El trabajo de teleoperador
me está volviendo loco. Más de lo habitual. Me llevo libros e intento leer algo
entre llamada y llamada pero es imposible. El pitido de la llamada entrante
conmociona mi cerebro, la voz en sordina del cliente resuena indignada por la
espera.
Es el turno de noche, sales de madrugada demasiado tarde para cualquier cosa que requiera vida o esperanza. En el fondo es una metáfora kafkiana del séptimo círculo del infierno de Dante. Un matadero mental. Todos somos idiotas. Y los que no lo son pronto caen en una especie de autismo mental que les impide utilizar subordinadas en las conversaciones.
Es el turno de noche, sales de madrugada demasiado tarde para cualquier cosa que requiera vida o esperanza. En el fondo es una metáfora kafkiana del séptimo círculo del infierno de Dante. Un matadero mental. Todos somos idiotas. Y los que no lo son pronto caen en una especie de autismo mental que les impide utilizar subordinadas en las conversaciones.
Pululan por ahí unos jefecillos,
no cogen llamadas, simplemente velan por el buen devenir de la subcontrata. Se acercan
a nosotros, nos observan inquisidores y luego hacen alguna apreciación,
gilipolleces sin sentido que sólo consiguen arruinar más aún nuestra
desgraciada existencia en la plataforma. La bilis acumulada crea cáncer a mi
alrededor. Si pinchase su alma se desinflarían dejando un tufo a peste
bubónica. Cuando NOSOTROS necesitamos algo ELLOS nunca están disponibles.
Pero en cualquier caso, como decía, todos somos idiotas. Nos convertimos en teletubbies. Yo soy el morado, Tinky Winky, el del bolso rosa. Y sé que en algún momento me atraparán. La puerta se cerrará a mis espaldas, me obligarán a sujetarme los tobillos, notaré la vaselina, el dolor masacrando mi dignidad. Pero me alzaré renovado, transcenderé a coordinador, a tuerca morada, preparado para sembrar el mal a mi alrededor con una risa diabólica.
Pero en cualquier caso, como decía, todos somos idiotas. Nos convertimos en teletubbies. Yo soy el morado, Tinky Winky, el del bolso rosa. Y sé que en algún momento me atraparán. La puerta se cerrará a mis espaldas, me obligarán a sujetarme los tobillos, notaré la vaselina, el dolor masacrando mi dignidad. Pero me alzaré renovado, transcenderé a coordinador, a tuerca morada, preparado para sembrar el mal a mi alrededor con una risa diabólica.
Pero no nos desviemos. Ahora
hay un nuevo tema: tenemos un revolucionario, un saboteador en la empresa. Alguien
que leyó V de Vendetta y ha declarado la guerra a la subcontrata. Aparecen
ordenadores con los cables cortados, sin memoria RAM, tarjetas gráficas
estropeadas por el agua; auriculares, ratones, material de oficina que
desaparece. ¿Actos vandálicos de un idiota? Claro. Si. Nuestros alguaciles nos
piden nuestros pases de puerta, comprueban si hay irregularidades. Tiene que
haber sido en el turno de noche. Es cuando hay menos gente. Me jode. Le odio. Se
ha adelantado. O eso dicen las voces de mi cabeza. Quizás.
Ahora estoy en casa. Ha
sido una noche larga. Tercera lata de cerveza. Aún me siento como un
teletubbie. Siendo incidir. Son las cuatro de la mañana y la vida toca el
claxon con brusquedad en mi gueto. Ruidos. Risas. Fiestas. Golpes. Increpaciones.
Cristales rotos. Mujeres haciendo sonar sus tacones como tambores de guerra.
Bien. Este es el ambiente que me gusta. Sigo bebiendo. Pasemos al vino. Cabeza
embotada. Bukowski retorciéndose en su tumba al comprobar como despreciamos su
legado. La ventana abierta. Hace frío. Me gusta el otoño. Me gustaría más si
pasase esta noche al lado de un cuerpo femenino comprensivo con mis filias. Si alargase
mi mano y encontrase carne prieta, no solo el vacío inmisericorde.
No hay mucho más que
decir. Los nihilistas se masturban esnifando los restos de un cristo de yeso
que se ha resquebrajado ante el peso de su propia mentira. Somos máquinas de
follar estropeadas, buscando sentimientos con una linterna. Al final del túnel sólo
encontraremos hemorroides y conmiseración.
Mañana más.
Mañana más.
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