viernes, 11 de octubre de 2019

Reseña: ‘Kentukis’, de Samanta Schweblin (2018)

«Lo primero que hicieron fue mostrar las tetas. Se sentaron las tres en el borde de la cama, frente a la cámara, se sacaron las remeras y, una a una, fueron quitándose los corpiños. Robin casi no tenía qué mostrar, pero lo hizo igual, más atenta a las miradas de Katia y de Amy que al propio juego. Si querés sobrevivir en South Bend, le habían dicho ellas una vez, mejor hacerse amiga de las fuertes.»

Vivimos en la era tecnológica, la de la sobreexposición en las redes. Un momento en el que ir de vacaciones sin subir una foto o aparecer en un restaurante de moda sin enseñar el plato, parece causar la mitad de satisfacción. Una sociedad que cuenta likes, seguidores y comentarios, en la que se mira qué tipo de foto tiene más reacciones, o qué frase ingeniosa se puede convertir en un tweet viral. Una sociedad de la soledad, un mundo en el que es difícil mirar a los ojos ya que estos están fijos en una pantalla, se sustituyen los cafés por conversaciones de WhatsApp y la gente parece apreciar más a los amigos virtuales desde el silencio de su casa que a los reales que pueden darte un abrazo.

Samanta Schweblin (Buenos Aires, 1978) nos lleva a esa sociedad, la nuestra, y escribe una novela en la que las personas pueden ser o poseer un kentuki. Un kentuki es un robot incapaz de hablar que meterás en tu casa y te seguirá por todas partes logrando unas interacciones regladas... a no ser que te las saltes. Una única conexión por robot y si se apaga es para siempre. Así que, ¿ser o poseer un kentuki?  Esa es la gran pregunta y la única división que establece la autora del libro entre los personajes que aparecen en su novela. Personas diferentes que deciden comprar el juguete de moda: unas exponen su vida con más o menos reglas, abren su casa y su intimidad a un desconocido que toma la forma de un inofensivo animal (siempre es más fácil si el objeto tiene pinta de inofensivo), y otros que optan por el voyerismo, mirar a través de los ojos del muñeco siguiendo a sus ‘amos’, entrando en una especie de sumisión elegida que se mezcla con el placer de ir descubriendo los secretos de una persona real. Y a su alrededor los secundarios, esos que confían o desconfían de este nuevo invento, los que piden trato digno, los que advierten del peligro o alaban la posibilidad de ofrecer compañía.
  
Los Kentukis generan una dependencia enfermiza en quienes los poseen, si no se recargan a tiempo y se les agota la batería nunca más podrán volverse a conectar a Internet para establecer contacto con nadie y entonces el temor a perder aquel contacto metálico, sin vida real pero conectado al mundo virtual, despierta inquietudes perturbadoras en quienes lo poseen. Hay reminiscencias claras de Black Mirror y en cómo no somos conscientes de lo mucho que hemos cambiado socialmente con todas estas tecnologías que se van instalando en nuestra cotidianeidad.

Uno de sus grandes aciertos es no centrarse en una única historia, de esta forma sacrifica profundidad pero consigue una visión global mucho más completa que muestra los efectos de la tecnología y el intenso estado de orfandad, alienación y dependencia que pueden producir. ‘Nihil novum sub sole’, dirán algunos, pero eso sí, fabulado de una forma muy entretenida y amena.

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