Bienvenida a mis letras
querida psiquiatra. Como me ha sugerido, y dado que si no colaboro me quitarán
el subsidio, voy a intentar hablar un poco de mí por escrito. A veces me mira
con tristeza, es joven, vocacional todavía, no está cansada, no ve un listado
de números y nombres, se implica, no cree que la solución sea esconder el
problema con antidepresivos y pasar al siguiente paciente de la larga lista de
la Seguridad Social. Su mesa posee ese extraño caos armonioso de la gente
polivalente y emotiva. Me gusta su acento andaluz -¿ya ha hecho amigos en
Madrid?-, me agrada cuando se toca el puente de las gafas porque algo le
disgusta o cuando cruza las piernas y balancea sutilmente el pie mientras me
escucha y apunta cosas en su libreta.
Estoy divagando
demasiado. Quiere que escriba para hablarle de mi pasado, de los ejemplos de
sordidez de mi familia. Cada vez
que veo la primera parte de la Chaqueta Metálica, el personaje de Patoso
cayendo poco a poco en la locura, esa mirada antes de suicidarse, la voz ronca,
todo eso ya lo había visto en mi propia casa cuando era pequeño. Pero esos
recuerdos no son el secreto del sótano de mi psique.
La verdad es que siempre he querido disfrutar las cosas al límite, llegar al final del Kronen y soltar las manos. Los demás podían tener su propia perspectiva, sus sueños, y ambiciones. Aprender y adaptarse hasta conseguir esa normalidad aceptada socialmente que te exime de juicios externos. Pero siempre me hartó esa felicidad hueca, ese ideario capitalista del horario fijo de ocho a cinco, las obligaciones familiares y sectarias.
La verdad es que siempre he querido disfrutar las cosas al límite, llegar al final del Kronen y soltar las manos. Los demás podían tener su propia perspectiva, sus sueños, y ambiciones. Aprender y adaptarse hasta conseguir esa normalidad aceptada socialmente que te exime de juicios externos. Pero siempre me hartó esa felicidad hueca, ese ideario capitalista del horario fijo de ocho a cinco, las obligaciones familiares y sectarias.
No. Hay gente que prefiere
la no-vida, el no-movimiento, la no-elección. Mira por tu ventana, no son tan
invisibles, seguro que los identificas, son esos borrachos con pinta de mendigo
que siempre recalan en una plaza o en un parque, siempre con sus dos o tres
cervezas del supermercado. Malviviendo con alguna renta o en una habitación
mugrienta de pensión. ¿Qué nos impulsa a despreciar nuestro potencial, a afrontar la náusea
existencial desde un banquillo tan deprimente? ¿Por qué nos resulta tan
adictiva una decadencia que ahuyenta el éxito y te hace perder el respeto de tu
propia familia? Simple debilidad. Y al no asumirla huimos. Leemos los excesos
de los malditos y nos inventamos una libertad de putos retardados. Nos gusta el final de Taxi Driver, nos gusta
Chinaski, nos gusta Ian Curtis, Jim Morrison antes de que destruyera su talento
en tres años, nos gusta esa mano temblorosa tirando la mitad del alcohol en la
barra. No confiamos en la palabra Rosebud porque a las moscas de fruta el
conocimiento les quita vitalidad.
Ahora es cuando tocaría,
como catarsis personal de toda esta introspección, una especie de moralina que
nos haga sentir mejor a los dos. Me temo que no. Ahora soy mucho más moderado,
un mero alcohólico social, ¿ha cambiado algo? Beber no era el problema, solo era
un síntoma de una catástrofe interior, un disfraz de hombre de nieve en el
desierto, una tramoya infantil. Tampoco creo que la depresión o los anhelos de
suicidio se puedan justificar siempre por una biografía sórdida llena de
traumas, ni que sirva de algo diseccionar a alguien como si fuera un reloj de
bolsillo. A veces nacemos tarados, débiles, con miedo, demasiado conscientes,
con un grado de imperfección que bascula en un eje podrido de imposibilidad. A veces
lo más coherente es observar a la polilla realizar su baile de cortejo. Como se
acerca poco a poco, sin poder evitarlo, a la bombilla. Hasta que todo su amor y
futilidad explota con un ruido sordo.
Nos vemos el próximo viernes.
Nos vemos el próximo viernes.
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