Escucho el nuevo disco de
Thom Yorke. El tiempo desaparece. Estoy afónico. Borracho. Preñado de desiertos
y soledad. Soy un loco, un ángel de alas castradas. Una mosca alimentándose del
grito del cadáver, de un amor que no existe, de una ruina que no se atreve a
mirarse al espejo y se pregunta dónde quedó la novedad y la idolatría de la
musa. La cámara se nubla, quizás la única solución sea seguir con las
quemaduras del antebrazo. Ardamos mientras la mano del muerto acaricia el poema
y la inmortalidad se muestra tuberculosa en la mancha de un insecto aplastado
contra la pared.
He pensado mucho en el
suicidio. Muchas veces. Casi he encontrado la fórmula adecuada. Y no me refiero
a la asfixia erótica mientras me masturbo recordando amores pretéritos. Mejor
el veneno. Mejor un coche con el tubo de escape bloqueado por una bufanda gris.
Mejor un disparo en la sien, aunque sea difícil conseguir un arma.
Siempre he distinguido a dos tipos de suicidas: el suicida desesperado que siempre avisa y amenaza. Y lo intenta una vez y otra vez sin conseguirlo. Su supervivencia es un misterio. Pero siendo crueles es vulgar, banal, se asemeja más a un circo donde las palomitas cuestan demasiado y todo el mundo conoce el final.
Siempre he distinguido a dos tipos de suicidas: el suicida desesperado que siempre avisa y amenaza. Y lo intenta una vez y otra vez sin conseguirlo. Su supervivencia es un misterio. Pero siendo crueles es vulgar, banal, se asemeja más a un circo donde las palomitas cuestan demasiado y todo el mundo conoce el final.
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