Dos de la madrugada. Borracho. Labios de harapo. Destellos solapados de humo blanco. Perdiendo el equilibro al borde del vaso mientras el tiempo me lanza un cubo lleno de sangre. Soy un fantasma. Un Lestat sin jardín salvaje. La vida real empieza a preparar la emboscada de mañana. Me duelen los cojones. Intento paliar el hambre con pornografía, pero no sirve, me resulta demasiado aburrida.
Cierro los ojos, Bukowski soñaba con Jane, contando los días desde su muerte, entre la limpieza de su ausencia y la irrealidad de la herida. Imagino mis dedos arqueando de nuevo tu coño, susurrando “Love me tender” hasta que pierdas el control de tu faro de carne escarchada, rasgando tu ropa y follándote como si estuviera profanando una iglesia.
Latido afilado e intenso: me corro, doscientos millones de espermatozoides abortados en un pañuelo de papel, la vida secándose, el feto de una nación boqueando delante de mí. Si sumase todos mis orgasmos en kleenex, látex y espermicida podrían acusarme de exterminar a todo un universo de vida potencial. Todos los masturbadores compulsivos tenemos vocación de genocidas.
Voy a la cocina a por la segunda botella de vino. El ordenador hace un ruido extraño parecido al de mis vecinos: estertores. Somos putos zombis de potencial desaprovechado, ni siquiera tenemos la decencia de morirnos en silencio, lo hacemos sin dignidad, lentamente. Es como el concepto de amor, nos dividimos en dos grupos: cínicos y gilipollas. Unos hablan de tarifas –contratos sociales- y parcelas de poder mientras esconden su desesperación y su valor real de mercado, los otros son leales a una patochada llamada romanticismo, hablando de sentimientos y fidelidad eterna con un gastado y anacrónico lenguaje amoroso forense que para lo único que sirve –con suerte- es para echar un par de polvos intensos justo antes de bajar la guardia.
A veces da la impresión de que hemos convertido nuestra sociedad en un gigantesco supermercado de carne donde todos llevamos muy visible la etiqueta con nuestro precio y caducidad. Y para reprimir la náusea nos disfrazamos, nos prostituimos, cosificamos y nos dejamos cosificar. Y si todo eso falla compramos diez canales nuevos de televisión con la tarjeta de crédito. Por eso el arte que nace del talento es tan incómodo: provoca reacciones, preguntas, emoción, vértigo.
Pero ahora que la ciénaga negra de mis venas se deshace por el suelo, ¿qué importa todo eso, qué sentido tiene la nostalgia, recordar cuando mis cicatrices disfrutaban del oasis de tu cuerpo? Nada. Observo las sábanas tendidas, como se cogen de la mano como figuras de tiza muerta. Soledad… ¿por qué ya no quieres mancharte conmigo, compartir tu frío, ser la puta de mi caos, romper promesas de rodillas? Tu coño brillaba como una tormenta sobre el océano, fricción y látex parafraseando Muerte en Venecia, un paisaje de piel y huesos convertido en guerra. Pero ahora solo somos un accidente de calma, un mapa de caricias obsoleto que se consume despacio.
Este blog ya no es mi hogar. Mi último brindis, adiós queridos lectores. Adiós. Adiós...
Cierro los ojos, Bukowski soñaba con Jane, contando los días desde su muerte, entre la limpieza de su ausencia y la irrealidad de la herida. Imagino mis dedos arqueando de nuevo tu coño, susurrando “Love me tender” hasta que pierdas el control de tu faro de carne escarchada, rasgando tu ropa y follándote como si estuviera profanando una iglesia.
Latido afilado e intenso: me corro, doscientos millones de espermatozoides abortados en un pañuelo de papel, la vida secándose, el feto de una nación boqueando delante de mí. Si sumase todos mis orgasmos en kleenex, látex y espermicida podrían acusarme de exterminar a todo un universo de vida potencial. Todos los masturbadores compulsivos tenemos vocación de genocidas.
Voy a la cocina a por la segunda botella de vino. El ordenador hace un ruido extraño parecido al de mis vecinos: estertores. Somos putos zombis de potencial desaprovechado, ni siquiera tenemos la decencia de morirnos en silencio, lo hacemos sin dignidad, lentamente. Es como el concepto de amor, nos dividimos en dos grupos: cínicos y gilipollas. Unos hablan de tarifas –contratos sociales- y parcelas de poder mientras esconden su desesperación y su valor real de mercado, los otros son leales a una patochada llamada romanticismo, hablando de sentimientos y fidelidad eterna con un gastado y anacrónico lenguaje amoroso forense que para lo único que sirve –con suerte- es para echar un par de polvos intensos justo antes de bajar la guardia.
A veces da la impresión de que hemos convertido nuestra sociedad en un gigantesco supermercado de carne donde todos llevamos muy visible la etiqueta con nuestro precio y caducidad. Y para reprimir la náusea nos disfrazamos, nos prostituimos, cosificamos y nos dejamos cosificar. Y si todo eso falla compramos diez canales nuevos de televisión con la tarjeta de crédito. Por eso el arte que nace del talento es tan incómodo: provoca reacciones, preguntas, emoción, vértigo.
Pero ahora que la ciénaga negra de mis venas se deshace por el suelo, ¿qué importa todo eso, qué sentido tiene la nostalgia, recordar cuando mis cicatrices disfrutaban del oasis de tu cuerpo? Nada. Observo las sábanas tendidas, como se cogen de la mano como figuras de tiza muerta. Soledad… ¿por qué ya no quieres mancharte conmigo, compartir tu frío, ser la puta de mi caos, romper promesas de rodillas? Tu coño brillaba como una tormenta sobre el océano, fricción y látex parafraseando Muerte en Venecia, un paisaje de piel y huesos convertido en guerra. Pero ahora solo somos un accidente de calma, un mapa de caricias obsoleto que se consume despacio.
Este blog ya no es mi hogar. Mi último brindis, adiós queridos lectores. Adiós. Adiós...
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