De qué sirve escribir
todos los días. De qué sirve el esfuerzo de recorrer las calles en busca de
cerveza si estás cansado, si tu cuerpo es como un arpa sucia por el que pasa la
serenata del camión de la basura, si tus ojos están acuchillados después de
ocho horas de trabajo. Pero a pesar de esos pensamientos al llegar a casa enciendo el ordenador e
intento escribir. No quiero vivir la vida que me toca. No quiero irme a la cama
y dejarlo para mañana. No quiero que el día termine así, sin más relevancia que
una nube deshilachándose en mitad de la noche. No busco ni siquiera
transcendencia: hace tiempo que maté a mi héroe y sería ridículo intentar
revivirlo. Lo que me mueve es el miedo, el miedo a la muerte antes de la
muerte.
Por eso sigo deslizándome
por el teclado, sin saber muy bien lo que va a suceder en la siguiente línea,
una huida hacia delante preñada de cierta histeria. Como si la dedicación
tuviera un poso de justicia poética que pudiera fundir todas las horas muertas
apiladas delante de mí. Nada más lejos de la realidad. La página en blanco solo
redime a esos pobres ingenuos que se lanzan sobre ella con todas sus fuerzas,
que no evitan el golpe y mueren desangrados con su cerebro desbordado en los
márgenes de tinta. De qué sirve todo ese esfuerzo intelectual, toda esa quimérica
obsesión, si al final son las tuercas, los números con traje que caminan ahí
afuera con sus maletines grises y sus relojes de pulsera con dos mil alarmas, los
que dominan el mundo.
Pero luego pienso, ¿qué
somos realmente? ¿Un trabajo, una cuenta bancaría, material genético deslizándose
por un condón roto? ¿Capitalismo compulsivo, decrepitud, los garabatos rotos
que abandonamos debajo de las sábanas? Siete mil millones de personas pululando
por el mundo y la mayor parte han diezmado su singularidad en manos de la
religión, un precario sistema educativo, la frustración estética, el redil del
consumismo, las instituciones familiares y las relaciones unidireccionales. Somos
polvo de estrella enfangado. Hemos olvidado lo que nos hace sentirnos realmente
vivos, nos hemos rendido, como si ya no necesitáramos buscar la transcendencia.
Quizás por eso escribo: la
exaltación del individualismo. No quiero dinero. No quiero esperanza ni
lucidez. No quiero la responsabilidad del esclavo. Quiero intentar borrar la
sonrisa de la futilidad y revivir a mi héroe por unos instantes. Quiero olvidar
el futuro y gritar: es ahora o nunca. Y dejar de esperar a que termine mi
jornada laboral, o que llegue la noche, el fin de semana, las vacaciones, la
siguiente paga extra, el billete de lotería premiado, la jubilación o esa
persona especial que me salve del mundo y de mí mismo. No. Ya basta. Dejemos de
mutilar el presente y dobleguemos el ahora. La revolución es literatura, aunque
solo sea para poner la zancadilla al tiempo y esquivar sus guadañas de
tic-tacs. Arde. Arde. Arde…
Si vas a intentarlo, ve hasta el final
De lo contrario, no empieces siquiera
Tal vez suponga perder novias, esposas,
familia, trabajo
Y quizás la cabeza
Tal vez suponga no comer durante tres o
cuatro días
Tal vez suponga helarte en el banco de
un parque
Tal vez suponga la cárcel, tal vez
suponga humillación
Tal vez suponga desdén, aislamiento
El aislamiento es el premio
Todo lo demás es para poner a prueba tu
resistencia
Tus auténticas ganas de hacerlo.
Y lo harás
A pesar del rechazo y de las ínfimas
probabilidades
Y será mejor que cualquier cosa que
pudieras imaginar
Si vas a intentarlo, ve hasta el final
No existe una sensación igual
Estarás a solas con los dioses
Y las noches arderán en llamas
Llevarás las riendas de la vida hasta la
risa perfecta
Es por lo único que vale la pena luchar
Charles Bukowski
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