, que cuenta que un hilo rojo invisible, atado a los meñiques, une a las personas que están destinadas a convertirse en almas gemelas, por eso la primera escena de la serie -y del manga-, es tan especial: Kyosuke atrapa en el aire el sombrero rojo de Madoka y ella, antes de despedirse, se lo regala; el sombrero es la representación de un lazo trenzado de color rojo que ya desde ese primer momento une el destino de los dos. Algo parecido sentí por la serie y por Madoka Ayukawa hace ya treinta años, y ese recuerdo, por mucho que el tiempo y mis acciones hayan embrutecido mi sensibilidad, siempre reverberará en mi interior. Por eso gracias, Izumi Matsumoto, espero que estás líneas sirvan como sincero homenaje a tu obra, un legado inmortal que se ha convertido con el paso de los años en el refugio emocional de millones de personas.