El trabajo aborrecible. Demasiadas
horas mutiladas. Trasegando mi pequeña dosis de esperanza caducada directamente
de la petaca del alma. De pronto un pequeño chisporroteo en mi interior, sutil
como un suspiro, como veintiocho gramos menos, apenas perceptible para los
demás. Y notar la náusea, el vacío, el nadir, esa luz feroz y esencial de mi
interior muriendo con un reproche contenido. Ya solo queda la transmutación en
tuerca, el guion previsible y la fosa común. Ya no valen los cuentos de hadas,
me he convertido en un exilio de carne que bosteza ante su herida analfabeta. Soy
un virus sin coartada, un sueño de pupilas dilatadas vendido a un par de
cocodrilos de sonrisa aviesa.
Salgo al exterior. Alfombras
de hojarasca, trinos de pájaros enloquecidos y charcos de tiza. Al llegar a
casa veo síntomas de enfermedad rondando entumecidos por los recovecos de luna
llena que dejaste descansando en el poema. Estoy agotado, los ojos secos, ensordecido
por los grilletes. Las manchas de mi pared me miran con amor, tengo hambre,
¿qué escribí anoche? No lo sé, ahora mis palabras tienen vocación de fuego, se
borran porque creen que la exposición es una dictadura. Quizás el escritor es
un acróbata sin margen de error. Miro abajo. Sí, escribo para construir un
edificio de palabras tan alto que tenga tiempo de olvidarme de mí mismo durante
la caída. Es el final, mi tristeza se ha puesto sus tacones, su carmín favorito
y ha besado a la Muerte en las muñecas. Estoy preparado: lanzadme vuestras
piedras.
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