«Encontrad lo que os encanta y dejad que os mate»
Después del inevitable «¿Cuántas horas ensayas al día?» y del «Enséñame las manos», el comentario más habitual que me suele hacer la gente cuando se entera de que soy pianista es el siguiente: «Yo tocaba el piano de pequeño, lamento mucho haberlo dejado». Supongo que los escritores han perdido la cuenta de la cantidad de personas que les han dicho que «siempre han llevado un libro en su interior». Parece que nos hemos convertido en una sociedad de creatividad perdida y añorada. Un mundo en el que la gente se ha rendido (o los han forzado a rendirse) a una vida sonámbula compuesta por el trabajo, las obligaciones domésticas, los pagos de la hipoteca, la comida basura, la tele basura, el todo basura, ex-mujeres enfadadas, hijos con déficit de atención y el gran atractivo de comer pollo en un cubo mientras se mandan e-mails a clientes a las ocho de la tarde de un fin de semana.
Hagamos el cálculo. Podemos funcionar (a veces de maravilla) con seis horas de sueño por la noche. Durante siglos, ocho horas de trabajo han sido más que suficientes (no deja de ser irónico que trabajemos más horas desde que se han inventado Internet y los smartphones). Con cuatro horas sobra para recoger a los niños, adecentar el piso, comer, limpiar y el resto de etcéteras. Nos quedan seis. Trescientos sesenta minutos para hacer lo que queremos. ¿Lo que queremos es limitarnos a atontarnos y hacer aún más rico al directivo discográfico Simon Cowell? ¿Pasar el rato en Twitter y Facebook buscando un romance, un bromance, gatos, partes meteorológicos, necrológicas y cotilleos? ¿Emborracharnos nostálgica y desastrosamente en un pub en el que ni siquiera se puede fumar?
¿Y si pudieras aprender todo lo que hay que saber para tocar el piano en menos de una hora (algo que sostenía, de forma correcta desde mi punto de vista, el fallecido y genial Glenn Gould)? Las nociones básicas de cómo ensayar y cómo leer partituras, la mecánica física del movimiento de los dedos y la postura, todas las herramientas necesarias para llegar a interpretar una pieza, se pueden escribir y transmitir como si fuera el manual para montar un mueble en casa; luego ya solo depende de ti dedicarte a gritar y chillar y clavarte clavos en los dedos con la esperanza de poder descifrar algo indeciblemente incomprensible, hasta que, si tienes mucha suerte, acabas algo que se parece a medias al producto original.
¿Y si por doscientas libras pudieras comprarte un viejo piano vertical por eBay y que te lo llevaran a casa? ¿Y si luego te dijeran que con el profesor adecuado y cuarenta minutos diarios de ensayo bien hecho puedes aprender en pocas semanas una pieza que siempre has querido tocar? ¿No merece la pena explorar esta posibilidad?
¿Y si en vez de un club de lectura te unieras a un club de escritura? En el que todas las semanas tuvieras la obligación (de verdad) de llevar tres páginas de tu novela, novela corta, obra de teatro, para leerlas en voz alta.
¿Y si en vez de pagar las setenta libras mensuales que te cuesta un gimnasio al que le encanta hacerte sentir gordo, culpable y a años luz del hombre con el que tu mujer se casó, te compras unos lienzos en blanco, pinturas, y pasas un rato todos los días creando tu versión del «te quiero» hasta darte cuenta de que cualquier mujer al lado de la cual valga la pena estar querría acostarse contigo en ese mismo momento justo por eso, a pesar de que no tengas unos abdominales perfectos?
Yo estuve diez años sin tocar el piano. Una década de muerte lenta en la que trabajé en la City llevado por la codicia, en pos de algo que nunca llegó a existir (seguridad, autoestima, ser Don Draper aunque un poco más bajito y sin tantas mujeres alrededor). Solo cuando el dolor de no estar tocando se hizo mayor que el dolor imaginado de sí estar haciéndolo, tuve los cojones suficientes para dedicarme a lo que realmente quería, a lo que me había obsesionado desde los siete años: ser concertista de piano.
Es verdad que fui un poco extremista: cinco años sin ingresos, seis horas diarias de ensayo intenso, clases mensuales de cuatro días con un profesor brillante y de rasgos psicópatas en Verona, el ansia de algo que era tan necesario que me costó el matrimonio, nueve meses en un hospital mental, casi toda mi dignidad y unos quince kilos de peso. Y puede que el resultado no sea el final feliz que me había imaginado mientras, con diez años, escuchaba cómo Horowitz se zampaba a Rajmáninov en el Carnegie Hall.
Mi vida comprende infinitas horas de ensayos repetitivos y frustrantes, habitaciones de hotel solitarias, pianos chungos, críticas escritas con toda la mala leche del mundo, aislamiento, programas de puntos de líneas aéreas que no hay quien entienda, fisioterapia, momentos de aburrimiento nervioso (contar los azulejos del techo mientras la sala se va llenando lentamente) interrumpidos por breves fases de presión extrema (tocar ciento veinte mil notas de memoria en el orden correcto con los dedos correctos, el sonido correcto, los pedales correctos, mientras hablo de los compositores y las piezas, sabiendo que están presentes críticos, aparatos de grabación, mi madre, los fantasmas del pasado, y que todos me observan) y, quizá lo más descorazonador de todo, también debo lidiar con la certeza de que jamás daré un recital perfecto. Con suerte, grandes esfuerzos, y siendo muy generoso conmigo mismo, solo puedo llegar a un «nivel aceptable».
Y, sin embargo… La recompensa de coger un montón de papeles llenos de tinta de una estantería de la tienda Chappell de Bond Street es indescriptible. Llevártelos a casa en metro, colocar la partitura, un lápiz, café y un cenicero en el piano y acabar, al cabo de unos días, semanas o meses, siendo capaz de interpretar algo que un compositor loco, genial, chalado, de hace trescientos años, escuchó en su cabeza mientras el dolor o la sífilis lo volvían loco. Una pieza musical que siempre dejará perplejas a las grandes mentes del mundo, que no puede explicarse, que sigue viva, flotando en éter, y que lo seguirá haciendo durante varios siglos. Eso es algo extraordinario. Yo lo hice. Y lo hago continuamente, cosa que no deja de sorprenderme.
El Gobierno está llevando a cabo recortes en los estudios musicales de los colegios, cargándose las becas artísticas con el mismo júbilo que siente un niño estadounidense y obeso en la heladería Baskin Robbins. De modo que, aunque solo sea por joder, ¿no merece la pena luchar contra eso con algún gesto pequeño? Escribe tu puto libro. Apréndete un preludio de Chopin, ponte en plan Jackson Pollock con los niños, pasa unas horas redactando un haiku. Hazlo porque importa, incluso sin la fanfarria, el dinero, la fama y las sesiones de fotos para la revista Heat a las que todos nuestros hijos creen hoy que tienen derecho porque Harry Styles ha salido en ella.
Charles Bukowski, héroe de los adolescentes angustiados de todo el planeta, nos pide que «encontremos lo que nos encanta y dejemos que nos mate». Quizá el suicidio por creatividad sea algo a lo que aspirar en una época en la que la mayoría de la gente conoce mejor a Katie Price que el Concierto «Emperador».
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