Quizás podríamos excusarnos diciendo que las relaciones son incomprensibles,
que escapan a nuestro control. Sin embargo preferimos seguir abrazando el
cinismo, el juego, asegurando que ninguno quiere tener una relación real, sólo
divertirse de vez en cuando. Supongo que es lo mejor. Hay demasiadas asincronías
entre nosotros. Demasiados problemas. Yo soy un alcohólico impenitente. Tú arrastras
un trastorno de alimentación desde hace más de una década, la mayor parte de tu
energía mental, entusiasmo y juventud queda inútilmente lastrada en calcular calorías
y odiar la báscula, en analizar tu cuerpo en el espejo buscando fisuras. En la
cama te cuesta disfrutar, te desconcentras, incluso te hieren los halagos
porque piensas que te mienten.
También me dices que no quiere arrastrar a nadie a tus cambios de
humor, a tu locura, a esas noches etílicas llenas de lagunas donde acabas
echando un mal polvo entre dos coches, no sólo por la necesidad de sentirse
deseada, sino también por esa ansiedad por mezclar tu cuerpo, tu piel, tu olor…
como si así consiguieras dejar de ser, olvidarte de ti misma perdiéndote en la
otredad. Y huyes de los “buenos” chicos, de los planes de verano, de ese
maldito invento llamado romanticismo. El conflicto mecido por la negación. De
todas formas el miedo, que es en realidad lo que nos atenaza a los dos, también
nos llena de respeto: no intentamos cambiarnos, tenemos claro que somos unos
indigentes emocionales, que no sabemos comportarnos de otra manera.
Sin embargo esta noche parece distinta. Nos lo estamos tomando con
calma, no hemos ido directamente a la cama, de hecho estamos en la cocina,
preparando la cena, hablando de banalidades. Te has puesto un piercing en el
pezón derecho. Me cuentas que el primer día fue un infierno, pero que ahora te
alegras de haberlo hecho porque lo notas más sensible. Cosas de esas. Al rato
pones un plato enorme de pasta en mi lado y una escueta ensalada en el tuyo. Ninguno
de los dos parece tener mucho apetito. Sigues hablando, de vez en cuando me
preguntas que pienso. Apuro la copa. Me sirvo otra. La botella de vodka se está
consumiendo demasiado deprisa. Te respondo que pensaba en la palabra bucólico,
en que parece que nadie sabe usarla correctamente, como si sólo fuera apreciada
por la estética que otorga a la frase en vez de por su significado real. Pero no
soy sincero, mi mente está llena de ideas extrañas, ahora nos veo a los dos en
una bañera llena de agua caliente, con un par de cuchillas, haciéndonos cortes
en los antebrazos. Un poco de dolor y muerte. No tiene mucho sentido todo lo
demás: comer, cagar, trabajar, ir de un lado para otro; incluso follar está
demasiado sobredimensionado, estamos atrapados por el instinto, como el salmón
del Pacifico, nadando contracorriente para desovar y morir. El dolor también es
una forma de placer, un diferente punto de vista, otra forma de duelo ante la
falta de significado de la vida. Pero esos pensamientos son lugares comunes,
papel mojado. Guijarros en la corriente de tiempo.
Nos quedamos en silencio. Thom Yorke de fondo. No es un silencio incómodo,
hemos conseguido crear algo de intimidad. Te observo. Noto un calambre. Tengo
ganas de lamerte. De quemarme. Quiero convertirme en tu piercing, atravesar tu
carne y quedarme enquistado en ella, como un virus, una infección que hay que limpiar.
O amputar. En otras palabras: estoy cachondo. Y es normal, a pesar de tus idioteces
(oh, sí) tienes un cuerpo magnifico.
Tengo treinta y cinco, nos separa más de una década, quizás por eso soy capaz
de apreciar más tu juventud, tu coño prieto, esos pezones llenos de sadismo, tu
culo virgen. La botella de vodka yace vacía en medio de la mesa. El último
brindis es como un aullido, un gong golpeado por un mazo, sinapsis
chisporroteando, colapsando en eléctrica excitación.
Me levanto y empiezo a manosear con cierto desprecio tus pechos. Tengo
ganas de golpear nuestros cuerpos. Mi polla resurge entre la neblina del
alcohol. Te llevo a la cama y te quito el sujetador. Sí, me gusta tu mirada
preñada de ansiedad, esa indecencia en el fondo de tus ojos. Me siento a un
lado de la cama y te hago una indicación. Te resistes. Me pone furioso. El presente
bosteza: necesitas una lección. Te cojo del pelo y te tumbo sobre mí. Bajo con
rudeza tus pantalones y te inmovilizo con una mano. Acaricio tu precioso culo. Ninguna
palabra. La mano rígida desciende. Un azote. Gimes. El calor se extiende. Te
acaricio. La mano aumenta el recorrido y vuelve a caer con fuerza. Dos veces.
El sonido nos excita. Te muerdo el culo. Vuelves a gemir. Te ordeno silencio.
Aparto el tanga, recorro con mis dedos tu coño: estás mojada. Tres azotes y ya
estás entregada. Jodida enferma. Subo la mano, sigo azotándote. Uno. Dos. Tres.
Cinco. Diez. El culo rojo. Lo acaricio. Un dedo resbala dentro de ti. Bien.
Bien. Bien… Me suplicas que te meta
otro. “¿Eres mía?” “Sí, soy tuya” Palabras atávicas de
posesividad mal vistas en una sociedad patriarcal de hipócritas y reprimidos.
Te quito el resto de la ropa. Te cubres con un gesto. Aparto tu mano y
te miro con dureza. Separas las piernas. Buena chica. Me gusta tenerte así, me
gusta mirarte, me excita esa mezcla de timidez y ansiedad. Mi cuerpo te
acaricia con su peso, presiono y entro lentamente. Coño prieto. Este es el
mejor momento. Avanzo lentamente. Poco a poco. Centímetro a centímetro. Mi
polla palpita de emoción. Tu cuerpo reacciona, empieza a acogerme. Tus manos
recorren mi espalda, empujan mi culo para que te penetre totalmente. Eso es lo
que te gusta, no el típico vaivén dentro-fuera, lo que necesitas es sentirme
dentro presionando contra ti, intentando atravesarte. Me empiezo a mover.
Podría preguntarte pero sería una torpeza, sé que lo quieres todo: el
desasimiento, el te quiero mientras
te follo fuerte y duro, la palabra sórdida… la ira la pones tú, atrapándome
entre tus piernas, arañándome la espalda, mordiéndome el labio hasta que sangra.
Me gusta follarte con los tacones puestos. Te hago incorporarte y
ponerte de espaldas contra la pared, arqueando tu culo frente a mí, abriéndote
con los dedos. Te da vergüenza pero me obedeces. Separo más tus piernas, me
gusta verte tan abierta. Coloco tus manos en la pared y te empiezo a masturbar.
Pero no puedo resistir más. Empellón. Embestida. Mi polla abriéndose paso de
nuevo, mis manos ebrias rodeando tus pechos, golpeando tu clítoris, desvirgando
tu mente.
Estamos así cinco, diez minutos. Pero me canso. La saco y me tumbo en
la cama. Tienes escrúpulos, tuerces el gesto, pero te cojo del largo pelo
pelirrojo y te obligo a bajar la cabeza hasta mi polla. Y es ahí cuando el
mundo para de girar: tu cabeza bombeando sobre mí, tu mano acariciando mis
cojones… Bella imagen, hemos transformado la trampa mortal de la naturaleza en
simple placer hedonista, en comunicación y arte en movimiento. Gimo con fuerza
eyaculando la ponzoña blanca en tu boca. Sonríes, el semen huye por la comisura
de tus labios. Aprietas mis huevos, mantienes la postura. Y luego, como una
bella princesita, me das un beso profundo para compartirme.
Y pensando que quizás nuestra derrota nos haría invencibles -a pesar
incluso de nosotros mismos-, me rendí a la belleza implícita de este réquiem de
sentimientos y cerré los ojos.