Me propuse a principios de año escribir cien entradas en el blog para intentar reactivarlo y de esa forma motivarme y escribir más, pero está claro que empiezo a estar lejos de conseguirlo. Algunos dirían -y con razón-, que lo importante es la calidad y no la cantidad, pero con la cantidad de tiempo libre que tengo dos entradas a la semana no tendría que resultar tan complicado. En realidad suelo escribir todos los días, tengo un diario en World donde divago sobre lo divino y lo humano. Ser juntapalabras es bastante sencillo: un teclado (a ser posible mecánico, son una maravilla) y un ordenador. Recuerdo leer a Bukowski en su diario “El capitán salió a comer y los marineros tomaron el barco” como había comenzado a escribir con setenta años en un ordenador, y que estaba entusiasmado porque las palabras volaban. Ya no tenía que escribir todo dos veces (la segunda para corregir faltas, erratas, etcétera), ahora podía escribirlo todo de una sentada. Era maravilloso. Música clásica, vino, y la ardiente risa de los dioses iluminando su procesador de textos. Preconizaba un futuro en el cual se fabricaría algún tipo de chip que implantado en el cerebro pudiera transcribir directamente toda la madeja mental del escritor. Aunque claro, matizaba, eso resultaría útil sí había algo que mereciera la pena transcribir. Ese ha sido siempre el único problema.
A mí escribir, como leer, me reconcilia conmigo mismo, es como si al hacerlo estuviera dedicando mi tiempo a algo real, en vez de a la colección de asuntos intrascendentes, irrisorios y fastidiosos que componen la vida cotidiana. Incluso escribir sobre banalidades las transfigura sutilmente, como si iluminase el lado oculto de las cosas, una especie de lucidez ocasional, de petricor sin tormenta. Por eso en vez de tanta reseña, voy a intentar escribir más aquí, en un tono más íntimo.
Está siendo un mes jodido. Intrascendente. Inútil. Yermo. Noches calurosas de insomnio. De gastos absurdos. Me compré un monitor de treinta y dos pulgadas. No me sentí bien con esa compra, como si estuviera comprando un boleto para la fábrica de sonámbulos que me rodea habitualmente. Una capitulación al embrutecimiento, al soniquete de conformismo amodorrante. Todos queremos escapar. Algunos gastan dinero en tonterías que no necesitan y solo son felices en el momento de la compra -a veces ni siquiera entonces-, y luego pasan inmediatamente al siguiente objeto de deseo que convertir en ferviente necesidad. Incluso las vacaciones se han transformado en eso. Todo es escapismo. Pero es entendible: la vida, seamos francos, es un coñazo, demasiadas obligaciones, responsabilidades, malos rollos y frustraciones. Si alguien inventase una máquina de realidad virtual donde perder la conciencia durante unas horas, en plan soma, estaría media humanidad enganchada.
Ayer se me estropeó el eReader. Un Kobo Glo HD. Me habré leído con él más de doscientos cincuenta libros. Me lo regaló Tamara en noviembre del 2015. No he podido esperar a cobrar la nómina y me he comprado otro esta mañana con la tarjeta de crédito. En realidad es casi un acto de ahorro, la última compra en papel fueron dos ensayos, uno de cine y otro sobre videojuegos, y me gasté cincuenta euros en los dos. Mejor comprarlo cuanto antes. Venían unos cuantos libros descargados y uno de ellos era “El arte de no amargarse la vida” de Rafael Santandreu. Y a mí este tipo de libros de autoayuda tan básicos me parecen basura, pero como estaba apático le he dado una oportunidad. Y es una mierda, pero al menos es ameno y dicharachero. Y habla de Epicteto con la intención de alinear la psicología conductista con su filosofía. Y creo que ahí patina un poco. Pero para quien no lo haya leído será de gran ayuda. O sea que adelante.
Y después de dos horas de leer ya me siento un poquito más persona, incluso preparado para libros de verdad. Y enciendo el ordenador. Pero antes me viene a la mente una de mis ex. Y me río al recordar que ella, unos meses después de que yo creara este blog, abrió uno sobre este tipo de cosas: felicidad, autoayuda, frases de ánimo Paulo Coelho. Y me percato de que todos pasamos por las mismas encrucijadas, solo que tomamos direcciones diferentes para el mismo problema: ella escogió leerse estos libros y tragarse toda su pantomima, y yo caí en el agujero de la decadencia, el cinismo y el quietismo. También es cierto que ello me arrastró con los años a cierto intelectualismo literario, luego a la filosofía, y hoy, por fin, a la psicología conductista, esa intentona moderna para encontrar la felicidad. Busco su blog, para ver si sigue escribiendo, pero lo dejó en 2016. No tiene muchos comentarios ni seguidores. Me da por pensar en lo injusto que resulta la notoriedad en internet. Hay gente con talento sin apenas trascendencia, y otros dan con la clave para llamar la atención aunque su material sea basura, y logran ser famosillos. Resulta demasiado arbitrario, incluso aterrador, pero por otro lado es lógico que la mediocridad sea la constante, parece ser el único pegamento social que nos une; no alberguéis dudas al respecto, ¿acaso tenéis algún Mozart de vecino o compañero de trabajo?
Yo suelo tener más suerte, siempre que abro una red social (Blogger, Twitter, Ask) consigo seguidores enseguida; precisamente por eso prefiero tener ahora más anonimato, y por tanto más libertad. Ya he comentado varias veces que Twitter -la red de moda con permiso de Instagram y YouTube-, es propicia a los linchamientos y la autocensura. Lo ideal sería tener un videoblog, pero creo que se me iría demasiado la olla con según qué cosas. En esta época el teclado resulta mucho más acogedor e íntimo, pocos tienen la paciencia de leerse un texto largo; en realidad las entradas son como cartas que alguien deja caer en una calle transitada, casi todos pasando de largo, pisándola, con esa prisa absurda que te impide tener curiosidad… ¿quién se fija en ella, quién la cogerá y la leerá?. Solo los elegidos toman la pastilla azul.