Erik: No recuerdo sentirme distinto, solo la tenue sensación de infelicidad
de siempre. Quizás no había sido un buen día, no había podido desayunar, un
taxi me había manchado el pantalón al pasar, no sé, las típicas cosas que te
ponen de mal humor y hacen que el día se alargue, que la inercia te consuma. Es
curioso, siempre pensé que de alguna manera estamos preparados para las
grandes desgracias, ya sabe, un divorcio, un despido. Las peligrosas son las
otras, las pequeñas, las que se van solapando unas encima de otras, poco a
poco, milímetro a milímetro. Pero no recuerdo nada grave, ningún
desencadenante.
Psiquiatra: Sin embargo esa noche fue cuando comenzó
todo.
Erik: Sí, recuerdo que me sentía muy cansado, tenía problemas de insomnio,
me pasaba las noches mirando el reloj digital, viendo como los números iban
cambiando. Lo había probado todo pero seguía sin poder conciliar el sueño. Y
bueno, ocurrió, tenía esa cuchilla en la mano y corté, un pequeño corte
transversal, como los que hacía antes. Recuerdo como me salpicó la sangre, ese
dolor antiguo, leve primero y luego intenso en la siguiente palpitación. Fue un
instante congelado. Y entonces la vi, a Emilie. No había cambiado, sus ojos de
cuervo, su pelo largo. Lánguida, esbelta, etérea, hermosa. Me hablaba sin mover
los labios, sus palabras atravesaban el aire sin llegarme del todo, como una
brisa en el infierno, un eco estancado, el sonido de una caricia.
Psiquiatra: Antes de hablar de Emilie vamos a comenzar
por el principio, ¿Cuándo empezaste a cortarte para, según tus propias
palabras, sentirte vivo?
Erik: Ya hemos hablado de eso, fue en la adolescencia, ¿nunca ha sentido la
necesidad de tocar fondo? Todo se derrumba lentamente a tu alrededor, pero
siempre hay dos o tres asideros, ¿cómo sería cortarlos, enterrarte entre sus
escombros? Fantaseaba con esas ideas, mi pulsión tendía más al dolor que al
placer.
Psiquiatra: Lo hacías antes de conocer a Emilie.
Erik: Si, creía tener razones, pero supongo que siempre hay razones. La conocí
de una forma muy particular. Era un día de mucho calor, estábamos en la
biblioteca, ella leyendo alguno de esos escritores rusos tan deprimentes, llevaba
un jersey negro de cuello alto y el pelo recogido. Supongo que yo había ido a
devolver un libro sobre vampiros o alguna idiotez. Lo importante es que justo
cuando me iba me abordó y me invitó a tomar algo en la cafetería. Antes de eso
no habíamos cruzado ni una sola palabra, no existíamos el uno el otro. Pero así
era ella, siempre se dejaba guiar por sus impulsos. Un par de semanas después
tuve la confianza suficiente para enseñarle mis cortes. Ella me sonrío. Solo
eso. Luego supe el motivo.
Psiquiatra: ¿Cuánto tiempo estuvisteis juntos hasta
que…?
Erik: Casi un año, hasta finales del verano siguiente. Nos poseía una
sensación de inmortalidad, de pasión irreverente contra el mundo. A veces
notaba, mientras acariciaba sus muslos, alguna cicatriz nueva. Yo había dejado
de hacerlo porque me sentía, no sé, ¿completo? Tenía miedo de preguntar, de
saber, el motivo por el cual ella no dejaba de hacerlo. Y era tan hermosa, no
solo por esa mirada celeste que te inundaba sin poder evitarlo, eran otros
rasgos que no había apreciado nunca en las demás. Escuchaba a mis compañeros
cosificar a sus novias, referirse a ellas como su agujero, su coño era simplemente un trofeo, una fuente de placer. Pero
Emilie, si sabías mirar, si te fijabas, transpiraba sensualidad en todos sus
movimientos, en la forma de recogerse el pelo o modular su voz, pero lo hacía sin
vulgaridad, sin pretender utilizarlo como arma. Y luego, en la intimidad, se
regalaba sin límites, sin tabúes, su cuerpo era como un ejército hereje, amoral
e inclemente que se derrotaba a sí mismo en cada orgasmo, como un punto de
eterno retorno, de búsqueda infinita de algo que necesitaba pero no sabía
precisar.
Psiquiatra: ¿Cómo fue vuestra última noche?
Erik: Todo empezó como un fin de semana normal, sus padres volvían a
dejarla sola y me invitó a su casa. Notaba que estaba más alterada que de
costumbre, fumando compulsivamente un cigarro tras otro, sin querer beber nada,
sin apenas hablar, con aquel disco de The Cure sonando como un mantra una y
otra vez. Sus padres habían iniciado los trámites de divorcio, pero ella me
había asegurado que no le estaba afectando. Recuerdo pasar esas últimas horas
en su habitación, encerrados con las persianas bajadas, fumando, bebiendo,
recuerdo mirarla a través del humo estancando como si fuera Oliveira y ella pura literatura, un matiz de vida que entintaba mis contornos solo con su presencia.
Lo siguiente que recuerdo es estar en su coche mientras ella conducía con las ventanillas
abiertas a mucha velocidad, recuerdo golpearme la cabeza cuando hizo ese giro
brutal y se puso a conducir en sentido contrario. Estaba acostumbrado a sus
locuras, pero no fue hasta que nos cegó los faros el primer coche cuando empecé
a asustarme de verdad. Nos esquivó en el último momento. Se me pasó la
borrachera de golpe. Se reía, recuerdo esa risa desquiciada, sus manos soldadas
al volante mientras aumentaba la velocidad. Estábamos forcejeando cuando sentí la
vibración del segundo coche pasando a escasos centímetros del nuestro
aturdiéndonos con su claxon. Zigzagueábamos, era cuestión de tiempo, quería
sacarla del coche, la golpeaba iluminado por otras luces que se acercaban
dispuestas a ungirnos en dolor. Conseguí pisar el freno, derrapamos sin control
y tuvimos la suerte de salirnos de la carretera sin volcar. Imagina la
situación: estaba histérico, llorando y gritando a la vez. Salí arrastrándome
del coche y vomité. Cuando me recuperé fui a por ella. Seguía dentro, con las
manos todavía sobre el volante. Estaba a punto de sacarla cuando giró la cabeza y me
miró: no había nada en esa mirada, era como si me hubiera borrado, como si nos
hubiera borrado a todos. No pude aguantar más y me fui de allí. Todavía
temblaba cuando llegué a casa.
Psiquiatra: …
Erik: Lo sé, lo sé, era una locura, pero no era eso realmente lo que me
importaba, lo que me reconcomía era que me había hecho sentir como un fraude,
como si no hubiera estado a la altura de, no sé, sus jodidas expectativas. La
abandoné, no quise volver a verla. Era finales de verano y aproveché para irme
con unos familiares a la costa. No contesté ninguna de sus llamadas ni
mensajes. La dejé sola. Cuando a las dos semanas volví ya era demasiado tarde. No
había dejado ni siquiera una nota. Fue su madre quien la encontró en la bañera.
Quise ir al entierro pero no me dejaron. Me sentía terriblemente culpable,
podría haber marcado una diferencia, podría haberme quedado o pedir ayuda. Pero
no hice nada, simplemente le di la espalda y hui.
Psiquiatra: ¿Pensaste alguna vez en el suicidio, en
volver a cortarte?
Erik: Lo hubiera hecho, estaba destrozado, la única forma de sobrevivir fue
anestesiarme, dejar atrás cualquier cosa que pudiera recordármela. Y durante un
tiempo creí que lo había conseguido: fui a la universidad, conocí a otras
chicas, me mantenía siempre en movimiento, ocupado, sonriente, sin tiempo para
pensar. Me volví un alcohólico social. Pero en algún momento todo empezó a
deshilacharse, a dejar de tener importancia, me resultaba cada vez más incómodo
relacionarme, hasta que terminé recabando en un trabajo en horario de noche y
dejé de moverme.
Psiquiatra:
¿Tu familia no se dio cuenta de nada?
Erik: Padres separados, me dejaban vivir en casa de mi abuela si cumplía
los deberes sociales una o dos veces al mes. Recuerdo vivir ajeno a la
realidad, pasar semanas enteras sin hablar con nadie, sin coger el teléfono ni
abrir la puerta, solo trabajar de noche, dormir de día, beber, leer. Quedarme
tendido en la cama durante horas pensando en los monstruos que habitaban al
otro lado del papel pintado de la pared.
Psiquiatra: Continua…
Erik: No sé cuánto tiempo estuve viviendo así, pero en algún momento
conseguí reconciliarme conmigo mismo. Cambié al turno de día y volví al redil.
Ahora lo comprendía, había intentado olvidar a Emilie pero era en vano, tendría
que vivir con ello. Empecé a hacer las cosas de forma correcta. La ropa
adecuada, las opiniones correctas, los sueños correctos, ¿las mujeres? Por lo
general me resultaban una caza estúpida, la mayoría presas del delirio social,
deseando bregar contigo la primera noche pero esforzándose por urdir sutilezas
y crear momentos artificiales. Ninguna mujer que conocía era consciente del
paso del tiempo, utilizaban el carpe diem
parafraseando diálogos de películas que en el fondo no entendían, nunca
pensaban en la muerte, para ellas era un concepto prohibido, lejano, depresivo,
incluso vejatorio en una conversación normal. Actuaban como si fueran
inmortales, como si el amor lo fuera, como si su salud, su vida, estuviera grabada
en granito para siempre. Por eso cuando enfermaban o descubrían a su marido
siendo sodomizado por un compañero de gimnasio, el mundo perdía sentido -¿y mi inmortalidad?-, gritaban al cielo con el puño en alto. Pero
todo pasaba y volvían a refugiarse de nuevo en los bancos, en sus centros
comerciales, comprando sueños a plazos, embaucadas en la seguridad de un
anuncio de compresas…
Psiquiatra: Creo que ya ha sido suficiente por hoy, mañana
volveremos sobre lo mismo, quiero que hagas memoria sobre esa noche y todo lo
que pasó después, ¿de acuerdo?
(…)
Emilie: ¿Has conseguido algún progreso?
Psiquiatra: De momento nada, todavía no ha sido capaz
de asumir que se ha suicidado y está muerto.
Emilie: Todo es culpa mía, deseaba tanto volver a
estar con él que aparecí demasiado pronto.
Psiquiatra: Vamos a mantenerle aislado, ya sabes lo
peligroso que es cuando un alma no asume su muerte, se vuelven locos y provocan
todo tipo de catástrofes.
Muy agudo el relato, Rorschach, me ha gustado.
ResponderEliminarViví muchos años con una persona autodrestuctiva, de un nivel 4 de 5, diría yo, y me asusté al darme cuenta, al cabo de 10 años, de que eso era precisamente lo que me había enamorado de él, su oscuridad, su vida en el filo,y yo caminando a su lado. Opté por la vida y pude dejarle, pero muchísimas veces temí por la suya. Fue un puto calvario.
La muerte también está sobrevalorada.
Kisses.
No puedo leerte durante el desayuno. No debo. Luego me paso el día hipersensible, una mierda, vamos.
ResponderEliminarYo he sido muy muy autodestructiva, pero nunca me he cortado.
Es siempre una tentación recurrente tener pensamientos autodestructivos, un vicio que evito cuando puedo.
Me has hecho pensar, y me has puesto infinitamente triste. Bonito desayuno.
El giro final, lo mejor. El relato brutal.
Gracias querido caballero.
pobrecita...
ResponderEliminarAh! buenísimo. Me ha gustado mucho el relato. El final, más. También la expresión "alcohólico social". No sé si te referías a lo que yo he entendido: borracheras de gentes, deliriums tremens de relaciones superficiales, refugios externos...
ResponderEliminarMe ha chocado leer una Emily en lugar de una Irene...
Besos!
Si llega un momento en el que piensas que la vida está sobrevalorada, empieza lo peligroso de la situación... gana terreno la muerte.
ResponderEliminarUn relato misterioso, pienso que todos tenemos una parte desconocida hasta para uno mismo, que busca completar en el otro, lo que no somos capaces de llevar a cabo sea por miedo o por frustración, y esa relación se convierte en algo irresistible e incontrolable.
Más besos, Rorschach.
Me has atrapado, sin duda.
ResponderEliminarUn abrazo.
Querido amigo, como siempre impresionante.
ResponderEliminarSi, increíble como siempre, hermano. Me animo a decir que empezó flojo, pero fue ganando en fuerza sobre todo con la parte del auto.
ResponderEliminarUn abrazo
Andaba paseándome por mi escritorio y he visto tu foto, he pinchado aquí y me he quedado impresionada con lo que he leído. Es magistral, tierno y demoledor a la vez. Me has recordado a los esctitores japoneses que, con una calma y delicadez exquisitas, te van llevando de la mano a la crudeza del ser humano.
ResponderEliminarEnhorabuena, una vez más
Me ha encantado el relato, el final es lo mejor. Y, como dice Sincopada, es cierto que la muerte está sobrevalorada. Pero es fácil dejarse atrapar por la idea, como huída, cuando crees que no hay más.
ResponderEliminarBesos.