Las montañas ríen a lo lejos, como cubitos de hielo que parpadean al intentar barrer la oscuridad de un recuerdo. El silencio es una orgía de heridas sin orgasmo, la hierba desafinada del párrafo vacío, un fetiche bautizado con el humo de una batalla que perdimos hace demasiado tiempo. Hay muchos pensamientos que me siguen como coyotes a punto de morir de frío y que no digo en voz alta ni me atrevo a escribir, quizás porque ya ni siquiera tenemos espacio en una canción.
Me imagino la nostalgia como una meretriz que se cuela en la fiesta del presente, con su maquillaje excesivo, dejando aquí y allá marcas de su impúdica desnudez. Y todo, ¿para qué? Prefiero el lenguaje de la sordidez cuando te explico que el amor es dolor, cuando intento astillar con mis palabras tu piel, tu jaula, cuando te corres sola y piensas que, a fin de cuentas, el otoño siempre podrá consolarte con la belleza de su juego de hojarasca.
Volver al presente es confesar que tengo un fantasma en casa. Aparece de madrugada y siento como sus ojos forman sombras chinescas de amor sobre mi piel. Ya no me habla, y cuando intento tocarla mi mano atraviesa su cuerpo traslúcido. Es frustrante. Supongo que el corazón es un cazador solitario, un barco en miniatura atrapado en una brújula oxidada, sueños cogiendo polvo debajo del pasado.
Nunca sabré que a veces
cuando estoy dormido
se acuesta conmigo en el lado frío de la cama
y ahuyenta los monstruos de mi sueño
con sus labios azules.
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