Todo es genial. Todo es una mierda. Me cuesta vivir. Pero mientras
tenga una botella de vino y pornografía todo es superable. El acto poético es mancharse
los dedos con la mortaja blanca del sexo. Esperar el accidente cálido y
sensual. Unos pechos que envilezcan mis manos. Una lengua recorriendo las
fronteras del monstruo púrpura. No hagáis caso al pesimista que indica que todo
es vulgar, ingenuo e incluso ridículo. No somos trámites. Puede que nos
convirtamos en animales que se masturban delante de los espejos que crea la
naturaleza. Pero hemos sido NOSOTROS quienes hemos puesto nombre al juego. No
quiero besar tus idilios decadentes, ¿de qué te sirven a ti? De nada. Sigue
follándote al suicidio pero no me entorpezcas con tu baile de confusas
palabras. Sigue siendo bombilla con anhelos de apagón. Mi luz llega más lejos. Mis
muros son aeropuertos donde me pierdo sin buscarme. Raíces de cemento. Ningún
vértigo me impide mantener el derrumbe en equilibro. Sólo caigo de rodillas
frente al cadalso de un coño húmedo y su espectáculo de miradas y jadeos.
Mi mano tiembla ante otra obra maestra de la depravación que Internet
ofrece a sus files retoños. La copa zozobra y el vino cae sobre el ordenador.
Se escucha un chisporroteo. Pequeña columna de humo anunciando la debacle.
Mierda. Estos vídeos eran mi único baluarte para superar otra noche de vacío
existencial. Miro asustado a mi alrededor, ¿ahora qué? De pronto resuena un
grito histérico en la calle, como si alguien tuviera un claxon de violencia en
la garganta. No sé dilucidar si es un mesías llorando al otoño o un borracho sintiendo
empatía por mi desastre.
Salgo al balcón. Joder. Es mucho peor: un poeta. Pensaba que estaban
extinguidos. Utiliza viles metáforas para hablar del AMOR. De su soledad. De la
épica del dolor. Esto es inadmisible. Nos ha costado años mutilar nuestra sensibilidad
para que ahora venga un sensiblero enajenado y nos escupa en la cara nuestra falta
de decoro y trascendencia. Saco la pistola. Apunto con cuidado. ¡BANG! Uno
menos. Escucho aplausos. Llega un furgón de la policía y recogen el cuerpo. Los
padres orgullosos salen en bata y pisotean sus poemas. Me estrechan la mano. Esos
soñadores son peligrosos –me dicen-, su locura es contagiosa. Gracias a mí sus
hijos vuelven a estar a salvo.
Los hombres grises dan cuerda a sus relojes. Antes de abandonar la
calle –mañana hay que madrugar-, me regalan un ordenador por recuperar la paz
en el barrio. Subo a casa. Me conecto de nuevo a Internet y busco el
vídeo de antes: mujeres y ranas dejándose llevar por la depravación. El pantalón
cae al suelo. Es hora de disfrutar del ARTE de verdad.
A fin de cuentas siempre me gustaron los finales felices.
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