Gracias a mi tarjeta de
crédito he conseguido un remanso de paz económico que solo durará hasta
septiembre, fecha en que tendré que renunciar a mi vida de pájaro de alas de
barro y dedicar toda mi energía y devoción a un segundo trabajo. Que optimista
suena todo eso, conseguir otro trabajo en un país con un paro que afecta a más
del veinticinco por ciento de la población. Ayer se nos acercó una mujer del
turno de madrugada y se explayó sobre su miedo al futuro: nuestro trabajo en
Yoigo no es seguro, todas las semanas nos presionan más, está claro que hay que
buscarse otra cosa. Pero ella lleva doce años trabajando de teleoperadora, no
tiene más experiencia; ha intentado estudiar algo en varias ocasiones, tener un
plan B, pero la pereza y la dificultad añadida de simultanear horarios siempre
le han impedido terminar cualquier proyecto. Otra compañera, de cincuenta y
cinco años, va a empezar en septiembre un curso de FP de auxiliar de
laboratorio. Aquí y allá todos establecen ciertos protocolos de emergencia,
tienen alguna salida para cuando todo estalle. Sin embargo algo debe de andar
mal en mi cabeza cuando me da igual, cuando soy tan cortoplacista que mi única
preocupación es el siguiente minuto, el siguiente libro o serie, la siguiente
hora que termine con la jornada laboral.
No sé de dónde viene la tara. Quizás mi madre y su herencia de deudas que hipotecan mi futuro. Mi madre y su lejanía a flor de pie a pesar de los postres del domingo. Mi padre ausente que me convierte en un hijo no deseado. Mi abuela y su falta de litio. Ahora intento arquear mi ego en soledad, sufragista de un laberinto donde busco el significado y el significante en el sonido de las agujas del reloj. El teclado no salva, pero absorbe el tiempo como una esponja de color blanco caoba. Escribir todos los días tiene el mismo significado que masturbarse: es una balsa de ego. Decía Batania que los poetas no pueden ni deben ser humildes. Yo añadiría, dado que siempre he preferido la honestidad de la decadencia al concordato de la alegría, que tienen que ser mártires, porque saben que su fracaso es seguro, que solo son un ariete de viento, un escalón en una montaña infinita de heces con destino a ninguna parte.
No sé de dónde viene la tara. Quizás mi madre y su herencia de deudas que hipotecan mi futuro. Mi madre y su lejanía a flor de pie a pesar de los postres del domingo. Mi padre ausente que me convierte en un hijo no deseado. Mi abuela y su falta de litio. Ahora intento arquear mi ego en soledad, sufragista de un laberinto donde busco el significado y el significante en el sonido de las agujas del reloj. El teclado no salva, pero absorbe el tiempo como una esponja de color blanco caoba. Escribir todos los días tiene el mismo significado que masturbarse: es una balsa de ego. Decía Batania que los poetas no pueden ni deben ser humildes. Yo añadiría, dado que siempre he preferido la honestidad de la decadencia al concordato de la alegría, que tienen que ser mártires, porque saben que su fracaso es seguro, que solo son un ariete de viento, un escalón en una montaña infinita de heces con destino a ninguna parte.
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