Mi interés por la
escritura siempre ha sido muy transversal, podríamos decir que soy más lector
que escritor. De esos que quieren ser escritores hasta que se dan cuenta que
hay que escribir demasiado para serlo. Gigantescas toneladas de palabras
orquestadas delante del teclado con esa visceralidad propia del insatisfecho,
del infeliz, del exhibicionista redundante, del feliz a ratos. Por eso llevar
más de tres años y medio con este blog es más mérito de otras que de mí. Seguramente
empecé a escribir por el desamparo de tiempo que me produjo la ruptura de una
relación de casi seis años. Mi ex quería a su lado alguien estable, que
quisiera tener hijos, que no viera la vida con una obsesión Peter Pan
cortoplacista. Y al poco de naufragar en este lodazal de letras tropecé con
otra catalana que me tuvo atrapada entre sus garras varios meses. Fue ridículo,
exultante y posiblemente algo necesario.
En cualquier caso ya mi
prosa se había cercado en torno a la decadencia, el desamor y el terreno sexual.
La notoriedad me fascinaba. Los blogs son un chollo sexual. Las mujeres
obscenamente superiores en casi todos los campos tienen la kryptonita en la
literatura, algo las remueve por dentro, generaciones de sufragistas quedan
sepultadas por el cliché romántico. Quise aprovecharlo, en ocasiones de forma
taimada, dado que mi vida sentimental se había encallecido en relaciones largas
de poca variedad sexual. Además era divertido: correos, llamadas a horas intempestivas,
vídeos y después de algún tiempo el viaje para friccionar la literatura y
realidad. Todos deberíamos de follar más, seríamos más felices, estaríamos
menos frustrados. Estamos rodeados de sacos de patatas –ellas- y de máquinas de
taladro sin imaginación –nosotros-, por eso un libro tan pésimo a nivel
literario como “50 sombras de Grey” ha vendido más de treinta millones de
ejemplares: no sabemos follar. Estamos reprimidos. Castrados.
Fue por esa época que me
interesé por el BDSM. Escribía sobre ello, me registraba en foros, hablaba con
sumisas, alucinaba con un mundillo en el que las fustas, los contratos de
sumisión, las humillaciones y ruptura de tabús era lo normal. Contacté durante
un par de meses con mucha gente. Recuerdo a un Amo en Madrid presumiendo de
cuadra, es decir, de tener a varias sumisas a su disposición. O la sumisa
esclava que estaba en proceso de animalización y tenía que comportase en su
casa como un perro: comer en el suelo, andar a cuatro patas, comunicarse por
ladridos. A mí me fascino por su nivel estético, por la inteligente psicología
de los roles de dominación, esa libertad del todo vale mientras sea sano,
seguro y consensuado. Pero poco a poco me fui decepcionando: como todas las
buenas ideas estaba ya podrido desde el principio, quizás porque la mayoría de
los Amos se limitaban a la idea de convertir a su sumisa en su puta y las
sumisas en obedecer y poco más. Un desastre a todos los niveles. Como el caso
de la chica efímera de Granada que durante un par de años confundió malos
tratos con BDSM. Hay que decir en favor del género femenino que tampoco deslumbraba
por su inteligencia, pero es un ejemplo de hasta dónde puede retorcerse una
buena idea.
Antes de que el mundillo
me aburriera tuve algunas experiencias con sumisas. Quedé con una ya madurita. Divorciada,
rubia, delgadísima, pechos firmes y recelosos que al igual que yo era nueva en
este mundillo. Se presentaba como sumisa pero ya poseía ese vértigo en la forma
de arquear las cejas de Ama dominadora. Fue una velada divertida. Cenar. Emborracharse.
Llegar a casa enlazando manos y lenguas. Sabía besar hasta que empezaba a
morder. En apenas unos segundos se quedó en ropa interior, dejándose los
tacones puestos, y avanzó como una pantera hacía mí. Estaba de caza. Oh, sí las
cosas pudieran fluir de esta manera siempre.
Íbamos un poco sobre seguro,
ya habíamos hablado sobre eso –podríamos decir que SOLO habíamos hablado de sexo-,
y ella sabía que la mejor forma de conquistarme era con una buena felación. Y ahí
estaba: borracha, disoluta, de rodillas, entregada al juego. Y todo se hizo
realidad: su saliva era ambrosía, desdoblaba la lengua a mi alrededor, garganta
profunda, mis cojones como bolas de Navidad siendo adoradas dentro y fuera de
su boca, sus manos acariciando mi espalda, bajando, las uñas hundiéndose en
cada arcada. Yo nunca me hubiera divorciado de alguien así. Y de pronto la sorpresa:
su dedo ensalivado entrando en mi trasero. Fue una sensación incomoda, pero
teniendo en cuenta que la totalidad de mi polla estaba en su boca no estaba en
posición de quejarme. La feladora profesional siguió y siguió. Yo sentía un hormigueo
en la base del estómago que iba bajando y llenándome de calor. En esos momentos
amaba a esa mujer. Y eso que ni siquiera sabía su nombre real. Pero no se
conformó con eso, me hizo girarme y mientras seguía masturbándome empezó a
hacerme un beso negro profundo, muy profundo. Su lengua entrando dentro de mí
de una forma que nunca había sentido antes.
Me sentía a punto de
reventar, mi polla palpitando justo al límite de la ruptura. Estaba tan
excitado no solo por las sensaciones nuevas, sino por el hecho de estar
haciendo algo nuevo e inesperado. Siguió así durante un buen rato. Pero yo
quería volver a sentir su boca, la desplacé y volví a ponerme como antes. Volví
a entrar en ella. Me masajeaba los huevos, seguía más abajo, presionaba,
multiplica las zonas de placer. Mi respiración se entrecortaba, me temblaban
las piernas, pero quería alargarlo todo lo posible. Unos segundos después me
corría con fuerza contra su garganta con un estertor animal. Fue, con
sinceridad, la mejor felación que he tenido el honor de disfrutar en mi vida.
Después de algo así todas las siguientes son en blanco y negro. Siempre falla
algo: la cara, la entrega, la sorpresa. Hay que guiar las manos, indicar el
ritmo, ni siquiera las palabras solucionan el contexto. Es como morir de éxito.
Ni siquiera el amor puede mejorar algo así.
La historia no acaba del
todo bien. Volvimos a quedar. Volvimos a hablar de BDSM. Volvimos a ir a mi
casa. Pero esta vez ella traía un consolador en el bolso. Como attrezzo o ayuda
me pareció adecuado. Nunca me he sentido intimidado: mi bestia púrpura –a pesar
de mi edad y el alcohol-, siempre se ha comportado con soltura hasta en las
peores situaciones –quizás hable de algunas de ellas más adelante. Pero mi globo
de ilusiones de niño pequeño estaba a punto de explotar. Después de la fricción
preliminar empezó a chupar el consolador. Pero en vez de darme el cetro de
poder rodeo mi cintura y lo hizo aterrizar con todo su fálico poderío en mi
culo. Y así, con una sonrisa equidistante, empezó a forzar la entrada. Tardé
unos segundos en salir de mi estupor y apartarlo de un manotazo. La cosa se enfrío
bastante porque según ella debía ayudarla a cumplir también sus fantasías. Quise
darle a entender que mi virginidad anal la tenía reservada para la mujer de mi
vida, que iba demasiado rápido. Me llamo reprimido, machirulo y muchas cosas
que todavía sigo buscando en el diccionario. Quise retornar a la fricción y
golpearla un poco con la fusta. Pero fue un total coitus interruptus.
Unos meses después, entre
un drama Blogger y otro, conseguí quedar con otra que, para más inri, tenía
incluso una autodenominada “caja de juguetes” que quería utilizar conmigo. Con argumentos
de virgen vestal conseguí eludir también el momento. Pero me di cuenta que el
BDSM era demasiado peligroso para un decadente mojigato como yo y decidí
dedicarme a mujeres más normales –risa histérica al final de este párrafo.
Pero aunque han pasado ya dos
años, hay noches en las que con ardor mitómano recuerdo esa felación, esa
lengua que llegó donde ninguna otra había llegado antes y que, generosa,
ardiente y exploradora merece de sobras este sentido homenaje.
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