domingo, 3 de agosto de 2014

Prostíbulo Poético.

En el Spotify suena una canción de amor y apocalipsis. Hay balas que no se dejan esquivar, como el tiempo, como la sed que me provocan tus ojos. Tus piernas esconden una guerra que no hace prisioneros, ¿dónde está la salida de emergencia? Te arrodillas ante mí, uróboros cayendo como piel muerta en las cicatrices de tus rodillas. Como el cuchillo riéndose de la carne. La pólvora de tus labios. La última cerilla del mundo bajo tu lengua. Ya no cruzamos juntos los semáforos en rojo. Nos quedamos en casa. Y allí nuestros sentimientos se comportan como un tifón domesticado. La cama deshecha pero manchada de amor aguado. Te fumas mi piel y yo te rompo las bragas y la sonrisa. Me robas los condones mientras observo a mi vecina por la ventana. Llega el camión de la basura y los trabajadores silban canciones mientras cambian la basura de lugar. Terminan su trabajo y el silencio vuelve. Pero el hedor permanece un buen rato. Es una buena metáfora de nosotros. Ya nada es igual. La aceptación rima con decepción.

Los poetas destruyen todo. Sólo quieren follar. Amordazar el lenguaje y pedir un rescate. Ellas se abren de piernas encantadas de ser las protagonistas de un melodrama tallado en piedra. Ridículas, absurdas, repetitivas, solo pueden aspirar a tener muchos seguidores en Twitter o escribir dos o tres poesías-vómito que den nombre a un poemario-basura.


Carlos Salem comentaba en una entrevista que conservaba cierta fe en la humanidad, el truco era enfrentarse a ella de uno en uno. Bukowski tenía miedo a no escribir todos los días. En su primera época era un vagabundo que comía una barrita de caramelo al día y gastaba el poco dinero que conseguía en sobres y papel para poder seguir enviando sus relatos. Estuvo a punto de morir de hambre. Quince años después consiguió trabajo como cartero. Estuvo once años trabajando en el turno nocturno. Al final de la jornada le dolían tanto los brazos que no podía levantarlos por encima de la cintura. Pensamientos de locura y muerte le perseguían de vuelta a casa. Pero al día siguiente, con inflexible disciplina, abría un par de botellas de vino y se ponía a escribir hasta que se hacía de noche y tenía que volver al infierno de las cartas y los eternos turnos de diez horas. Y aunque es cierto que tenía ciertas ínfulas, nunca pensó que fuera a vivir de ello. Quizás desconfiar de los neones de la fama salvó su obra hasta el último momento. En cualquier caso si hacía ese gran esfuerzo era porque necesitaba reconciliarse con todas esas horas muertas, mutiladas, que la sociedad le obligaba a vender a un precio irrisorio.

Piensa en todo esto cuando busques tu excusa, cuando hables del “sufrimiento” de la creación, del poco tiempo que tienes para concentrarte en tu obra. Cuando participes en esa ridícula pose del genio incomprendido, del poeta agarrotado por los pobres mimbres editoriales que impiden que su talento se alce como el fénix y eclipse con su fuego arrebatador al mundo. BASURA. Somos tan limitados, tan blandos y cobardes, tan incapaces de un mínimo de autocrítica, que al final hemos democratizado la mediocridad. La OCDE en 2013 certificaba el analfabetismo funcional en los españoles, de 23 países somos los peores en matemáticas y los penúltimos en comprensión lectora. A nadie le preocupó esta noticia. A fin de cuentas los héroes que la sociedad ha aupado a los focos no destacan por su cultura o intelectualidad: deportistas, modelos de discoteca, cantantes de concurso o gañanes de reality show. Ídolos campechanos que destacan por su chabacanería natural, que han leído El Principito un par de veces -seguramente por los dibujos- y algún best seller y ya consideran que han cubierto la cuota. El éxito de Torrente y de personajes similares en series de televisión es el paradigma del humor bufo, vulgar y escatológico que muestra el embrutecimiento de una sociedad que vive cómoda en este status quo de pobreza mental. Vivimos una dictadura y los esclavos ríen delante de la pantalla.

Pero no quiero que este post, u otros de futura redacción, promuevan una imagen distorsionada de mí, como si fuera un cascarrabias lanzando sus proclamas desde su atalaya de brillante rectitud. No, por favor, ¿cómo pretender semejante soberbia si ni siquiera soy capaz de dar la talla como alcohólico decadente y a la segunda botella ya estoy llorando sobre mis recuerdos? ¿Cómo pretender dar lecciones a esos pseudo poetas de vertedero y revolcón si yo también hice lo mismo en el pasado? ¿Cómo quejarme de la decadencia intelectual de mis congéneres cuando yo mismo prefiero Bukowski a Henry Miller, dormir ocho horas y beber tres a la revolución, la divina masturbación a releer a la Divina Comedia? NO, mi dignidad es la de una cucaracha sobreviviendo a una bomba nuclear: mera casualidad.

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