Pero una noche que estaba sola en casa –debía de tener nueve años-, tuve la necesidad de algo más tangible. Entonces fui a la habitación de mi hermana, que a pesar de tener tres años más que yo todavía conservaba sus osos de peluche, cogí uno, volví a mi cama y dormí abrazada a él. Y a la noche siguiente lo noté: silencio. Como si se hubiera orquestado una versión infantil del becerro de oro. Es una idiotez, todo mecido por la imaginación de mi mente infantil, pero más que comprender sentí que el amor de mi dios era como el de mis padres: mezquino, egoísta, supeditado a unas reglas. Quizás todo tuviera que ver con el hecho de que en ese momento estuvieran a punto de divorciarse. El típico chantaje emocional en que parece que los hijos son muebles, dividendos, algo que repartir.
Al final no se separaron y siguieron jugando a la familia feliz. En
cuanto a mi fe, todavía quedaban rescoldos, pero a los dos años tuve que hacer
la comunión y ahí desapareció del todo. A mí me gustaba ir a la iglesia los
domingos, sí, había que levantarse y sentarse cada cierto tiempo y las
historias del cura eran en su mayoría muy parecidas unas a las otras, pero era
una iglesia de pueblo y si no eras muy ruidoso te dejaban jugar con libertad.
Podías ir de un lado a otro, aspirando el olor a incienso, mirando los santos,
tocando la madera del confesionario, de los asientos.
Pero sobre todo lo que me gustaba era ir al margen del presbiterio y quedarme observando fascinada la mesa con las hileras de velas. El calor, la cera, el rito de mujeres enlutadas acercándose con manos artríticas encendiendo otra vela con la mecha de la anterior. Podía quedarme horas mirando los cirios consumiéndose. Como si hubiera algo más complejo que aún no podía comprender pero que de igual forma me serenaba.
Pero sobre todo lo que me gustaba era ir al margen del presbiterio y quedarme observando fascinada la mesa con las hileras de velas. El calor, la cera, el rito de mujeres enlutadas acercándose con manos artríticas encendiendo otra vela con la mecha de la anterior. Podía quedarme horas mirando los cirios consumiéndose. Como si hubiera algo más complejo que aún no podía comprender pero que de igual forma me serenaba.
Pero poco antes de hacer la comunión cambiaron todo eso por una
consola llena de bombillas que se encendían al echar dinero, monedas, como una
tragaperras. Me sentí horrorizada, y lo peor fue ver a esas mujeres haciendo lo
mismo, como si nada hubiera cambiado. Fue desolador. Una semana después me
confesé, comí con desagrado la hostia sagrada de pan ázimo y todo terminó. No
volví a entrar en una iglesia nunca más.
No me había ido mal en la escuela. Pero luego las cosas cambiaron. Mi
hermana empezó a ir al instituto y me quedé sola con el cambio de clase. Y por
alguna razón, o quizás por ninguna en particular, un grupo de chicas empezó a
hacerme la vida imposible. Me insultaban, me rompían los apuntes, me tiraban
del pelo. Intenté pedir ayuda, pero los profesores no podían estar siempre ahí.
Y mis padres tenían sus propias preocupaciones, no le dieron demasiada
importancia. Fueron dos años. Y sé que suena a excusa, todos hemos tenido
adolescencias jodidas. Quizás yo soy más débil. Pero sentí físicamente como me
replegaba dentro de mí. La soledad cada vez más profunda. No sabía como
reaccionar. Estaba cubierta de hielo y las heridas no resbalaban, se
incrustaban conmigo dentro del frío.
Me refugié en la lectura, en mundos de ficción donde los protagonistas
eran fuertes, sabían como actuar y qué decir en cada momento. Llevaban otra
vida. Me volví una romántica. No sé, cultura pop, aquella frase de El Cuervo: “Las casas se queman, las personas mueren,
pero el amor verdadero es para siempre” Releía Cumbres Borrascosas,
diseccionaba Dirty Dancing. Pero no me atrevía a acercarme a ningún chico.
Estaba en el instituto y me sentía invisible. Quizás lo fuera. Empecé a vestir
de negro, me dejé el pelo largo para que me cubriera la cara. Empecé a leer compulsivamente
cualquier cosa relacionada con vampiros. Y escribía relatos sobre ellos,
naufragaba en deseos de vivir como una sombra inmortal, transformarme en una
niebla que se elevase por encima de todos. Sublimaba mi ansiedad sexual, porque
todo el mito del vampirismo se basa en liturgias eróticas: el cuello, la
sangre, la entrega. Había una parte de mi cerebro que me llamaba inmadura. Pero
me sentía feliz.
Fue divertido. Pero al final la Nada
me consumió. No quería, no podía darle
un nombre a la Emperatriz. Porque la magia no existía. Y sentía que para
avanzar tenía que mutilar esa parte de mí. Y así lo hice.
Llegó la universidad. El sexo.
Oh, sí. Al final abrirse de piernas resultó sencillo. Sencillo. Sencillo.
Pero hay algo que echo de menos, que solo he sentido parcialmente. Follar es genial. Maravilloso. Pero follar con quien amas y ser correspondida debe de ser el éxtasis. Porque no es solo la poesía de una voz en tu oído. No es convertir un ejercicio gimnástico en algo trascendente. Tampoco es dejarte llevar por la química fastuosa de tu cerebro. Ni un sentimiento de propiedad. Ni la Naturaleza reclamando su legado. Tampoco es buscar el desasimiento, la entrega brutal, la piel desgarrada. Tampoco es rozar un cuello lleno de empatía y pensar que su olor es el mejor perfume que existe. No. Es todo eso a la vez, multiplicado por mil. Estoy segura. Es la única fe que conservo. Algo que todavía no he vivido. Algo que todavía estoy buscando.
Pero hay algo que echo de menos, que solo he sentido parcialmente. Follar es genial. Maravilloso. Pero follar con quien amas y ser correspondida debe de ser el éxtasis. Porque no es solo la poesía de una voz en tu oído. No es convertir un ejercicio gimnástico en algo trascendente. Tampoco es dejarte llevar por la química fastuosa de tu cerebro. Ni un sentimiento de propiedad. Ni la Naturaleza reclamando su legado. Tampoco es buscar el desasimiento, la entrega brutal, la piel desgarrada. Tampoco es rozar un cuello lleno de empatía y pensar que su olor es el mejor perfume que existe. No. Es todo eso a la vez, multiplicado por mil. Estoy segura. Es la única fe que conservo. Algo que todavía no he vivido. Algo que todavía estoy buscando.
Fin capítulo 29.
Veo que para Ana los años de instituto fueron tan malos como los míos. Por suerte para mí la época de universitaria ha sido la mejor de toda mi corta vida. Por otro lado tiene toda la razón en lo del sexo con la persona a quien quieres, yo no podría imaginarmelo de otra forma.
ResponderEliminarLos años de instituto siempre han tenido su parcela de crueldad y desasosiego.
EliminarMe alegra que la universidad compensase en cierta forma esa experiencia.
Besos bella seguidora.
Adoro esa canción.
ResponderEliminarLo cual no me sorprende, tiene usted un excelente gusto musical.
EliminarBesos!
Ana es una romántica en el fondo... claro, todas las chicas perturbadas lo somos ;)
ResponderEliminarTontito poeta decadente...
Besos.
En el fondo estoy recreando a mi Irene Adler particular. Todo escritor debe de sentir amor por sus creaciones ;)
EliminarBesos!
La infancia y la adolescencia es el espejo en el que nunca dejamos de mirarnos. Es una etapa complicada esta última y desde luego cuenta mucho el entorno que se tenga (familia, amigos). Personalmente he tenido suerte y supongo que ser la pequeña (de seis) tb marca... aparte de los mimos a granel.
ResponderEliminarAhora, que soy madre de quien se está iniciando en esos años de locura, te aseguro que no hay nada a lo que ponga más atención. Consciente desde el principio de que justamente es quizá cuando más tienes que esforzarte en "dejar ser". Considero fundamental tropezar, equivocarse y lo más importante, aprender a levantarse. Ni te imaginas lo cuesta arriba que se hace esta tarea... los chicos de hoy, son maravillosos, pero están protegidos en exceso, como en una burbuja. Culpa nuestra, en parte y de la sociedad esta que todos hemos hecho, en fin.
Buena descripción, aparte del rollo que he soltado (perdón), de lo que a veces hacen esos años con algunos. No sé, me ha parecido que lo ha escrito Nuria, es así??
Besos, guapos!
Me encantan tus “rollos” ;)
EliminarEste lo he escrito yo, ja, ja. Pero vamos, que hay mucha endogamia en nuestros textos. Te sorprendería saber de donde he sacado los detalles biográficos.
Besos bella dama.
A ver, de nuevo me hacéis saltarme un montón de capítulos y comentar. Es curioso cómo la descripción de esa chica en su adolescencia me ha recordado cosas... Me ha resultado tan familiar...
ResponderEliminarEl estilo y el contenido brillantes. Sin más. Cada pequeño detalle le aporta empaque al texto. Al principio de la novela, de alguna manera, esperaba profundidad. Siempre me han gustado las historias que poseen eso. Bien, aquí la tenemos. Una adolescencia difícil, sobre trasfondos existenciales y Cumbres Borrascosas. La ambientación y el contenido no pueden ser más sugerentes. El final (esa búsqueda y esa fe) excelente. Para quitarse el sombrero.
Mis felicitaciones!
Para mí es un capítulo especial porque hablo de un tema que no suelo tocar: la pérdida de la fe, no solo la fe religiosa, sino también esa otra que se agota con los primeros fracasos adolescentes, con la destrucción de la ingenuidad ante la vida. Hay cosas biográficas y supongo que es más cercano por eso, también porque he meditado mucho sobre ello en otras épocas de mi vida. La inspiración te tiene que sobrevenir trabajando, y este es uno de esos momentos en que todo fluye, cuadra y se crea el círculo. De todas formas creo que sobra la parte final y que tendría que haber escrito algo más sobre su infancia.
EliminarUn abrazo.