En el Spotify suena una
canción de amor y apocalipsis. Hay balas que no se dejan esquivar, como el
tiempo, como la sed que me provocan tus ojos. Tus piernas esconden una guerra
que no hace prisioneros, ¿dónde está la salida de emergencia? Te arrodillas
ante mí, uróboros cayendo como piel muerta en las cicatrices de tus rodillas. Como
el cuchillo riéndose de la carne. La pólvora de tus labios. La última cerilla
del mundo bajo tu lengua. Ya no cruzamos juntos los semáforos en rojo. Nos quedamos
en casa. Y allí nuestros sentimientos se comportan como un tifón domesticado. La
cama deshecha pero manchada de amor aguado. Te fumas mi piel y yo te rompo las
bragas y la sonrisa. Me robas los condones mientras observo a mi vecina por la
ventana. Llega el camión de la basura y los trabajadores silban canciones
mientras cambian la basura de lugar. Terminan su trabajo y el silencio vuelve. Pero
el hedor permanece un buen rato. Es una buena metáfora de nosotros. Ya nada es
igual. La aceptación rima con decepción.
Los poetas destruyen todo.
Sólo quieren follar. Amordazar el lenguaje y pedir un rescate. Ellas se abren
de piernas encantadas de ser las protagonistas de un melodrama tallado en
piedra. Ridículas, absurdas, repetitivas, solo pueden aspirar a tener muchos
seguidores en Twitter o escribir dos o tres poesías-vómito que den nombre a un
poemario-basura.
Carlos Salem comentaba en
una entrevista que conservaba cierta fe en la humanidad, el truco era
enfrentarse a ella de uno en uno. Bukowski tenía miedo a no escribir todos los
días. En su primera época era un vagabundo que comía una barrita de
caramelo al día y gastaba el poco dinero que conseguía en sobres y
papel para poder seguir enviando sus relatos. Estuvo a punto de morir de
hambre. Quince años después consiguió trabajo como cartero. Estuvo once años trabajando en el turno nocturno. Al final de la jornada le dolían tanto
los brazos que no podía levantarlos por encima de la cintura. Pensamientos de
locura y muerte le perseguían de vuelta a casa. Pero al día siguiente, con inflexible
disciplina, abría un par de botellas de vino y se ponía a escribir hasta que se
hacía de noche y tenía que volver al infierno de las cartas y los eternos turnos de
diez horas. Y aunque es cierto que tenía ciertas ínfulas, nunca pensó
que fuera a vivir de ello. Quizás desconfiar de los neones de la fama salvó su
obra hasta el último momento. En cualquier caso si hacía ese gran esfuerzo era
porque necesitaba reconciliarse con todas esas horas muertas, mutiladas, que la
sociedad le obligaba a vender a un precio irrisorio.
Piensa en todo esto cuando
busques tu excusa, cuando hables del “sufrimiento” de la creación, del poco
tiempo que tienes para concentrarte en tu obra. Cuando participes en esa
ridícula pose del genio incomprendido, del poeta agarrotado por los pobres
mimbres editoriales que impiden que su talento se alce como el fénix y eclipse
con su fuego arrebatador al mundo. BASURA. Somos tan limitados, tan blandos y
cobardes, tan incapaces de un mínimo de autocrítica, que al final hemos
democratizado la mediocridad. La OCDE en 2013 certificaba el analfabetismo funcional
en los españoles, de 23 países somos los peores en matemáticas y los penúltimos
en comprensión lectora. A nadie le preocupó esta noticia. A fin de cuentas los
héroes que la sociedad ha aupado a los focos no destacan por su cultura o
intelectualidad: deportistas, modelos de discoteca, cantantes de concurso o
gañanes de reality show. Ídolos campechanos que destacan por su chabacanería
natural, que han leído El Principito un par de veces -seguramente por los dibujos- y algún best seller y ya consideran que han cubierto la cuota. El éxito de Torrente y de personajes similares en series de televisión es el paradigma del humor bufo, vulgar y escatológico que muestra el
embrutecimiento de una sociedad que vive cómoda en este status quo de pobreza mental. Vivimos una dictadura y los esclavos ríen delante de la pantalla.
Pero no quiero que este
post, u otros de futura redacción, promuevan una imagen distorsionada de mí,
como si fuera un cascarrabias lanzando sus proclamas desde su atalaya de
brillante rectitud. No, por favor, ¿cómo pretender semejante soberbia si ni
siquiera soy capaz de dar la talla como alcohólico decadente y a la segunda
botella ya estoy llorando sobre mis recuerdos? ¿Cómo pretender dar lecciones a
esos pseudo poetas de vertedero y revolcón si yo también hice lo mismo en el
pasado? ¿Cómo quejarme de la decadencia intelectual de mis congéneres cuando yo
mismo prefiero Bukowski a Henry Miller, dormir ocho horas y beber tres a la
revolución, la divina masturbación a releer a la Divina Comedia? NO, mi
dignidad es la de una cucaracha sobreviviendo a una bomba nuclear: mera
casualidad.
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