Existe cierta belleza en la destrucción, en los sentimientos llenos de cuchillas de afeitar, en las sonrisas de sangre que gotean de mi boca formando un círculo de moho en los recuerdos, en la mosca analfabeta que se golpea una y otra vez contra el cristal de la ventana hasta morir. Toda la casa sufre la falta de sentido, incluso la nevera, con su lenguaje sintético de freón, purga su llanto en forma de ruidos extraños mientras congela su propio vacío en ángulos difuntos. Se ha acabado el Haloperidol y siento el ronroneo de los buitres sobre mi piel; mi mente sangra, ¿Qué podría salvarme de la ausencia de milagros? Ni siquiera puedo odiar a mis monstruos, solo son una reacción al daño exterior, a la otredad peligrosa que inunda mis trincheras con su veneno.
El amor es un virus, una fiebre psicótica, una cadena de frío, un sabor prestado, una ligera calidez en el bucle de hormonas, una lluvia con forma de orgasmo escapándose entre mis dedos. El amor es una catástrofe, unas raíces extendiéndose por mi interior devastándolo todo, un vértigo, una jugada a vida o muerte, la flor en el cuchillo, un centro de gravedad invertido, una rabia que se transforma en guerra, quebranto y huida. El amor es el daño que nos habita y que nos reasigna a algo mucho más nuclear y real que el reflejo en el espejo.
Podría llamarte y pedirte que vengas, que me conviertas durante unos minutos en tu metáfora preferida, que doblegues a golpes de cadera la escarcha de mi coño, que me hagas daño, que me trates como un otoño indeseable, sentir algo, una nueva cicatriz que despierte por un instante mi carne muerta. Y luego, cuando esté sola, pondría la lavadora y miraría embelesada como giran y giran las sábanas, mi ropa interior empapada de ti, ahogando millones de posibilidades de vida en un alegre y aséptico genocidio. Pero ya ni siquiera tengo fuerzas para eso.
La luz de la farola entra sin prisa, no se inmuta ni finge sorpresa ante el perfil del cuchillo; necesito limpiarme de toda posibilidad.
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